Nueva York, efímera y eterna

Todo lo que se ha dicho de ella hasta ahora aprisiona las palabras y te obliga a repetir antes que decir (I. Calvino, Las ciudades invisibles)

Hace ya más de cincuenta años que Italo Calvino publicó Las ciudades invisibles (1972), un libro evocador, muy hermoso, que nos presenta como el relato que hace Marco Polo a Kublai Kan de sus viajes por las tierras del vasto imperio de los mongoles. A lo largo de esas conversaciones con el emperador, el veneciano le describe las ciudades que ha ido visitando. La prosa de Calvino alcanza tal grado de lirismo que cada uno de estos relatos se convierte en un auténtico poema. Todas estas urbes tienen nombre de mujer, todas ellas son inventadas, no responden a ciudades reconocibles sino que representan una idea atemporal de la ciudad, pero como confiesa el propio Calvino en el prólogo, cada una de ellas desarrolla, “de manera unas veces implícita y otras explícita, una discusión sobre la ciudad moderna” y hace del libro “un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles”, es decir, de las visibles, cuyos fragmentos creemos ir reconociendo por aquí y por allá en las inventadas por Calvino.

Si hablamos de ciudades modernas, hablamos de aquellas surgidas de la industrialización, con su alta densidad urbana, los problemas derivados de la congestión, los avances e innovaciones tecnológicas, científicas y arquitectónicas. Hablamos del reino de los rascacielos, sin duda, el elemento que mejor las define, porque probablemente no encontremos nada que nos permita descifrar mejor el capitalismo y la sociedad de consumo que este “automonumento”, como los llamó el arquitecto Rem Koolhaas en Delirious New York (1978), un libro convertido ya en un clásico.  Surgido en Chicago a finales del XIX, el rascacielos  encontró su hábitat natural en Manhattan, hasta el punto de convertir Nueva York en el prototipo de la ciudad moderna, la más hiperbólica, su imagen más icónica; la más monumental también, si aceptamos la consideración de Koolhaas. De allí pasaron al resto del mundo hasta convertirse en un símbolo de nuestro tiempo y de su deshumanización, en muy poco tiempo, “cien años han bastado para hacer las ciudades inhumanas”, escribe Le Corbusier. Los rascacielos llegaron incluso a la invisible ciudad de Zirma, de la que cuenta Calvino que “los viajeros vuelven con recuerdos bien claros: un negro ciego que grita en la multitud, un loco que se asoma por la cornisa de un rascacielos, una muchacha que pasea con un puma sujeto con una trailla. En realidad, muchos de los negros que golpean con el bastón el empedrado de Zirma son  negros, en todos los rascacielos hay alguien que se vuelve loco, todos los locos se pasan horas en las cornisas”.

‘Obreros almorzando durante la construcción del Rockefeller Center’, 1932.

Le Corbusier llamaba a las catedrales góticas “el rascacielos de Dios”, y es que estas gigantescas torres de cemento, acero y cristal se yerguen como orgullosas herederas de la relación histórica que desde la antigüedad se ha establecido entre arquitectura y poder. Podría hablarse de una poética de la torre, vinculada a esa aspiración de acercarse al cielo, de dominar el mundo desde la altura, una sensación comprensible para cualquier viajero que se alce hasta la cima de los grandes rascacielos neoyorquinos, y contemple la hipnótica visión de la ciudad vertical frente al mar que se despliega ante sus ojos. Desde allí la ciudad ofrece su rostro más fascinante, una impúdica exhibición de megalomanía, un éxtasis ante la arquitectura que ha inspirado sistemáticamente a sus espectadores, dice Koolhaas. Como el poeta Jorge Guillén, que impresionado por el juego de líneas y volúmenes de la ciudad escribió “Rascacielos”, uno de los poemas de Maremágnum (1957): «Sobre el compacto caserío / Que dividen las paralelas / De unas calles—sin corruptelas / En quiebros curvos por el río / Del Azar— se levanta frío  / Cálculo o fervor de intelecto,  / Otra Ciudad: empuje recto, / Que elevándose hacia el futuro / Prefiere tajante el gran muro, / Abstracto como su proyecto».

Como acostumbra, Guillén elige cuidadosamente las palabras, las coloca con la precisión de un arquitecto, prescinde de adornos y convierte en pura poesía el frío lenguaje de la geometría, para así descubrirnos la auténtica esencia del rascacielos, cuya altura no obedece tanto a un vano intento por alcanzar el cielo sino elevarnos hacia el futuro. El poeta nos muestra la aparente contradicción de Nueva York, que en realidad no lo es, la de dos ciudades superpuestas, una casi inmutable, eterna; la otra efímera, en cambio permanente.

La primera de ellas está a ras de suelo, en las calles paralelas y rectas dibujadas sobre el suelo de Manhattan. La rigidez del más famoso plano en damero de la historia se ha mantenido inquebrantable desde que se adoptó en 1811, preservándola de la metamorfosis que toda ciudad experimenta con el correr de los tiempos, a salvo de los “quiebros curvos por el río del Azar”. Al igual que Zaira, otra de las ciudades invisibles de Calvino, Nueva York “no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles”. Podría decirse que han sido esos trazos regulares de noventa grados, los que han permitido a la ciudad mantener su identidad por encima de los constantes cambios experimentados a lo largo de los dos últimos siglos.

Rascacielos del Bajo Manhattan (2022).                                                                                                                                                       FOTO: Gonzalo Durán.

La otra ciudad de la que habla Guillén introduce una tercera dimensión, es la del empuje recto que se eleva hacia el futuro, conformada por los grandes rascacielos que dibujan el compacto caserío del que habla el poeta. Aprisionado entre las orillas del Hudson, del Harlem y el East River, Manhtattan es un espacio limitado y exiguo, incapaz de satisfacer la insaciable voracidad de sus pobladores, donde todo se construye, se derriba y se vuelve a construir otra vez pero de forma diferente. Es ahí, en su famoso skyline continuamente modificado, donde todo es breve, donde la ciudad se vuelve efímera.

Otro escritor, Nabokov, preguntado por la ciudad a la vuelta de su primera visita, expresó también con gran agudeza esa misma contradicción, “encontré lo que esperaba: un inmenso desorden vertical, colocado encima de un orden horizontal cuadrado”. Para Le Corbusier, cuyo evangelio era el orden arquitectónico, Nueva York no podía ser más que una catástrofe, “pero una bella y digna catástrofe, aquella que un destino demasiado presuroso ha precipitado sobre hombres de fe y coraje. Nada se ha perdido; […] Aún le chorrea el sudor producido por tanto trabajo, pero se encuentra en ese momento, en que secándose la frente, uno mira su obra y, de pronto, piensa:»Sí, la he emprendido mal. ¡Volvamos a empezar! Nueva York está en tan buena forma de valor e impulso que todo puede ser retocado, repuesto en obra, para ir a algo más grande aún, pero algo debidamente domeñado” (Cuando las catedrales eran blancas, 1937).

Por entonces Nueva York todavía tenía mucho de aquella «ciudad provisional” que recordaba Henry James de sus años de juventud, en la que los cambios se sucedían vertiginosamente. Hasta bien entrado el siglo XX la transformación urbana no parecía tener fin y no puede decirse que hubiera mucha conciencia del valor y la importancia que  tenía el patrimonio urbano, aquello que Halbwachs llamó “memoria colectiva”. El derribo de la antigua estación de Pensilvania en 1963, en la confluencia de la Séptima Avenida con la Calle 33 (donde actualmente se levanta el Madison Square Garden), marcó un antes y un después en la defensa del patrimonio arquitectónico y cultural.  Para entonces ya eran muchas las voces que calificaban estos derribos de vandalismo arquitectónico. Un año antes se había creado la Landmark Preservation Comission para la conservación de los monumentos históricos, pero con muy pocas competencias e incapaz de impedir el derribo de la histórica estación. La cosa comenzó a cambiar a partir de 1965, cuando se aprobó la Ley de Preservación de Monumentos Históricos de la ciudad de Nueva York, cuya lista ha ido incluyendo cada vez mayor número de bienes. El resultado es una ciudad de fuertes contrastes arquitectónicos que ofrece imágenes de edificios neotudor, victorianos, neogóticos o Beaux-Arts, por ejemplo, empequeñecidos, cuando no directamente sepultados, por sus vecinos, gigantescos rascacielos que a su vez también son de estilos muy diferentes entre ellos mismos.

Iglesia de la Trinidad en Manhattan.                                                                                                                                                        FOTO: Gonzalo Durán.

La lista de edificios o espacios protegidos ha crecido hasta alcanzar en la actualidad más de 37.000 bienes, la mayoría de titularidad privada. Como es fácil de entender, en una sociedad donde el capitalismo se vive de forma tan intensa, no son pocos precisamente los que ven en la ley una intolerable injerencia del Estado en el ámbito de los derechos individuales. El debate está servido. De una parte, los que aspiran a conservar y preservar intacta la ciudad que heredaron, su estética, su historia. De la otra, los que, como pedía Le Corbusier en los años 30 del siglo pasado, no sólo reclaman, exigen el derecho a construir su propia ciudad y consideran que tal afán proteccionista amenaza con convertir Nueva York en una reliquia del pasado, negándole su propia esencia, que no es otra que la espontaneidad y el vertiginoso dinamismo que la han hecho ser precisamente la ciudad fascinante que es hoy. Argumentan, por ejemplo, que muchos de los edificios más icónicos de la ciudad no hubiera sido posible levantarlos hoy con estas restricciones. Recuerdan que el antiguo Hotel Waldorf Astoria, con todas las historias que encerraban sus paredes, se derribó para construir el Empire State Building (1931); como también se derribó el antiguo edificio del Manhattan Life Insurance (1894), el primer edificio de la ciudad en superar los cien metros de altura, para construir el One Wall Street Building (1929-1931), considerado ahora un hito del art decó, por poner tan sólo un par de ejemplos.

En cualquier caso, no con la intensidad de antaño, Nueva York ha seguido avanzando, manteniéndose a la vanguardia de la arquitectura como un referente, en un difícil equilibrio entre la ciudad efímera y la ciudad eterna, sin dejar de ser ese gigantesco laboratorio del que hablaba Koolhaas en el que se han ido probando las grandes corrientes arquitectónicas de los dos últimos siglos, hasta el punto de considerarlo “la piedra Rosetta del siglo XX”. Quizá en próximos artículos tengamos la oportunidad de ahondar algo más en este tema y abordar algunas de las últimas incorporaciones al paisaje arquitectónico neoyorquino.

Sólo el tiempo nos dirá si Nueva York mantendrá viva esa capacidad permanente de regeneración, por cuánto tiempo seguirá siendo como Eufemia, “la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio”; o si por el contrario (lo más probable), si terminará sucumbiendo al destino de Zora, que “obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, […] languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha olvidado”, nos cuenta Calvino.

 

Imagen de portada: Vista del Midtown de Manhattan desde el Rockefeller Center (2022). Foto de Gonzalo Durán.
Gonzalo Durán

Autor/a: Gonzalo Durán

Gonzalo Durán es profesor. Desde hace varios años se dedica a la divulgación del arte a través del blog 'Línea Serpentinata' y colaboraciones en diferentes medios de comunicación.

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