Un envalentonado político turco, pirueta cabalística, prohibió hace unos meses en los teatros de su país la puesta en escena de obras de autores clásicos occidentales, entre ellos, Shakespeare, Chejov, Brecht y Dario Fo. Al preguntársele por el asunto, Fo comentó que la mala noticia en realidad era para él como haberle vuelto a dar el premio Nobel. Desmedido Erdogan, excesivo Fo. De un trasunto donde la exageración anega hasta el último resquicio consolidó el italiano su legado. En esas declaraciones a La Stampa, el cotidiano turinés, argumentó que en ese elenco de celebridades literarias desterradas echaba en falta a los clásicos griegos y algunos autores de la Commedia dell’Arte. El argumento esencial antiguo, la sátira blandida como coraza ante el poderoso, personajes deslenguados que guiñan al cómplice espectador.
Cuando en su debut sobre tablas en 1953 estrena en el Piccolo di Milano Il dito nell’occhio (firmada junto a otros dos actores) los policías encargados de la censura no atinaron durante varios días a seguir la función con el libreto entre las manos: los diálogos se trasfiguraban continuamente, deshermanados de los transcritos en el original; los cuadros tomaban rumbos desconocidos, desmintiendo a las acotaciones. Ese revoltijo dinámico, jocoso y lúdico de niños dispuestos a dar la noche a los padres en una celebración familiar mudó pronto la piel junto a Fo. De figurante de carpa de circo, de cabaré iluminado de rojo, a excelso mimo elástico y, qué paradoja, parlanchín sin mesura.
La religión católica a la medida, la manga ancha para el político, el cuello azul del obrero, la hipocresía ventajista del poder económico, el interés fáctico por la pervivencia de la lucha de clases, la izquierda idílica… La espada de Damocles del tiempo fagocitando argumentos de unas comedias remachadas a machamartillo, sometidas al trajín oneroso de “hacer reír hasta la lágrima y meter el dedo en el ojo”. Un maravilloso actor que improvisaba a destajo y que, en ocasiones, hilvanaba con fortuna por escrito sus ingeniosidades. Y la asombrosa, impagable Franca Rame.