Los muros del Kremlin

Entre 1937 y 1938 cerca de tres mil niños españoles fueron evacuados a la Unión Soviética en campañas organizadas por el gobierno republicano, que así intentaba alejarlos de los bombardeos, las represalias políticas de los sublevados y la desnutrición cada vez más acuciante que los amenazaba. Las campañas de evacuación fueron organizadas por el Ministerio de Instrucción Pública, que desde 1931 había asumido la tarea de una profunda reforma pedagógica que quedó frustrada por la Guerra Civil.

Eso es lo único que añoraba de Moscú: la primavera. Lo había pensado mientras el avión realizaba su lentísima maniobra de aterrizaje planeando sobre el bosque Bitsa, mientras contemplaba sobrecogida los tilos, robles y abetos que durante varios kilómetros componían el espejismo de un mundo virgen y fortificado, inviolable. Creyó ver, entre los árboles, el tejado de aquella escuela en la que pasaba parte de los veranos infantiles, una escuela con perros y gatos para jugar al escondite y con libros en español, libros con canciones españolas a las que su madre sabía poner música, a todas: «Tengo los ojos azules, tengo los ojos azules, ay ay, y el corazoncito igual que la cresta de la lumbre…». Y recordó a Nicolás, el alumno preferido de su madre, el niño que sabía escribir en español pero que se negaba a hablarlo. Era asombroso, probablemente el primer artista que conoció. Un día la maestra escribió en la pizarra “mamá” y lo invitó a copiar la palabra. Nicolás se levantó, muy diligente, de su pupitre y reprodujo con letra exquisita lo que la maestra había escrito. «Muy bien, ahora léelo», y él (en ruso): «ah no, yo solo sé dibujarlo, lea usted, que es la que sabe».

Ilustración de ZOCar.

Había acordado con Enrique Veintimilla pasar, antes del funeral, por la Casa de los Niños de la Guerra, «vamos a reunirnos allí unos cuantos amigos de tu madre, los que quedamos, para cantar un poco en su memoria». Calculó el tiempo y decidió ir paseando por la orilla del Volga, reconocer el río, hacerse con su olor, deshilachado en la memoria por tanto tiempo de vida junto al mar. El Caribe no tiene primavera. Se le hizo tarde porque los muros del Kremlin dan siempre la sensación de brevedad y luego se tarda horas en recorrerlos, es verdad, mamá, lo había olvidado, se encontró diciendo en voz alta, casi extenuada.

En la Casa de la calle Arbat, un puñado de ancianos la recibieron con abrazos, lágrimas y tortas de manteca, pero no con tristeza. «¿Has traído la arena, Carmentxu? –se adelantó a decir Enrique-; esto lo dejó tu madre para ti, son libros de tu antigua escuela, me dijo que los dejaras en España, para que allí aprendan los niños a leer, seguía creyendo que allí los niños pobres no van a la escuela, a lo mejor por eso nunca quiso volver». «Qué tontería, no quiso volver porque en España hay reyes, y tu madre podía con cualquier cosa, menos con los reyes», atajó, enérgica, Josefina.

Tras el funeral, esparció la arena de la playa de Plentzia sobre la tumba de su madre, abrió un libro escogido al azar de entre los de la maleta que le había dado Enrique y leyó a modo de despedida: «La luna es un pozo chico, las flores no valen nada, lo que valen son tus brazos cuando de noche me abrazan».

María Jesús Ruiz

Autor/a: María Jesús Ruiz

María Jesús Ruiz es doctora en Filología Hispánica, profesora de la Universidad de Cádiz, ensayista y narradora. Es especialista en literatura de tradición oral y patrimonio cultural inmaterial. Sus últimos libros publicados sobre el tema son 'El mundo sin libros', ensayos de cultura popular (2018) y 'Lo contrario al olvido', de memoria y patrimonio (2020).

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