Diario en la frontera: Vecinos nuevos

Cada cierto tiempo dejo lo que esté haciendo y me asomo a la ventana. Por si ha ocurrido algo. Es cierto que ahora nuestras expectativas de lo que consideramos extraordinario se han achatado tanto que ya cualquier novedad nos parece merecedora de ser contada. Como parecía previsible suceden más cosas en la placita pública que en el patio interior, aunque también me hipnotice el gato de mis vecinas cuando sale a cazar halcones que solo él ve, brincando entre las jardineras, sin quebrar una sola planta, mientras su dueña las arregla al sol y su marido corta unos tubos con la rotaflex, entre sorbos a un vino demasiado largo como para no llevar gaseosa.

En las otras vistas, las de la plaza, me fijo en los furgones que les reponen mercancía a la tiendecita que vende chucherías y litros de cerveza, camionetas cada vez más grandes y con viajes más frecuentes. Desde hace unos días, ya no solo vienen intermediarios del reparto sino también vehículos con el membrete de marcas de bebidas muy conocidas. En su puerta, gente con mascarillas improvisadas con pañuelos y bufandas, o abiertamente bajadas hasta el cuello, aguarda un turno confuso sin renunciar al chascarrillo. La cola del estanco, justo al volver la misma esquina, vista desde mi altura, parece más disciplinada, lenta y circunspecta. No soy el único que se asoma a mirar si ocurre algo. Algunos vecinos de los bloques enladrillados de enfrente también se apuntan a esta ronda de curiosidad ajena, que comparten con animada conversación con los balcones cercanos. Y es cierto que a veces ocurre algo.

En una de estas mañanas soleadas veo que una mujer, quizás cincuenta y pocos años, empuja una silla de ruedas en la que va sentada otra mujer, quizás de setenta-casi-ochenta; quizás su madre, natural o política. Se paran junto a uno de los bancos de la plaza, donde ninguna sombra tapa el cañonazo de calor que baja del cielo. Allí, sentadas las dos, pasan quizás media hora de cálida activación circulatoria, ante la indiferencia o la aprobación de quienes patrullan desde casa que se cumple el confinamiento. Entonces, un hombre –hijo y marido quizás, de cincuenta y muchos– que arrastra un abultado carrito de la compra, se para junto a ellas y les da sendas latas de cerveza a las dos, abriéndose otra él mismo. Y los tres beben. El sol calienta lo mismo, que es mucho y, bien mirado desde mi segundo piso, envidio esas cervezas. A los pocos sorbos, redoblados por el eco ideológico de la plaza, empezaron a oírse bramidos que los insultaban como si fueran un trío arbitral, como si de hermanos se tratasen en un pleito por herencia de tierras, como si estuvieran inoculando el virus directamente en la vena común de todo el barrio. Con cierta dignidad, con algún innegable gesto obsceno, abandonaron el escenario. Quizás creo saber el cambio que empezó a molestarles. Quizás, quizás, porque son tiempos de bolero, tiempos para dudar mucho.

Desde que comenzó todo esto, dos indigentes viven en esa misma plaza. Están ahí cuando me levanto y desaparecen al oscurecer, guarecidos quizás en alguno de los soportales abovedados por los que se accede a decenas de bares minúsculos, parroquiales, familiares casi, que eran el pálpito hondo del barrio de astilleros. Tasquitas sin rótulos ni sobresalientes, ahora cerradas. Los dos nuevos vecinos se han adaptado bien a este territorio. Uno, visto desde mi distancia, parece un hombre serio, hablador lo justo, aseado. Rara vez se sienta. Fuma y bebe mientras se mueve, más enérgico que nervioso. Desaparece durante muchas horas. El otro es charlatán, perezoso, descuidado, lento. Fuma y bebe sentado, a ratos campechanamente tendido en uno de los bancos de la plaza, los pies en alto. Cada vez un banco distinto, según las horas, según apetezca sol o sombra.

Este peregrinar inquieta mucho en las ventanas vigilantes, que advierten de ese peligro a las barrenderas que allí se sientan para comerse sus bocadillos en los descansos del trabajo. Rara vez coinciden, mantienen entre ellos una distancia más estricta que la ordenada. Cada uno a sus cosas. Cuando se les acaba la cerveza, uno de ellos va a buscar más para ambos. Entonces, con esa que se toman juntos, sí que comentan cómo les va el día, digo que quizás hablen de eso, desde aquí no siempre puedo oírlos. Otra cosa que hacen unidos es acercarse al contenedor cuando, antes de los aplausos, un chico del supermercado vacía grandes bolsas de basura que incluyen tesoros como unas peras ricas o una bolsa de cruasanes. Nunca los he visto pedir, salvo al que más habla, preocupado siempre con la batería de su móvil. A veces, alguien le da unas monedas, que se las tira en la mano desde el desagüe de su propia mano en alto, sin tocarlo. El que más habla se lo agradece aunque siempre, a todo el mundo, les pregunta dónde puede cargar su móvil.

 

Manuel Ruiz Torres

Autor/a: Manuel Ruiz Torres

Manuel J. Ruiz Torres es químico y escritor, con doce libros publicados, dos de ellos sobre gastronomía histórica. Autor del blog Cádiz Gusta. Dirigió durante cuatro años el programa de la Diputación de Cádiz para recuperar la cocina gaditana durante la Constitución de 1812.

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