Rafael Gil (1913-1986) fue sin duda un cineasta de éxito, si atendemos al hecho de que su prolongada carrera, desde el estreno de su primera película de ficción, El hombre que se quiso matar (1942), hasta las inevitables humoradas coyunturales que, como tantos otros, hubo de filmar durante los años 70 y 80, no conoce interrupciones y parece orientada siempre hacia géneros y asuntos destinados a ganarse el favor del público. Desde ese punto de vista, no resultan del todo injustos los calificativos que buena parte de la crítica le ha aplicado: prolífico y convencional; que han allanado el camino para esa especie de contrapartida al éxito en vida que parece reservada a esta clase de creadores: el menosprecio y el olvido, tras su muerte.
Pero basta repasar la larga filmografía de Rafael Gil para comprobar que es, sin duda, uno de los directores más sólidos y con más personalidad con los que ha contado el cine español. Lo demostró ya en su debut, la ya mencionada El hombre que se quiso matar, basada en una novela de un escritor de entonces a quien quizá podría aplicarse también las consideraciones que hacíamos antes a propósito del éxito en vida y el olvido posterior: el gallego Wenceslao Fernández Flórez. El humorismo entre tierno y desgarrado de este autor, su capacidad para combinar melodrama y esperpento, encontraron en el cine de Rafael Gil el vehículo perfecto para llegar al gran público. Historias como las que se cuentan en Huella de luz (1943) o Camarote de lujo (1959) combinaban una visión entre ácida y cínica de la dura realidad del momento con una especie de apuesta por la huida imaginativa o la reducción al absurdo de los problemas planteados. No era, no podía ser –lo prohibían las circunstancias– un cine con proyección política o social –aunque Camarote de lujo, con su despiadada crítica de la corrupción empresarial y administrativa, no quedaba muy lejos–, pero sabía esquivar inteligentemente la tentación escapista y ponía al espectador en el trance de cuestionarse algunas cosas.
De que Rafael Gil –que no adaptó solo a Fernández Flórez, sino también a autores como Pedro Antonio de Alarcón (El clavo, 1944) o Enrique Jardiel Poncela (Eloísa está debajo de un almendro, 1943)– aprendió la lección implícita en la mirada del novelista gallego ha quedado elocuente constancia en las películas en las que filmó historias escritas directamente para la gran pantalla, ya fueran por él mismo, o por el también prolífico y socorrido guionista Vicente Escrivá, una de cuyas virtudes era su capacidad de adaptarse incondicionalmente a los requerimientos de los directores con quienes trabajaba. De la colaboración, en efecto, entre Gil y Escrivá surge, por ejemplo, una película tan sorprendente como De Madrid al cielo (1952), sin duda mucho menos conocida que las que hemos citado hasta ahora, aunque en absoluto inferior. Merece quizá la pena detenerse un poco en ella, siquiera sea para aprovechar la circunstancia de que la ha emitido recientemente el heteróclito canal Somos, dedicado al cine español, y es posible que algún espectador curioso haya reparado en ella.
Como suele ocurrir en muchos relatos de Fernández Flórez, en efecto, De Madrid al cielo esquiva referirse directamente a la realidad contemporánea y prefiere situarse en esa especie de espacio ucrónico al que cabe referirse como los tiempos de “antes de la guerra”, entendiéndose por tal, no el conflicto civil de 1936-39, sino la Gran Guerra Europea de 1914-18, bajo la previsión de que la censura consideraría inocua cualquier pretensión de crítica política o social referida a esos tiempos lejanos. De Madrid al cielo se ubica, por tanto, en un impreciso espacio temporal que deja transparentar más o menos las modas y circunstancias de finales del siglo XIX, aunque la llegada a Madrid de las protagonistas –una madre extremeña y sus dos hijas, una de las cuales quiere triunfar como cantante en la capital– en un tren de mercancías inconfundiblemente contemporáneo deja una primera secuencia de sabor precozmente neorrealista. A partir de ahí, Gil y su guionista combinan con maestría los elementos de un melodrama convencional –la historia de una buena chica que quiere triunfar en los escenarios y se enfrenta a toda clase de contrariedades– con otros que dejan entrever una indagación de mayor alcance en el eterno problema de alcanzar la realización personal en una realidad rígidamente compartimentada. En una de las escenas más sorprendentes de la película, la protagonista –la magnífica soprano María de los Ángeles Morales, en el que fue su último papel en el cine, antes de su temprana retirada–, que busca desesperadamente un empleo en Madrid, acude al reclamo de un anuncio que pide una cantante… para una fantasmal orquesta de músicos indigentes que se gana la vida tocando a las puertas del restaurante Fornos. Llaman la atención las pretensiones de dignidad del director de la orquesta y las magníficas caracterizaciones de sus músicos, así como el escenario de la insólita entrevista de trabajo, que remite a los antros subterráneos en los que se ubica la “Corte de los Milagros” de Hugo o, más cercanamente, al escenario en el que se reúne el tribunal del hampa que juzga al protagonista de M., el vampiro de Düsseldorf (1931) de Fritz Lang.
Ni que decir tiene que la chica rechaza ese singular “empleo”, por más que las circunstancias la obligarán a aceptar otro no mucho más respetable, según los prejuicios de la época: el que le ofrece un cabaret al que van a divertirse las clases altas. Antes, la chica había ofrecido sus servicios al cura de una parroquia, con el resultado de que éste la propone que participe –sin cobrar, naturalmente– en un evento caritativo organizado por damas de la alta sociedad, que ni siquiera se percatan, mientras dan cuenta de un suculento banquete, del hambre atrasada que la cantante arrastra. Mientras tanto, se desarrolla una convencional historia amorosa entre la cantante y un pintor bohemio que, después de triunfar en París y descubrir, a su vuelta, las penosas circunstancias en las que vive su amada, idea un plan –muy similar al que la actriz aspirante Eva Carrington llevará a cabo años después en Eva al desnudo (1950) de Joseph L. Mankiewicz– para que ésta consiga arrebatarle el papel principal a una famosa cantante que previamente, por celos profesionales, le había privado de la posibilidad de trabajar en su teatro. Pero el verdadero punto final de la película no es el previsible triunfo de la protagonista, sino el cínico colofón, con un apropiado toque surrealista, que aporta el entonces popularísimo actor cómico Manolo Morán en su papel de cochero que siempre ha ayudado a las tres mujeres, paisanas suyas, y que, al tener en sus manos uno de los ramos de flores que testimonian el triunfo de su protegida… le da un uso que nos resistimos a revelar, pero que deja en el espectador la sensación de que, de nuevo, la película brillantemente ha ido más allá de lo previsible para situar al espectador en el terreno del asombro divertido y de la inteligencia gratificada por el entendimiento de un guiño que rompe las convenciones.
Y así acaba De Madrid al cielo: una película que, sin duda, merece ocupar un lugar destacado entre las muchas notables que hizo Rafael Gil.
28 mayo, 2019
No has mencionado la que quizá sea su mejor película (y con una clara proyección social): «La calle sin sol». Un abrazo.
28 mayo, 2019
Tienes razón. Quizá la he omitido por eso: porque es una película que tiene su puesto acreditado en la historia del cine español y es sobradamente conocida. Pero, evidentemente, si reviso alguna vez el artículo para convertirlo en un pequeño ensayo, habrá que ser más exhaustivos. Muchas gracias y un abrazo.