El epitafio de Joan Salvat-Papasseit, escrito sobre su tumba en el cementerio de Montjuic, habla de la luz: “El silenci és la boira / jo somric / i mil llums em somriuen” (“El silencio es la niebla / yo sonrío / y mil luces me sonríen”), como de la luz del puerto, del amor, de la belleza de las mujeres y de la confianza en el mañana hablan todos sus poemas. Barcelona tiene ese sabor exacto que media entre la melancolía del modernismo y las ganas de futuro. Ese sabor lo representan con luminosidad y alegría la música del Palau, el teatro desvergonzado de La Cubana o el renovado y entusiasta cabaret del canallesco Barrio del Raval…, además de un puñado de restaurantes salpicados por el distrito de L`Eixample.
El trazado monótono del Ensanche se rompe a veces con passatges, callejuelas arboladas escondidas entre manzanas, habitadas por pequeños palacetes modernistas casi parisinos. En uno de estos passatges, se ubica El Mercader de l`Eixample, que recupera para la cocina tradicional catalana la hermosa casa en la que nació Manuel Vázquez Montalbán y en cuyo jardín iría aprendiendo Pepe Carvalho lo imprescindible de los aromas. El sitio se define (y lo cumple) como slow food, ofrece productos ecológicos y, en una carta aparte, frutos de temporada. Todo invita a renunciar a la comilona breve y ancha y a deleitarse con una larga sarta de sabores que sospechamos irrepetibles fuera de ese jardín y de la primavera barcelonesa. Comenzamos pues con el vermut negro de la casa, un par de anchoves de l`Escala, aceitunas arbequinas maceradas en delicado aceite catalán y una croqueta (una sola) de jamón ibérico. Inevitablemente hicimos más de una visita al Mercader, y los sucesivos paseos nos fueron deportando joyas como la ensalada de judías verdes con crema de queso del pastor, los canelones a la barcelonesa (reinterpretación con carne ecológica y pasta fresca), el fricandó de ternera, la (mágica) caballa asada con tirabeques, el arroz con seta y cigalas, la corvina salvaje… y (¡ay!) los buñuelos de l´Empordà.
La calle Enric Granados, a sólo dos manzanas del pasaje del Mercader, parece contagiada por el romanticismo de las callejuelas y de la música y la vida de quien le da nombre, el compositor de Goyescas, contemporáneo de Papasseit, enamorado como Papasseit, desaparecido junto a su esposa en 1916 en el naufragio del barco que lo traía desde el Nueva York en el que su música había triunfado.
Un retrato de Enrique Granados preside L`Enric, abierto hace escasamente una semana, que restaura un local modernista con columnas de hierro y se esmera en deliciosas amanidas de fresas e higos y en un delicado tartar de atún y algas. A pocos metros, Vía Granados ofrece un inmejorable horno de leña del que salen exquisitas brasas cordialmente acompañadas: costillas de cordero a la brasa con mermelada de tomate o bacalao a la brasa con crema de remolacha y crujiente de jamón.
Pero sin duda lo más granado de la calle del compositor está en La Polpa (“cocina mediterránea con ligeros toques orientales”), que ocupa un antiguo almacén de El Ensanche restaurado como loft, con pequeños salones a varios niveles en los que se ha recuperado la vieja madera para el suelo y para la decoración unos hermosos estantes de ultramarinos. La Polpa también permite deleitarse con un menú largo y estrecho y tienta a repetir visita para probar platos tan bien elaborados como el tiradito de berenjenas asadas y ahumadas con sobrasada, parmesano y cilantro, los linguinne salteados con pesto de albahaca, espárragos verdes y juliana de radicchio, la crema de zanahoria y naranja con espinacas y cacahuetes, el carpaccio de pez espada con mango, remolacha, yogur, manzana, uvas y queso idiazábal, los macarrones gratinados o el foie con manzana caramelizada y vino dulce. Además, el pan de coca con tomate es perfecto.
Me resisto a creer que algún día Barcelona se deje vencer por los sabores estándar y por la invasión de turistas japoneses, le tengo confianza de ciudad culta, pero no puedo dejar de hacer un par de advertencias sobre sitios que deberían ser sagrados y que penosamente ya no huelen al mar que contempla Papasseit desde su tumba.
Un cartel luminoso en la entrada de un sitio mítico, Els quatre gats, celebra el 120º aniversario del establecimiento y, abundando en el mal gusto que se ha adueñado del local, explica que se trata de una “cervecería modernista”… ¿Qué significa? Un turista japonés –según nos explica, apenado, el taxista- lo entendería de inmeditato: “cervecería de Gaudí”. Un pianista ocupa un lugar central en la sala más espaciosa, toca algo que suena a bandas sonoras de película, interpretadas tan iguales –como si fuera japonés- que no se distinguen los temas entre sí. Creo que en algún momento oí los compases de «Paraules d`amor de Serrat», pero no estoy segura. No recuerdo lo que comimos, quizás fuera el ruido o el estrés del servicio.
En el paisaje campestre de Montjuic La Font del Gat se anuncia como restaurante bucólico y entrañable en ciertas webs y es fácil dejarse llevar hasta él si en su título reconocemos la antigua sardana convertida en canción popular infantil: “Baixant de la Font del Gat / una noia, una noia…”. Sin embargo, La Font del Gat es el sitio donde no comer si vas a Montjuic. Ignoro la carta y la cocina, afortunadamente renuncié a conocer una y otra cuando, a la entrada del local un portero de discoteca disfrazado de camarero nos expulsó sin amabilidad alguna argumentando que en ese momento estaban con los preparativos de una boda.
Sigue siendo posible, pues, en Barcelona, comer entre la melancolía del modernismo y el verso del poeta anarquista “Tot l´enyor del demà” (“Toda la añoranza del mañana”). Ni ha desaparecido la posibilidad de evocar el erotismo de “La rosa als llavis”, ni la esperanza de vivir al margen de “la barbarie, la burricie pertinaz que se quiere racial y el flamenquismo” de los que abominaba Salvat-Papasseit… Pero comienza a ser peligroso salir de las callejuelas más escondidas de L`Eixample.