Las ciudades aumentan en extensión por motivos económicos, para dar cobijo a quienes llegan para engrandecerlas, pero también se acrecienta su alma con las memorias de sus habitantes nuevos. Conozco pocas ciudades que tengan un alma tan bien reconocible como Lisboa. A pocas capitales he viajado tanto, pareciéndome cada vez tan novedosa y, a la vez, siempre coincidente. En La Mouraria, como en tantos otros lugares (San Francisco en Bilbao, o Lavapiés), un barrio céntrico, antiguo, se fue despoblando de quienes se creyeron la llamada de las urbanizaciones, quedándose los fieles, ya fuera por decisión propia o por necesidad, viendo como el municipio desatendía los cuidados, se desentendía del abandono. Ese deterioro bajó los precios y al barrio fue llegando un vecindario nuevo, diverso, vital, preocupado, por supuesto pobre. Dicen que La Mouraria es hoy, junto a Intendente y Anjos, los barrios de mayor agitación cultural de Lisboa. Tan de moda están que corren el riesgo de que los nuevos ricos de la modernidad quieran volver a hacer allí toda una limpieza étnica económica, con el pretexto de la rehabilitación, como en tantas partes.
Lo mejor es conocer el barrio de noche, sin un rumbo fijo, sin caer en la tentación de buscar ese local que llevamos apuntado. En ese deambular se puede llegar al Beco das Farhinas, un callejón estrecho en cuyas fachadas cuelgan fotografías hechas por Camilla Watson a personas mayores de setenta años, de esos fieles que se quedaron, que viven allí mismo: fotos de Doña María con un ramo de margaritas, de Doña Antonia asomada a su ventana, del Señor Javier atendiendo su tasca, más pequeña que un garaje y donde, por supuesto, fuimos enseguida a tomar unos tintos a granel, mientras leíamos periódicos y folletos de supermercados. En esa misma calle, tomando su nombre, está el Restaurante Rua da Sâo Cristóvao, con cocina de Angola y de Cabo Verde. Lo dirige, desde hace más de treinta años, María Levy, que nació en el archipiélago caboverdiano, como Cesária Évora, de la que cuelgan fotos en las paredes. Cuando le parece, María se arranca a cantar bastante bien, en un desahogo que tiene poco de gancho turístico porque apenas hay turistas en el local, frecuentado por africanos. Empezamos con un Pastel de feiras, unas empanadillas vegetales fritas, de su archipiélago. De allí procede también la Gallinha caboverdiana, un guiso de gallina o pollo, con patatas y yuca, cuya salsa se engorda con harina de maíz, y se sirve con arroz blanco. De la cocina angoleña probamos el Calulu, un Moamba de pescado, que toma su nombre de la moamba o moambé, una pasta elaborada cociendo nueces frescas de palma y triturándolas. El guiso lleva, además del pescado, trozos de calabacín, de berenjena y de okra. Se acompaña con Funge de milho, una polenta de harina de maíz. Terminamos con un Doce de côco, una bomba energética a base de caramelo fundido, coco, más azúcar, mantequilla y ralladura de lima.
Volviendo hacia atrás, cerca del callejón de las fotografías, en Rua da Sâo Lourenço, está Cantinho do Azis, donde Kalih Aziz y Jeny Sulemange, ofrecen recetas del Mozambique donde ambos nacieron. Cada mesa lleva el nombre de un pueblo de su país, cubiertas con capulanas, unos paños deslumbrantes que las mujeres usan a veces como faldas. En las paredes cuelgan fotos de personajes populares allí o frases que, en su idioma, invitan a comer, o enseñan a dar las gracias: kanimambo. Para empezar unas Chamuças, las samosas hindúes que llegaron al país cuando Goa era otra colonia portuguesa. Con relleno de pasta de alubias o de garbanzos, llevan batata y cilantro, con especialidades de carne o totalmente vegetarianas. Luego, Makoufe, un guiso de distintas coles cocinadas en salsa de cacahuetes y coco, acompañadas de gambas y pata de cangrejo. Como plato de carne, un Chacuti de cabrito, donde también se aprecia la influencia hindú: una tipo de caldereta donde la carne conserva sus huesos para dar mayor sabor a una salsa muy especiada de coco tostado, que se acompaña de un arroz blanco con más coco. De postre, Bebinka, un dulce hecho con huevos, harina y coco. Para beber, cervezas del país, como la 2M o la Laurentina.
Este recorrido por el barrio puede incluir, aunque no dejan de ser encuentros casuales, A Cartuxinha, en Rua das Farinhas, un restaurante de Santo Tomé y Príncipe, con algo de salón familiar, incluido unos niños de la casa que ven dibujos animados en el televisor. Adelino y Belinha, que antes tuvieron una pescadería, llevan este local con evidentes influencias portuguesa en el Bacalhau à Braz o el Pastel de peixe, ya al gusto de sus islas, crujientes, de sabor potente y picante, que se presentan con chiles fresco picados, para quien no tenga bastante pique. De su país hacen Kizaka vegetariana o de pescados, normalmente sarda o jureles. La kizaka es una salsa espesa hecha con coco y hojas de yuca cocidas y majadas en mortero. A veces, no siempre lo tienen, hacen la versión isleña del Calulu, guiso de pescado o carne, que lleva tomate, ajo, berenjenas, okra, espinacas, fruta del pan y aceite de palma. Se acompaña de Angú, una bola de plátano machacado y con Pirâo de milho, una polenta de maíz. Se puede terminar con Izaquente, una especie de frijol, cocido en leche de coco, azúcar y canela. Al descender, camino al refugio, encontramos otros cobijos mejores, bares con murales coloristas y banderas, donde la música africana era una forma de reivindicarse.