A Federico, el italiano, con unas violetas

Mi padre va a un cine gaditano. Proyectan La strada. Sopla un viento de posguerra. Mi padre escribe para el Diario un artículo titulado “Algo sobre cine”. Escribe sobre La strada y sobre Federico. En sus mundos cruza a dos Federicos inmortales, al poeta granadino fusilado por la sinrazón bélica y al cineasta italiano: “Ciertamente Federico Fellini es el director de más personalidad con que cuenta hoy el cine europeo. Solo conozco de él La strada, que tan poco tiempo ha durado en la cartelera gaditana mientras La panadera y el emperador, de Romy Schneider, se ha mantenido sin dificultades. ¿Por qué?… La razón es bastante desagradable. Al público no le interesa el buen cine, buen cine, que no incluye únicamente calidad técnica, sino además, acento humano y exquisita belleza”.

Una escena de ‘La strada’ de Federico Fellini.

Mi padre ha muerto. Ahora soy yo el que lee el guión de El viaje de Mastorna, la película imposible de Fellini, en un autobús que me lleva hasta Sevilla. Importa la edición y el año: Ollero & Ramos Editores, 1995. Arrastro el fardo de una juventud melancólica e indolente, pero el cine me cobija en las noches de sueño interrumpido.

Volver a Fellini como si uno volviera al hogar de los descubrimientos. Vuelvo a ver Las noches de Cabiria. Maravilla filmada. Esa Giuletta, ternura rasgada, prostituida que duele en el corazón. Obra mayor del cineasta que me hace pensar en lo que escribió mi padre, en eso del acento humano. Cuanto se echa de menos en el cine de ahora el acento humano. Y Fellini lo ponía, sin cargar las tintas, con la verdad de quien filmaba sin aspavientos.

Suena Nino Rota mientras escribo. Viajo de aquel artículo de mi padre a un artículo de Fernando Quiñones sobre el Satyricon. Corría el año 1975. Quiñones se rinde ante el Fellini fieramente y dulcemente romano: “¿No tiene mucho que ver —se pregunta— la elegante, vacua y vagabunda horda de La dolce vita, película del presente, con la colección humana del Satyricon?» Imagino, leyendo a Quiñones, a Fellini paseando por un Cádiz imaginario, apresando las estampas de la vieja y antiquísima Gades, leyendo a Petronio en un café lleno de espejos. Federico, el italiano, entre flamencos por el barrio de Santa María, cruzándose con alguna que otra Cabiria con la flor del desengaño en la mirada.

Giulietta Masina en ‘Las noches de cabiria’.

Prosigue Rota, pero me paso a Beethoven y cruzo aniversarios. Federico con Ludwig y unas violetas adornando la cabeza de Sandra Milo. Y escojo ese momento de Las noches de Cabiria en el que suena la quinta sinfonía de Beethoven en casa del actor Alberto Lazzari. El mambo de la noche festiva y el mundo detenido del músico de Bonn. Y entre medias Nino Rota que no sería sin Fellini como Fellini no sería sin Rota.

Habito la canción de Federico. Lloro con Cabiria en un bosque de sombras, de desdichas vitales. Y pienso en el cine que me sustenta, que me habita, que me salva mientras Nino Rota no calla su música. Y todo está hermosamente en calma en la noche romana y gaditana de memoria y deseo. Mi padre sigue escribiendo aquel artículo para el Diario. Y Quiñones el suyo. Y yo sigo viajando en aquel autobús leyendo El viaje de Mastorna.

Luis García Gil

Autor/a: Luis García Gil

Luis García Gil (Cádiz, 1974) une en su ya amplia obra editada la literatura, el cine y la canción de autor. Poeta y ensayista, en su obra se han cruzado Woody Allen, François Truffaut, Joan Manuel Serrat y Clint Eastwood.

Comparte en
468 ad

Envía un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *