Al comienzo del capítulo quinto de la segunda parte del Quijote cervantino, el narrador detiene un momento su relato para advertir de que algo extraño sucede: “porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese”. La fiabilidad de cualquier fuente de información ya se venía cuestionando desde las primeras páginas de la obra, pero es otro el asunto que me interesa comentar.
A estas alturas de la novela, el escudero se ha contagiado de la extravagante forma de hablar de don Quijote, de modo que su mujer no logra entender sus enmarañados razonamientos: “Mujer mía ―dice Sancho―, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento como muestro”, a lo que esta responde: “No os entiendo, marido (…), y no sé qué queréis decir en eso de que os holgárades, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle”. Ni lo que dice ni cómo lo dice le contenta a Teresa Panza, quien atribuye estos males a las locuras caballerescas del marido: “después que os hicistes miembro de caballero andante, habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda”.
Tras aquella primera advertencia, el narrador recalca sucesivas veces cómo “estas razones que aquí va diciendo (…) exceden a la capacidad de Sancho”, quien incluso alecciona a su mujer del mismo modo en que don Quijote le reprende a él con frecuencia. Así lo ilustra esta graciosa conversación:
«—Yo no os entiendo, marido —replicó Teresa—: haced lo que quisiéredes y no me quebréis más la cabeza con vuestras arengas y retóricas. Y si estáis revuelto en hacer lo que decís…
—Resuelto has de decir, mujer —dijo Sancho—, y no revuelto».
Mediante este cambio transitorio en el personaje, que en escasos párrafos se califica tres veces como “apócrifo”, el autor quiere llamar la atención sobre el potencial cómico de las formas de expresión habituales de Sancho, con las que se pone en práctica un amplio repertorio de recursos retóricos con función humorística, en su mayor parte procedentes del registro popular. Un equívoco chistoso como “revuelto” por “resuelto” estaba descrito por algunos tratadistas contemporáneos a Cervantes, que le dan el nombre de aiscrología, en referencia a este cómico desajuste entre la literalidad del dicho, que aparentemente alude a algo desagradable, y lo que realmente se expresa, que de otro modo habría pasado desapercibido.
Pues bien, el escudero, al igual que su esposa en el pasaje citado, despliega en la novela un sinfín de “vicios capitales de la habla”, que diría Correas, como los barbarismos (definidos por este como “mal concierto de las razones, o mezclando en la oración palabras incógnitas de alguna lengua bárbara”), el solecismo (“vicio intolerable, que se comete contra el orden y concordia de las partes, desconcertando las concordancias”, según el mismo autor), la catacresis (“metáfora dura o bastarda”, en palabras de Jiménez Patón), la macrología, consistente en contar algo con más palabras de las necesarias, y un larguísimo etcétera censurado por los estos autores que estudiaron las “especies de oscuridad y desorden” del habla popular.
Lejos de evitar estos recursos, Cervantes los emplea con plena conciencia de su potencial expresivo, y con mucha probabilidad estaba pensando en ello cuando, en las palabras finales del prólogo al Quijote, no se enorgullecía de dar a sus lectores al noble y honrado caballero, sino sobre todo al “famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles”.