Cien años se cumplen hoy, 17 de octubre, del nacimiento (1918) de la bailarina y actriz norteamericana Margarita Carmen Cansino, hija de español e irlandesa y más conocida como Rita Hayworth, resultado de combinar la forma apocopada de su primer nombre con el apellido materno. Tal fue el nombre artístico bajo el que se haría internacionalmente famosa tras el fulgurante éxito de Gilda (1946) y que usó por primera vez en la película Criminals of the Air (1937).
Antes había figurado en diversos repartos, siempre en papeles de figurante o bailarina, con el nombre marcadamente hispano de Rita Cansino: así, en la extraña pero interesante película La nave de Satán (Dante’s Inferno, 1935), dirigida por un tal Harry Lachman, en la que solo aparece en una breve pero destacada secuencia en la que interpreta, junto con el bailarín Gary Leon, un fastuoso número de danza que marca el comienzo de la catástrofe –el incendio de un trasatlántico convertido en casino flotante– con la que culmina la trayectoria del protagonista: una especie de sobrevenido empresario de feria que, a fuerza de engaños y extorsiones, llega a convertirse en un magnate del mundo del espectáculo. El papel de la actriz en ciernes no podía ser más insignificante: apenas iniciado el número de baile, la cámara se desentiende de él para enfocar al protagonista (Spenser Tracy), que en ese momento recibe un telegrama en el que se le informa de que su mujer, de la que está separado, ha denunciado la desaparición o posible secuestro del hijo de ambos. En ese momento, un borracho provoca un incendio que pronto se extiende por toda la nave, a la vez que se descubre que el hombre de confianza del empresario en cuestión es el responsable de la desaparición del niño, que a la sazón se halla a bordo del barco abocado al desastre. En lo que al papel de la jovencísima Rita Cansino respecta, no obstante, llama la atención que la breve secuencia de baile con el que se ha abierto esta dramática cadena de accidentes y revelaciones haya recibido, sin embargo, un tratamiento visual digno del número estrella de un musical: la cámara no solo repara en la pareja de bailarines como parte de un ambiente de disipación e irresponsabilidad, sino que se recrea singularmente en el rostro radiante de la jovencísima bailarina y en la esbeltez de su cuerpo bajo un vaporoso vestido. A diferencia de las decenas de bellezas que, ataviadas como Cleopatra o Salomé, hemos visto comparecer en otros espectáculos de poca monta del empresario de marras, parece obvio que la intención del director de la película es que esta otra desconocida no pase desapercibida al espectador. Y qué mejor modo de lograrlo que convirtiéndola en heraldo de un desastre.
Más de un decenio separa esta hoy mal recordada película de la ya mencionada Gilda, que supuso la consagración de Hayworth como estrella internacional. En esos años, la actriz de rasgos inconfundiblemente hispanos fue objeto de una espectacular transformación, que afectó no solo al color del pelo, que pasó de negro a flameante rojo, sino también al perfil del rostro, que se hizo más alargado y anguloso tras serle alzada la línea del cabello y quedar al descubierto una frente despejada y poderosa, más acorde con el canon de belleza anglosajón. La transformación, ya visible en el papel que Hayworth interpreta en Sólo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939) de Howard Hawks, revelará todo su potencial icónico en la colorista y frívola Las modelos (Cover Girl,1944) de Charles Vidor, filmada en tecnicolor. Y fue a Vidor, de origen húngaro y formado en el cine alemán de entreguerras, a quien correspondió culminar la creación del arquetipo que muy poco después iba a tener en Hayworth su encarnación más característica.
Gilda, en efecto, indica ya desde su título su intención de servir de vehículo para el lucimiento de un personaje femenino que ya existía en la historia del cine, pero que, en el proceso de reinvención del séptimo arte que tuvo lugar en los estudios de Hollywood más o menos durante los años de la Segunda Guerra Mundial, y en el que iba a tener un papel decisivo quien ya por entonces era marido de la actriz, el actor y director Orson Welles, necesitaba una reformulación. En Vidor, un director que no brillaría luego por ninguna otra película realmente importante, se aunaron entonces las circunstancias que iban a hacer posible esa reinterpretación del viejo arquetipo. Sobre Gilda se haría sentir, por ejemplo, el todavía no demasiado lejano éxito de Casablanca (1942), que también serviría de modelo a otras películas notables de entonces, como Encadenados (Notorious, 1946) de Hitchcock: en ella, como en Gilda, se combinarían, entre otros factores, la inmediatez del recuerdo de la guerra y la actualidad de los rumores referidos a la labor de los nazis huidos de Europa que habían encontrado refugio en Suramérica, así como la sublimación de todo el complejo de emociones resultante en una alambicada historia de amor en las que los sentimientos individuales y el deber entraban en conflicto.
Aún dentro de esas coordenadas, Vidor logró algunas notas de originalidad. El protagonista masculino de su película, un donnadie sin muchos escrúpulos llamado Johnny Farrell (Glenn Ford), declara repetidamente que “hace su propia suerte” y, consecuentemente, no cede en ningún momento a los imperativos morales que a la larga justifican a los personajes análogos de Humphrey Bogart en Casablanca o Cary Grant en Encadenados. Cierto que, al final de Gilda, los intereses de Farrell parecen confluir momentáneamente con los de la policía, encargada de desmontar un cartel ilegal de explotación de tungsteno controlado por un grupo de nazis que intenta “dominar el mundo”. Pero toda esta trama evanescente apenas llegaría a interesar al espectador de no ser por el hecho de que Ballin Mundson (George Macready), el cerebro del cartel y eventual jefe de Ford, se ha casado con una tal Gilda, con quien su protegido, como ocurría con Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca, había tenido previamente una aventura de la que nada sabemos, pero cuyo desenlace ha dejado en ambos un rescoldo de amor/odio que acontecimientos posteriores no harán sino alimentar. Como en Dante’s Inferno, la mera aparición de Hayworth en pantalla –ya definitivamente pelirroja y con una amplia frente descubierta que estiliza su rostro– desencadena la catástrofe. Y es significativo que el estilista de formación alemana que había en Vidor no deje pasar la ocasión de destacar ese momento mediante un uso enfático, casi brutal, de un primer plano deslumbrante de Hayworth sacudiendo su cabellera flamígera y volviéndose para ofrecer a la cámara, es decir, al espectador, la misma imagen que paraliza a su sorprendido ex amante. Es la misma técnica de sorpresa e impacto que James Whale había utilizado en 1931 para espantar al público al mostrarle por vez primera el rostro del monstruo de Frankenstein. Y casi nos atreveríamos a decir que ese primer plano de Hayworth es más efectivo y electrizante que todas las coreografías de lucimiento que vienen después, incluida la archifamosa secuencia en la que una Gilda ya definitivamente desbocada efectúa el número de striptease en el que se despoja de un guante.
“Te odio tanto que no me importaría buscar mi perdición por tal de destruirte a ti conmigo”, le dice Gilda a su ex amante, a modo de enunciado de lo que vendrá. Luego sabremos que ese odio era una modalidad sublimada del amor; pero nunca un final feliz resultó menos efectivo a la hora de borrar los devastadores efectos de todo lo que lo ha precedido. Llega un momento en el que, como ocurre al personaje de Ford, la fantasía del espectador suspende toda posible veleidad respecto a Gilda, que se vuelve incluso evanescente en su patente carnalidad. La propia actriz detectó el potencial paralizante del arquetipo erótico que había contribuido a poner en circulación: “Los hombres que he conocido creen acostarse con Gilda y al día siguiente, al despertar, se encuentran conmigo”. Olvidó especificar que quizá la parte menos grata de la experiencia, la que dejaba su huella destructora en ellos, no era la segunda, sino la primera, tras la que no cabía recuperación posible. De Welles, ya marido de Hayworth mientras se rodaba Gilda, se dice que puso en marcha el rodaje de La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), solo para desmontar –hoy diríamos “deconstruir”– ese arquetipo: su frustrada protagonista femenina, a la que ha cortado la cabellera y teñido de rubio, es solo un tiburón más –la imagen aparece en un cuentecillo que narra el protagonista masculino, interpretado por el propio Welles– en una manada cuyos miembros, excitados por el olor de la sangre, se devoran furiosamente entre sí.
Cabría extenderse sobre el cúmulo de arquetipos trasnochados que gravita sobre esta concepción de ciertos personajes femeninos. No es ésa la función de este artículo. Algunos estudiosos de Edgar Allan Poe arguyen que su obsesión por la muerte tenía como trasfondo el contexto de esclavitud en el que se crió. Algo parecido, quizá, puede decirse del mito de la mujer fatal en sus distintas encarnaciones: es posible que el desconocimiento del otro, nacido de su postergación, acabe manifestándose en forma de miedo cerval. Los censores eclesiásticos de la católica España –y no solo: el fenómeno también se dio en Italia, por ejemplo– rugieron de furia ante la descarnada puesta en escena de ese teatrillo de fantasías eróticas mal disimuladas; que tampoco agradó a la crítica especializada –véase la que le dedicó el New York Times en el momento de su estreno– y quizá solo encontró lugar propicio en un espacio sobre el que ni curas ni críticos tienen jurisdicción: el de los sueños.