‘Un hombre que no conoce Nueva York’. Gregorio Dávila de Tena. Renacimiento. Sevilla, 2022. VIII Premio de Poesía Juana Castro. 69 pp.
Hay un espacio que representa todos los extremos emocionales posibles, Nueva York. La ciudad norteamericana se ha convertido en esa cosmópolis que aglutina cada signo de identidad, el dolor y la alegría, la modernidad y su huida, motivo de realidad y ficción, de expectativas y desencanto. Un potencial así no podía pasar desapercibido en Un hombre que no conoce Nueva York, el poemario con el que su autor, Gregorio Dávila de Tena, consiguió alzarse con el VIII Premio Juana Castro que convoca el ayuntamiento de Villanueva de Córdoba. Además, es motivo de alegría encontrar esta obra dentro del listado de finalistas que optan al Premio de la Crítica de Andalucía 2023.
Es imposible no aludir al título y pensar en todas las referencias intertextuales que nos llegan como lectores de poesía de toda su capacidad de evocar nombres remarcados en la historia universal de la poesía hispánica: Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, José Hierro o César Vallejo. En este caso, Gregorio se presenta tan honesto ya desde el título, pues la gran ciudad se despliega como una imagen –ficticia– que el autor recrea y evoca para comprender el laberíntico exterior y recorrer las calles internas del ser.
El conjunto se estructura en tres secciones, «Noche en Nueva York», «La niebla que somos» y «Mandarinas». El inicio de «Noche en Nueva York» es un acto poético sobresaliente por dos razones de peso: la primera de orden indagatorio, donde el ser explora desde la humildad, y la segunda, por la reflexión que origina en la mente del lector: «Un hombre / que no conoce Nueva York, / un hombre que recibe libros, / que recita poemas // y acude a conferencias / donde se habla de Nueva York».
Un aviso a todo lector: el lenguaje que emplea Gregorio evoca en su condensación simbólica. Y, de acuerdo con su prologuista Sara Castelar Lorca, un lenguaje «más cercano a un lector del siglo XXI».
De otra parte, la memoria es traída por el sujeto en otro ejemplo de altísima graduación lírica, que pertenece al poema «Éxodo», cuando trae el recuerdo de la abuela, «en la mecedora del tiempo / como harina de minutos molidos / por la paciencia. / Polvo somos y el aliento nos sostiene». O el homenaje que rinde al arte en su integridad, nuevamente presentimos el carácter de humildad mostrado por el autor: «Romper el yo, Fran, sí / fragmentar el brillo y los cuerpos, / preferir el cristal al espejo».
En la más breve de las tres secciones, la nuclear, contiene el deseo de seguir evocando hasta cifrarse en el mismo sujeto poético. Todo el proceso de aprendizaje pasa por estos versos que concluyen el hermoso «Padre de la niebla»: «Recuperas al animal / y a la lluvia y al camino y al bosque / la mujer y el agua que se derrama, / todo se funde en el adentro / y mi padre regresa de la niebla».
El diálogo consigo mismo y con los recuerdos evocados es mantenido en una atmósfera natural. Como sabemos por algunos de los títulos publicados por el autor, se muestra como un aprendiz de la filosofía oriental. A propósito resultan los títulos Madre del agua. Por las huellas del Tao y Cuenco de azar. También en este luminoso conjunto de poemas se recrea esa contemplación tan oriental en lo que somos dentro de la naturaleza, en esa visión casi mística del instante que nos rodea, sencillo, sin corromper, tan virginal, como se desprende del clímax del tierno «Siempre la lluvia»: «Por fin los pájaros solitarios se reúnen / para colgar un canto en el aire / y alzar el vuelo».
Se reserva Gregorio Dávila el temblor para la última parte, «Mandarinas». En el poema que encara el final del libro advierte de su propósito que no es aquilatar «una lengua propia» sino el «balbuceo», ese mismo balbuceo propuesto por la mejor tradición mística española, apenas «que me quedé balbuciendo, diría Juan de Yepes en la Copla I. Justo después los versos de Un hombre que no conoce Nueva York brillarán, pese a que más tarde el poema buscará extenderse y articularse de forma más estirada, he aquí la muestra: «Que en mi verso resuene el temblor de un naranjo / al nevar en la acera, la llovizna en la tumba / donde se hizo mármol / mi padre / o el clamor olvidado de las lágrimas». «Temblor», este es justo el sustantivo que aplica, tan certero, Santos Domínguez en su lectura, recordando los versos de Gregorio: «Busco un temblor de alegría en mis manos / el temblor / y la voz de los cerezos». En el asombro de lo cotidiano y en la sencillez de la naturaleza y en el propio acto de la escritura halla esa explosión de perplejidad. «Porque el temblor de la alegría en la escritura es / Sólo una sombra, escribía César Antonio Molina. Y al calor de estos versos también temblamos los lectores.
Por último, estos poemas de Un hombre que no conoce Nueva York nos dejan un buen sabor a literatura, a otras voces y a la de Gregorio, un buen regusto por el diálogo acometido donde, una vez más, todos los extremos nos conducen a la vida. Como rasgo propio del escritor extremeño afincando en Sevilla se advierte la honestidad brutal: «Soy un ladrón de palabras, escribo con lo que hurto a los otros». Una urdimbre magníficamente hilada al apego de otras lecturas en una reflexión tan existencial como metapoética. Por estos versos no solo pasean los autores que se ocuparon de NY, también fluyen Rojas, Valente, Sharon Olds, Rosales, Antonio Machado, y un largo etcétera, y –como bien asegura Elena Marqués– esta asimilación se da de forma «inteligente y lúcida».
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