‘El tiempo que llevamos dentro’. Pepa Caro Gamaza. Colección de DRelatos. Ediciones En Huida. Sevilla, 2019. 246 pp.
El tiempo que llevamos dentro es el título que la poetisa arcense Pepa Caro Gamaza ha dado a su segunda incursión narrativa (la primera se tituló El exilio de Zaynab, de 2017). Su nueva entrega nos sumerge de nuevo en el mundo medieval.
Pepa Caro encabeza su obra con una cita del escritor turco de origen judeo-español Mario Levi: “Pese a todas nuestras evasiones y miedos, hemos tratado de concebir de nuevo el tiempo. Hemos tratado de explicarle a otra persona el tiempo, el tiempo que llevamos dentro”.
En un momento de la narración –luego entraremos a dilucidar si es una novela o un conjunto de relatos– un personaje “con el salterio entre las manos pensó en el tiempo que llevamos dentro, el tiempo que permanece en la memoria mientras somos mortales”. Un salterio además de un instrumento medieval es un libro de coro que contiene salmos y con esta acepción utiliza la palabra la autora.
Queda claro que el tiempo a que hace referencia el título de la narración es el tiempo de la memoria, pero no es en el caso que nos ocupa un tiempo personal e íntimo. No va a encontrar el lector en la obra de Pepa Caro la aventura exclusiva de un único personaje, aunque sea un personaje el que asuma la tarea y cargue sobre sus hombros el peso del relato configurado como un coro de voces, puesto que en la memoria personal también caben los recuerdos de los otros: “ella prefirió llevar el tiempo dentro sí, el tiempo de los otros, amparándose entre muros para evocar los hilos de dicha con los que había tejido su particular tapiz de recuerdos. Nunca escribió la historia de su linaje como hubiera sido su deseo, pero alguien tras su muerte guardará sus notas para legarlas a sus herederos y no será hasta dos siglos más tarde cuando uno de sus descendientes publique con esmero y alguna concesión a la fantasía la historia de los hombres que repoblaron esta villa, olvidando las historias de esas sufridas mujeres que no aportan nada de valor a las hazañas guerreras, nada reseñable en la lucha de la frontera, frágiles y enérgicas, paridoras y monjas, educadoras, ignorantes o sabias, que yacen en el bajo fondo de partidas de bautismo o defunción, que fueron solo nombres, solo mujeres, mujeres sin historia”.
Reparar esta omisión del papel de las mujeres en un tramo lejano del pasado es lo que se propone Pepa Caro en su reconstrucción histórica. Como uno de sus personajes, la poeta carga con “el tiempo de los otros”, sus semejantes, y dando un salto mortal hacia el pasado, casi de ocho siglos, se enfrenta con la ardua tarea de recrear por medio de la ficción y, con ello, de intentar reconstruir, la memoria íntima y a la vez colectiva de tres generaciones de mujeres en una villa medieval.
Esta población medieval no es otra que Arcos de la Frontera cuando “era una villa de vasallos del rey en exclusiva, que no pertenecía a ningún señor, formando parte del arzobispado de Sevilla (…) Entonces Archos era puerta y cerradura de todos los males y bienes de esta tierra que luchaba en tierras de moros”.
Arcos, de tan palpables raíces medievales reconocibles ocho siglos después en su arquitectura y en sus calles antiguas, donde el paseante solitario tiene la sensación de que tiempo se ha detenido y el viento de levante ha expulsado a su gente para siempre, es el espacio en que se desenvuelven los personajes de la obra, del que salen y al que vuelve, aunque no es el único de la acción. Esta pasa también en algún momento, de acuerdo con los movimientos de los personajes de lo que podemos denominar saga familiar femenina, por otras ciudades de la Baja Andalucía: Bornos, Xerez, “guardiana del río del olvido”, Santa María del Puerto. Y abundan también las referencias a otros enclaves de importancia histórica (Sevilla, Córdoba, Granada, Toledo, Tarifa, Ronda…).
Del mismo modo, la toponimia de Arcos se disemina a lo largo de la obra y la autora sabe sacarle todo el partido a su sabor medieval (barrio de la Zarahonda, calle de la Mancebía, Plaza Mayor, Puerta de Belén, La Peña, Caniella, El Altozano, Plaza del Cabildo, Puerta de los Carros, El Tajo, Sierra Valleja, Torre de los Necios, Muro de la Camacha, Puerta de Carmona…), cuando no hacen acto de presencia los edificios, entonces en construcción y que, hoy, permanecen desafiando el paso del tiempo (la Iglesia de Santa María la Mayor o el convento de San Juan de Letrán).
Esta precisión con la que se muestra el espacio en el que se desenvuelve la vida de los personajes contrasta con la indefinición con que es desplegado el tiempo histórico que, como telón de fondo latente, condiciona sus vidas. La acción del relato no se inscribe entre dos fechas concretas. Al tiempo histórico se alude de una manera vaga. Y para situarnos en él, se acude al recurso de insertar, al inicio de la narración (en la parte titulada Los centinelas avanzados) y más allá de la mitad (en La crónica), lo que se le revela al lector, en el segundo caso, como página, como fragmento, de esas notas de “la historia de su linaje” que uno de los personajes, Catalina -en un sutil juego metaliterario- emprende y deja inacabada. Estas páginas aparecen diferenciadas tipográficamente en cursiva del resto de las cincuenta y cuatro partes en que la narración se divide. A pesar de contener estas dos partes las referencias a acontecimientos que nos ayudan a situar la acción en la que transcurre la vida de los personajes en un periodo concreto de nuestra historia, su tono está lejos de la sequedad propia de la crónica y los sucesos a los que se alude quedan diluidos en una prosa que adquiere resonancias de salmodia en su aliento poético.
La referencia histórica concreta aparece también significativamente en las partes en las que se biografían personajes masculinos incluidos en la saga familiar: “Pedro Gutiérrez de Palacio anduvo por tierras de Granada contra el llamado rey Bermejo y en Córdoba y en Toledo cuando ambas ciudades se rebelaron a favor de un infante”.
No hay referencias, sin embargo, a fechas concretas, ni a las unidades de medidas convencionales con que el hombre compartimenta y se hace la ilusión de dominar el tiempo en su flujo implacable: ni días, ni meses, ni años, y ni siquiera siglos, si exceptuamos la referencia a un cambio de siglo, que suponemos se refiere al cambio entre el XIV al XV. Solo el paso del tiempo, en su ciego y eterno fluir.
Frente a lo cambiante y visible que constituye la esencia de la historia, al propósito de Pepa Caro importa, de acuerdo con el concepto de intrahistoria acuñado por Miguel de Unamuno, la vida anónima de unos personajes que forman el telón de fondo de los acontecimientos históricos. En esta singular novela histórica que es El tiempo que llevamos dentro, la historia pasa a un segundo plano y se diluyen en la misma medida en que los personajes, en su peripecia íntima y vital, en su relación con el mundo, cobran relieve y corporeidad, se nos hacen visible y cercanos, porque la autora pone énfasis a la hora de trazarlos en las constantes permanentes y eternas de la vida humana: la lucha por la subsistencia, la búsqueda y la fragilidad de la felicidad, el anhelo de trascender la precariedad de la existencia y de perpetuarse en la memoria de los otros. Y en el caso de los personajes femeninos, que Pepa Caro dibuja con dibujo delicado y certero, habría que añadir la necesidad de encontrar un lugar en un mundo regido y dominado por los hombres.
El tiempo discurre, pues, en la narración como un continuo, como las aguas de un río. A esa sensación de flujo constante que obtiene el lector contribuye el pulso sostenido que Pepa Caro insufla a su escritura. Su fraseo yuxtapuesto, su concisión expresiva, no reñida con una plasticidad cercana a la del poema en prosa, por lo sensitivamente evocadora, espolean al lector en su lectura y en la inmersión en una ficción que encontramos verdadera y lejos del pastiche pseudohistórico.
La división de la obra en cincuenta y cuatro partes, encabezadas por un título y sin numerar como capítulos nos podría hacer pensar en que nos encontramos ante un libro de relatos. Sin embargo, aunque cada una de estas partes va encabezada por un título significativo y, muchas veces, sugerente y poético, y están rematadas como unidades cerradas (que podrían enlazar, por su condición de fragmentos de vida, con una de las tradiciones del cuento) están tan perfectamente imbricadas como los capítulos de una novela, ordenados en sucesión temporal. Cada parte se constituye como una estampa en la que se focalizan, por lo general, distintos tramos de la vida de los sucesivos personajes (mayoritariamente femeninos) de una saga familiar a lo largo de tres generaciones, en su sucederse e interactuación.
La autora se propone en El tiempo que llevamos dentro un enfoque intimista de la novela histórica, atento al discurrir cotidiano de unas vidas orilladas por la historia con mayúsculas, con un resultado bastante logrado, en el que se impone la sensación de verdad frente a lo que cualquier reconstrucción del pasado -cuando es tan lejano y los testimonios del mismo tan escasos- tiene de conjetura. Sensación que consigue –y quizás por eso mismo- sin recurrir al fácil expediente de trasladar al hombre y a la mujer actuales, con su mentalidad, a otra época. Al contrario, el tiempo histórico que envuelve a sus personajes es respetado con escrúpulo como condicionante del conjunto de ideas y creencias, cambiante, sobre el que se asienta la vida humana, eludiendo airosamente la caída, que acecha peligrosamente al género, en anacronismos que podrían poner en entredicho la verosimilitud del relato.