Visitar Córdoba en temporada baja es un lujo que los que vivimos cerca de la maravillosa ciudad de la Mezquita nos podemos permitir de vez en cuando. Disfrutar de esta noble y placentera urbe concebida a la medida del hombre, conocerla o reconocerla bajo la luz tamizada del otoño, recorrer sus calles y esas recoletas callejas donde es posible oír el rítmico sonido de nuestros pasos, es todo un lujo. Si dejamos atrás la judería, la Mezquita, y calles adyacentes, y la muy turística Plaza del Potro, en la que se encuentran los emblemáticos museos de Julio Romero de Torres y del Flamenco, la ciudad todavía nos da la oportunidad de perdernos en su agradable laberinto para desembocar en sus muchas y encantadoras plazas y sorprendernos con su interesante, y menos conocido, patrimonio monumental.
Córdoba es, además, una ciudad en la que se come bien gracias a una oferta gastronómica amplia, que no ha sucumbido del todo a los dictados de un turismo omnipresente, y que mantiene su esencia con una gastronomía bien definida, respaldada por una serie de contundentes platos tradicionales que se han convertido en los embajadores de su cocina. El trío estrella está integrado por el salmorejo, referente internacional de la cocina cordobesa, los flamenquines y las berenjenas con miel. La mayoría de los locales ofrecen estos tres platos cocinados al estilo tradicional o versionados atendiendo a las exigencias de los comensales que buscan algo más que comer cuando se acercan a un restaurante.
Uno de los sitios más tradicionales y concurridos para probar la cocina local es la Taberna Plateros, muy cerca de la Plaza del Potro, frecuentada por cordobeses que van a tomar el aperitivo en su atestada barra o a disfrutar con la familia o los amigos de la cocina de siempre. Calidad y buen precio son el santo y seña de una carta variada que incluye, cómo no, las especialidades destacadas de la gastronomía cordobesa. Merece la pena probarlas. Para abrir boca, una tapa de salmorejo por cabeza y berenjenas con miel para el centro: crujientes, nada aceitosas y aderezadas con una delicada miel de caña. El flamenquín merece mención especial, bien frito y jugoso. Solo una recomendación, no pedirlo para una sola persona. Imposible acabarlo. Muy recomendable el bacalao frito, otra delicia habitual de la cocina cordobesa.
Otro local más que recomendable para probar las especialidades de la cocina cordobesa es El Diez, justo enfrente de la Facultad de Filosofía y Letras, en plena judería. El restaurante, que cuenta, además, con una pequeña terraza, tiene dos comedores, uno en cada una de sus dos plantas, decorados con calidez y esmero. El servicio es excelente. Y el precio al alcance de la mayoría del los bolsillos.
Su cocina reinterpreta con acierto algunos de los platos más populares de la cocina cordobesa. La ensalada de naranja y bacalao (en este caso bacalao ahumado, en vez de desalado) viene acompañada por un bouquet de hojas tiernas y aderezada por una especie de tapenade muy fina. El flamenquín también es más que contundente. Las berenjenas con miel están recubiertas por un rebozado grueso y cortadas en medias lunas, generosas de miel de caña. Deliciosa la mazamorra, un salmorejo sin tomate que evoca la cocina anterior al descubrimiento de América. El suave aroma de las almendras precede al delicioso sabor de este fruto seco crudo mezclado con el ajo, el pan, el aceite, el vinagre y la sal. En El Diez, la mazamorra se acompaña con uvas pasas y almendras fritas. Un plato para recordar.
No se puede visitar Córdoba sin asomarse al río desde el concurrido puente romano, de evocadoras vistas, o desde cualquier punto del tranquilo paseo que lo recorre bordeando el casco histórico de la ciudad. Tampoco se puede obviar la ribera del hermoso y solemne Guadalquivir desde el punto de vista gastronómico. En la Ronda de Isasa, que corre paralela al río, se han instalado una serie de bares y restaurantes que compiten por ofrecer una oferta gastronómica cuidada y variada, con un amplio recorrido que incluye revisiones de las recetas más tradicionales y referencias a la cocina internacional.
Nos decidimos por Amaltea, un pequeño restaurante decorado con colores saturados, sencillo, acogedor y bien iluminado. Su carta acoge una sugerente mezcla de platos con evocadores aromas de las cocinas francesa y oriental. Es difícil decidirse, pero es fácil acertar. Si se trata de disfrutar de la cena y de la conversación con una buena amiga, como era el caso, es el sitio ideal. La música acompaña y la luz de las velas que titilan en cada mesa, también. El servicio es atento y nada invasivo, cosa que se agradece sobre manera.
Probamos el hígado de rape (el paté del mar, se anuncia en la carta) con salvia y tomatitos, acompañado de obleas finísimas para untar. Realmente un acierto, el hígado llega a la mesa micuit, en su punto; y aunque lo sirven demasiado tibio y se enfría pronto, merece la pena. También nos decidimos por la ensalada vietnamita con sala raita y anacardos, una sorprendente mezcla de verduras crudas (col, zanahoria y pepino) que funde los sabores del sudeste asiático con la aromática salsa india a base de yogur y menta. El resultado es suculento y refrescante. Un acierto.
Por último, nos decantamos por un tartar de atún con helado de pimienta de Sichuam. Maravillosa combinación. El tartar aderezado con mostaza y aguacate, especialmente bueno. Destacar el magnífico corte del atún, a pequeños dados, sin machacar, que llega a la boca con la textura adecuada. El helado de pimienta en equilibrio perfecto, con un sutil toque picante al gusto de los paladares más reacios a este sabor.
Nos dejamos aconsejar con el vino, Cerro Encinas, y con el postre, tiramisú de peras recién hecho. Hicimos bien.