Mariano Pardo de Figueroa, el célebre Doctor Thebussem, sólo escribió –que se sepa– un único recetario, Teórica de la Ciklóide, en el que recoge preparaciones muy populares en Medina Sidonia, donde nació y vivió toda su vida. Se desconocen los motivos por los que no llegó a publicar esta recolección, ya dispuesta para la imprenta madrileña de L. Palacios, fechada en 1861, cuando el autor tenía 33 años. Pero, además, Thebussem fue un ávido coleccionista de, entre otras muchas cosas, recetarios manuscritos. Estos textos atesorados en su biblioteca y el que él mismo iba a firmar, cotejados con los recetarios de Medina en el siglo XIX, publicados en los libros de Jesús Romero Valiente y de Carlos Spínola, suponen una importante fuente para conocer la evolución de la comida tradicional en la ciudad y en La Janda interior.
La croqueta es, quizás un grado por encima de la ropa vieja, la gran receta de aprovechamiento de sobras. Como dijo Ángel Muro en El Practicón: “Con todo lo que se pueda picar, se hacen croquetas”. Es, además, un buen ejemplo de que nunca existe una receta única en la cocina tradicional, rica y viva siempre en sus variantes. Es bien conocido que las primeras croquets, publicadas por Massialot en 1691, eran una amalgama ligada con pan mojado en leche y huevos, una especie de albóndiga rebozada en pan rallado y frita. En su larga evolución hasta encontrarse con la bechamel, se utilizaron otros ingredientes para mantener la mezcla unida: patatas cocidas, nata o quesos rallados que se fundían. E, incluso después de la bechamel, se usaron otras salsas (española, alemana, velouté) cuando se creían más apropiadas al relleno. Siguen siendo muy frecuentes las croquetas de patata o las que usan, en vez de leche o mezclada con ella, el caldo del puchero o un fumé de pescado o gambas. Con la misma modestia admitamos que lo que nos parece moderno ya estaba inventado hace siglos. Aunque ahora nos sorprendan unas croquetas de chocolate, las primeras croquetas publicadas en un recetario español, en el Manual de la criada económica (1830), eran de arroz con leche. Y en los siguientes recetarios de ese siglo XIX encontramos croquetas de galletas (1851), de mermelada de albaricoque (1856), de ave cocida y azúcar (1864), de confituras (1871) o de peras o manzanas (1888), por citar sólo algunas de aquellas croquetas dulces. En este contexto de diversidad abordamos las croquetas de estos manuscritos.
En el recetario que firma el propio Thebussem, mucho más preciso y mejor escrito que los otros dos de su biblioteca que hemos consultado, se incluyen tres recetas de croquetas, muy diferentes a las actuales: una de patatas y las otras dos con harina y leche. Las croquetas de patatas cocidas llevan jamón, que cuece también, cebolla y perejil; liga esa masa con dos yemas de huevo; aparte, bate bastante las claras y, en ellas, va envolviendo la mezcla; enharina las croquetas y las fríe en manteca o aceite. En ninguna de las dos recetas de harina y leche hace una bechamel, la harina no fríe previamente en una grasa, sino que se añade a la vez que la leche sobre un refrito en manteca de cerdo de los otros ingredientes, removiendo la masa hasta que se despegue de la cazuela. En la primera receta, refríe cebolla, carne, jamón, nuez moscada, sal y mejorana, todo muy picado. En la segunda, el refrito es de lomo, meollada (sesos), perejil y ajos. Ambas siguen luego el mismo proceso: dejarlas enfriar, darles forma y rebozarlas en huevo batido y pan rallado antes de freírlas en aceite o manteca.
En el “manuscrito de recetas escogidas” (mss. 13.516) hay una única receta de “croquetas a la bechamel”, que tampoco utiliza esa salsa sino la misma técnica de las recetas anteriores que, con mayor acierto, llama una “poleada” (gachas o puches). Parte de un refrito en manteca de cebolla, perejil y nuez moscada, al que agrega meollada cocida y jamón, todo muy bien picado. A ese refrito le añade caldo y leche y, al hervir, suficiente harina de flor para que quede una poleada espesa. Ya fría la mezcla, forma las croquetas, rebozándolas dos veces en huevo y pan rallado, antes de freírlas. Da una variante sin ningún ingrediente cárnico, solo la masa. La corta “en pedazos como cortadillos”, antes de rebozarlas y freírlas. Vemos aquí que no todas las croquetas tenían la conocida forma cilíndrica. En el manuscrito “Cocina y dulces de A. de S.” (mss. 13.515), con tres recetas de croquetas, hay una “de Juan Valle”, muy parecida a la anterior, que mezcla distintas carnes con hierbabuena y perejil. A la hora de moldearlas dice que “se forman de la hechura que se quiera, bien bollitos o bien como una pera”. Y añade: “Si son de hechura de pera se le pone el rabito de perejil, o si es tiempo oportuno, una hoja de peral a cada una”. En el mismo manuscrito encontramos unas “croquetas de bacalao”, con harina y leche, preparadas como las ya vistas. En la otra receta hay una variante interesante en las que llama “croquetas de harina”, con una técnica que también identifica con una poleada, pero mezclando la leche con harina de arroz, “mejor que de trigo”. Las hace con jamón, cebollas, mejorana y una meollada frita en manteca y picada muy menuda. En un consejo de golosa experta nos recuerda que “la poleada ha de quedar espesa pero no muy dura, pues no salen tan delicadas”.