La poesía de ida y vuelta de Louis Brauquier

‘Tierra adentro’. Louis Brauquier. Edición y traducción de Marie-Christine del Castillo. La Veleta. Granada, 2023. 376 pp.

El título que Marie-Christine del Castillo ha elegido para esta primera edición en castellano de la poesía del francés Louis Brauquier (1900-1976) es también una indicación de cómo leerla. La vida y obra de Brauquier, en efecto, transcurren en esa dirección: tierra adentro, desde una juventud marinera y cosmopolita hacia una madurez y vejez firmemente asentadas en el terruño. Da la casualidad, también, de que ese discurrir vital en dos fases encuadra su poesía en dos momentos muy reconocibles de la poesía europea: primero, en el optimismo viajero, colonialista y presuntamente civilizador que se manifiesta en la obra de diversos poetas de finales del siglo XIX y primer tercio del XX, desde el británico Rudyard Kipling, cuyo libro The Seven Seas podría considerarse el hito fundacional de esta veta temática, al sueco Harry Martinson o el heterónimo pessoano Álvaro de Campos –y ya es significativo que Fernando Pessoa quisiera incluir, en su constelación de poetas inventados, uno que exaltara la navegación, el dinamismo de los puertos, la inmediatez de las comunicaciones y el vigor del comercio–. La influencia de Kipling bien pudo llegar a Brauquier directamente, bien a través de los poetas que leyó en su juventud: significativamente, como indica la traductora, el muy viajero Blaise Cendrars y el exótico Saint-John Perse. En España, descontando el precedente más o menos decorativo que supone la poesía “marinera” de los modernistas Fernando Fortún y Tomás Morales, esta corriente viajera y cosmopolita no aflorará más que en contados momentos de la poesía de la Generación del 27, con el indiscutible precedente que supone el Diario de un poeta recién casado (1917) de Juan Ramón Jiménez: la temprana liquidación de los restos del imperio ultramarino bien pudiera ser la causa de que la poesía española apenas se asome al mar hasta ese primer gesto de apertura.

Señalamos todos estos precedentes y concomitancias contemporáneas porque no deja de resultar curioso que, tras una primera lectura, el conjunto de la obra de Brauquier resulte para algunos lectores un tanto demodé o fuera de su tiempo. No es el caso, desde luego. Tampoco puede apreciarse ese desfase en su segunda etapa, la que incluye los libros publicados tras su regreso a Francia y el abandono de la profesión marina: el realismo meditativo de estos poemas, de nuevo, coincide con otra de las corrientes imperantes en la poesía coetánea en toda Europa, la que se escribió después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué es, entonces, lo que convierte a Brauquier en un “raro”? Su condición, seguramente, de poeta al margen de los círculos literarios; su temprano retiro al mundo rural; y, sobre todo, el hecho de que su poesía no acuse en ningún momento el impacto del Surrealismo y otras vanguardias; quizá porque, cuando éstas hacían más ruido, Brauquier estaba lejos de Francia, y esa lejanía se prolongaría en el forzado exilio que hubo de sobrellevar al quedar atrapado, durante la guerra, en el Shanghai ocupado por los japoneses.

Éste es, pues, Louis Brauquier: un poeta a caballo entre dos momentos cordiales, comunicativos, incluso diríamos que optimistas, de la poesía europea, y al margen de sus episodios más convulsos. Por eso resulta tan grata su lectura: en su poesía no hay gesticulación, no hay voluntad de sorprender o desconcertar, sólo constatación de lo vivido y una discreta enunciación, nada grandilocuente pero siempre justa y sensible, de las posibles enseñanzas y conclusiones que el poeta saca de su experiencia.

Decíamos que en su trayectoria poética se aprecian dos etapas, cada una con su propia evolución interna hacia sus mejores frutos. En la primera, la que toma como asunto casi exclusivo el mundo de la navegación, los entornos exóticos y el dinamismo del comercio y los viajes, y que podría enmarcarse entre 1922 y 1941, Brauquier evoluciona poco a poco desde el entusiasmo juvenil que siente hacia su materia poética –véase “Calle marítima”, el poema que abre esta antología: una exaltada enumeración de todo lo que contribuye al cosmopolitismo de una calle en una ciudad portuaria cualquiera– hasta el sereno tono elegíaco con el que se referirá a hombres que, como él, han dedicado su vida a los oficios del mar, y en los que parece ver un retrato anticipado: el propio Rimbaud, por ejemplo, que, siguiendo un camino inverso al de Brauquier, abandonó tempranamente la poesía para dedicar el resto de su vida a dudosas aventuras ultramarinas; o, en un terreno más personal, su amigo Hugh M. Bradley, “wharfinger” o encargado de muelle, a quien dedica una serena elegía en el libro que constituye la cima de esta etapa, significativamente titulado Liberté des mers (1941).

Le quedaba poco tiempo entonces a esa “libertad de los mares”. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Brauquier queda confinado en el Shanghai invadido por los japoneses. La poesía de estos años, que publicará en 1950, se tiñe de una nostalgia que lo mismo tiene como objeto la antigua movilidad aventurera, ahora prefigurada en el vuelo de unas “aves de paso”, que la tierra nativa, simbolizada por el recuerdo de un caserón de la Camarga. No es de extrañar que, tras este claustrofóbico intervalo, el poeta navegante siga el consejo que Tiresias dio a Ulises: echarse el remo al hombro y no parar hasta llegar a un sitio donde confundieran ese objeto con una pala de panadero. Al cultivo de la poesía se unirá entonces el de la pintura, y de esa confluencia nace, por ejemplo, “Peinture” (“Pintura”), la extraordinaria serie de poemas pictóricos que incluye en su libro Feux d’épaves (Fuegos de pecios), publicado en 1970, en los que contrapone la evocación más o menos visual de tierras lejanas (Numea, Sidney, etcétera) a la imagen recuperada, no necesariamente complaciente, de París o del entorno rural en el que a partir de ahora transcurre la vida del poeta, y cuyo silencio y soledad le resultan más bien inquietantes: “Nada. Como en las casas / donde se encierra en el desván a una hija loca, / o se callan durante años terribles crímenes”.

Louis Brauquier.

La resignada reconciliación, la culminación de este singular viaje “tierra adentro”, llegará en el último y quizá el mejor de sus libros, Hivernage (Invernada), publicado póstumamente en 1978, y que contiene poemas tan estremecedores como “La noche y el silencio”, dominado por un horizonte que cabe en un alejandrino: “Campiña desolada, tierra densa de lluvias”; o el titulado “Irreparable”, que es una reflexión sobre el paso del tiempo, que huye “como si ya estuviese harto / de ser amenazado por imbéciles, / ser vilmente empleado para esos menesteres / que, a la larga ya no le interesan”. Los versos citados pueden hacer pensar en un Brauquier profundamente infeliz en su nueva vida monótona y sedentaria; y, sin embargo, el efecto del conjunto de esta poesía final sobre el lector es muy otro: en este paisaje gris los recuerdos de la juventud lucen, si cabe, más intensos: “hasta el último instante puedo soñar con ella”. Y a ese oficio, el de evocar lo vivido y lo perdido, en medio de un marco rural y campesino que también merece consideración, dedicará el poeta estos últimos años, urdiendo “ensoñaciones vanas… / que a veces, sin embargo, van destinadas a otros”. ¿Qué mejor enunciación de una de las posibles utilidades de la poesía?

De los ejemplos citados cabe deducir el tono y estilo adoptado por la traductora; que, como Brauquier, opta por un verso métrico regular en el que el lector, como ocurre ocasionalmente en el original, ha de asumir pequeñas licencias acentuales o prosódicas. Igualmente, cuenta como mérito de esta traducción el que rehúya la mera traslación literal de vocablos y prefiera soluciones léxicas económicas y expresivas, como esas “aves de paso” que citábamos antes y que reinterpretan el “oiseaux migrateurs” del original, que un traductor apegado al texto hubiera traducido como “aves migratorias”; o ese “a media tarde” con el que traduce un aparatoso “au milieu de l’après-midi” que a más de uno se le hubiera atascado. Brauquier, hay que decirlo, suena muy bien en castellano. Un aliciente más para leerlo.

José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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