‘Un temblor en las encinas. Biografía de una mirada’. Gregorio Dávila. BajAmar Editores. Gijón, 2021. 60 pp.
De todos los sentidos, creo yo, el más importante es la mirada. Hablo de la mirada, no de la vista, pues hay ojos que nunca aprenderán a ver por mucho mundo que recorran.
Ignoro si Gregorio Dávila, ganador del I Memorial Ana de Valle de Avilés con Un temblor en las encinas, nació con ese don; pero, como el Luis Rosales que asoma en la cita del inicio, es obvio que ha crecido mirando.
El libro Un temblor en las encinas, que precisamente lleva como subtítulo «Biografía de una mirada», hace un hermoso recorrido no solo por paisajes exteriores, algo frecuente en el autor, entre otros, de los poemarios Alma de renacuajo y Hebra de luz, sino que también vuelca los sentidos hacia el interior, de manera que «el claustro sereno de mi pecho» se convierte en espacio de eco y resonancia donde asoman las muchas lecturas del poeta (Basho, Bernier, Cardenal…), donde repican las huellas de sus paseos por la levedad en imágenes serenas y sencillas en las que todos podemos reflejarnos y reconocernos.
Con composiciones breves precedidas por pequeñas notas explicativas que dan pie al poema, y sembrado de algunos haikus, expresión máxima-mínima de la mirada deteniendo el instante, género en el que Dávila destaca (el artífice de Cuenco de azahar mantiene el foro Paseos.net, un taller web de iniciación a esta fórmula breve de la poesía nipona), asistimos en Un temblor en las encinas a un despliegue de color, plasticidad, inteligencia en sentido etimológico, vida plena y gozo del silencio. Los ojos del poeta, en su humildad y sabiduría, miran más el suelo que el cielo (será porque «todo reverencia a la tierra, / su próxima morada»), atienden «al leve crujido / de las raíces», perciben, como Neruda, en la presencia de unas simples zapatillas, «el alma de las cosas».
Y es que, tras una primera presentación de la realidad múltiple en los versos iniciales por medio de estruendosos contrastes («Un ángel sueña / un demonio reposa»; «sonar, tronar»), la voz lírica se decanta por la levedad, por el temblor y el trino (la solidez no existe, es un engaño), y así se lanza a la búsqueda de «el misterio que pregonan las cosas», porque siempre hay en Dávila un deseo de autenticidad, de hallar la correspondencia justa entre el lenguaje y la esencia que lo sostiene.
«Yo intentaba dejar la vacilación y rumiar la palabra precisa», dice en uno de esos exordios, y precisamente la primera de las dos secciones que conforman la obra se titula así, «Miradas como palabras», pues sabe que el conocimiento, que es siempre consciencia de uno mismo mirándose y encontrándose en el otro, pasa por el verbo creador que señala y nombra, por el balbuceo del prelenguaje «cuando Juarroz desbautizaba el mundo«.
Con esa premisa bien asimilada y el anhelo de perderse en «un paréntesis de silencio» (de ahí la tendencia progresiva a la brevedad), las palabras de Gregorio Dávila conforman un glosario de la naturaleza en el que presta especial atención a lo pequeño (el rocío, el colibrí, la lágrima, el pétalo), donde todo cabe y significa.
Contribuye a acomodarse al pulso del paisaje el ritmo sincopado que utiliza, sin apenas puntuación, en el que cada verso puede leerse por sí mismo con plenitud. De esa manera casi mágica los poemas de Dávila logran crear una atmósfera de clara ensoñación («La niebla en los campanarios» se titula la segunda sección, para dulcificar la imagen de la piedra en ascensión, de la misma forma que «el agua suaviza los muros») en la que la siempre simbólica lluvia aporta frescura y vida, en la que la luz se abre igual que una flor y adquiere protagonismo, pues no en vano es la base de la mirada.
«Señor, la cueva ha dado a luz / qué haré con la sombra», dice glosando a Pizarnik. Pero si hay sombra es porque en algún lugar se alza la llama, y Gregorio bien que sabe encontrarla.
Además, la sombra de lo onírico puede a veces aportar más significados que lo palpable, y el crepúsculo y la aurora como espacios fronterizos se abren para la revelación, según recuerda Borges, el ciego que, con sus ojos enfermos, tan bien sabía mirar.
Pero Dávila no solo rinde homenaje encubierto al argentino en esos pasajes, sino a otros poetas mayores de nuestra literatura, desde el silencio de los bueyes de Llamazares (el subrayado es mío) a la alegría de Hierro, y, por qué no, a otras artes que, como buen observador, aprecia, y por ello dedica un hermoso poema al famoso cuadro de Vermeer como un haiku-bodegón de ventanas y leche.
Para mí ha sido un verdadero placer contemplar cada uno de estos poemas de Gregorio Dávila. Yo los veo como pequeñas pinturas de largas pinceladas envolventes que intentan que también nosotros aprendamos a ver. Solo si, como él y como Luis Rosales, crecemos mirando, llegaremos a apreciar con nuestros propios ojos el temblor que, entre la niebla, acuna las encinas.