Hay cosas que no existen que son más memorables que las que sí. Hay mentiras que se creen con más entusiasmo que las probadas verdades. El género fantástico o la ciencia-ficción se alimentan de la credulidad y del asombro. Sondean el futuro, lo hurgan, lo estiran y hacen de él una sustancia maleable en la que se impregnan todos los miedos y todas las esperanzas del presente. Al cine que no llegó a estrenarse le pasa algo parecido. El hecho de que no exista o de que no haya constancia tangible de su paso por las salas o de que se viniera abajo a poco de empezar a izarse hace que adquiera una trascendencia que a veces el real, el que iluminó de sombras la pantalla, no posee. No hay película sin acabar que sea buena o que sea mala: no llegaron a ser siquiera.
De lo que no llegó a nacer no se hace biografía. Lo maravilloso de que algo no exista es que podemos manejarlo a nuestro antojo. Como los sueños. Se le da el aura de leyenda que nadie va a rebatir. Fantaseamos con esa proyección del antojo creativo hasta que reemplazamos un sueño por otro, una posibilidad no cuajada por otra que pugna por arrebatar a la realidad un hueco y dejar su impronta. Con interesada malicia, se ha dicho que el cine que no ha salido a la luz es porque no ha pasado los protocolos exigibles o porque no se arrimó la financiación debida o porque se percataron del espanto en el que andaban antes de que la criatura se presentara en sociedad. Si todo el cine cuantificable fuese bueno, no habría problema en asentir, en que ese razonamiento extremo no sea aprobado, pero hay mucha película infame, mucho cine de calidad ínfima. Por eso amamos lo que no existe. Por eso la fe. Por eso la bendita afición a que se nos engañe. No nos duele lo que no vemos. Luego están los dolores pequeños y los de un tamaño insoportable. Ya es bastante el escrutinio de lo real para que ejerzamos con saña uno de lo fabulado. Lo que nos circunda se empecina en rebajarnos.
En su calidad de fantasma, el cine interrumpido cumple las exigencias más altas. No hay nada que reprocharle. Incluso podemos inventariarlo, ubicarlo en el imaginario privado. Se me puede ocurrir que, sin que yo posea noticia, exista una copia de una película en la que Peter Pan no sobrevuela con su pericia animada los tejados de Londres para cortejar (él no sabe que lo hace) a su Wendy, sino que se ha conchabado con el capitán Garfio y desvalijan bajeles ricos en oro. En un extremo, habría una segunda parte de Con la muerte en los talones en la que descubrimos que finalmente George Kaplan existe y ha meditado muy seriamente ocuparse de quienes difamaron su nombre.
Es más difícil que se estrene una película a que no lo haga. Los obstáculos que surgen en su gestación son los suficientes y lo bastante hostiles como para que no se dé por alumbrada la empresa. Pongamos un ejemplo sencillo: para que este texto concluya basta mi determinación. Si mi voluntad es firme y las ideas acuden, cosa de la que no siempre uno está seguro, no hay motivo que induzca a pensar que podría no acabarse, no tener un fin, no cumplir ese anhelo, pero pueden concurrir circunstancias imprevistas, adversas muchas, una especie de colección de injerencias bastardas. A mí, que escribo, sólo me incumbe contar, ir acumulando las palabras, darles asiento en la realidad, no permitir que el ánimo flaquee, dejar que el texto prospere y se cite con el lector, cualquiera que se arrime, da igual que al final sea uno mismo el que, al releer, crea que no es cosa suya y encuentre en la lectura un punto de extrañeza, de cosa ajena a la que de pronto paradójicamente se inclina, de la que se siente parte. Lo que lo corrompa, todo cuanto se confabule para malograrlo, no es cosa mía, ni hay manera de pensar si podría haber sido mejor o incluso excelente.
Si en lugar de escribir estuviese haciendo una película, no dejaría de pensar en ningún momento si podría acabarla, si el guion pasará las cribas primeras, si alguien soltaría el dinero para que se comenzara a rodar o si, conforme se vaya grabando, todo se acabará enturbiando y el entusiasmo encuentre enemigos que se confabulen para que el conjunto se venga monumentalmente abajo. Porque una película, más que miniatura, como un texto, es una catedral, un edificio de una complejidad tal que se necesitan mil manos y mil complicidades. No es únicamente el dinero el que da con ellas al traste: se desquician por la ambición a veces, que suele aparejar gastos faraónicos. O por la mediocridad, que suele desilusionar a quien tiene un mínimo de decencia y no desea que su nombre se apareje a un bodrio. El fiasco se ve venir antes de que se monten los metros de cinta.
Decía Pascal que el origen del mal del hombre es que no sabe estarse quieto. Lo natural (insisto) es que todo sean problemas cuando uno ha iniciado el movimiento. Incluso la quietud se granjea la simpatía de la adversidad. Lo heroico es hacer una película. Lo razonable es que nadie se embarque en una aventura tan de locos, pero amamos la locura, la pedimos como lúbrico amante, nos encanta dejarnos embaucar por lo que nos cuenta y que nos lleve de la mano. Somos propiedad suya mientras la ficción cancela la verosimilitud y hace elástico el decurso del tiempo. Es bueno que el buen aficionado al cine repare de cuando en cuando en las películas que no se terminaron de hacer, aunque sea únicamente por adquirir el hábito de valorar más (y con más ojo) las que pasaron la criba y se estrenaron. Uno puede entender todo esto con facilidad, sin saber mucho de tejemanejes de la industria del cine y de cómo se construye una película y qué dura travesía sigue hasta que se apagan las luces de la sala y posee vida. Hay guiones eternamente errantes. Todos los adjetivos les cuadran: guiones absurdos, guiones fáciles, guiones previsibles, guiones inasequibles. No ven la rúbrica estampada en un contrato.
No entra en este razonar de las cosas las películas malas con colmo. Se enreda uno en pensar qué obras de arte nos perdimos, cuáles no pudieron ofrecérsenos, cuánto goce perdimos. Películas soberbias e invisibles, si es que esos dos atributos pueden casarse. La derrota, esa es la palabra que mejor conviene, hace que proyectos maravillosos se emponzoñen o cambien de manos en mitad del rodaje o inexplicablemente no encuentren una distribución y duerman a la espera de que alguien las bese y vean noviciamente la luz. Lo más hermoso de las derrotas es que poseen una épica de la que carecen con frecuencia las victorias, aunque se nos haya enseñado que sucede justamente a la reversa. Tienen esas películas no finalizadas una literatura formidable, dan pie a que se especule con lo que puso pasar y permitirnos la posibilidad (bendita ella) de que circulen por nuestra cabeza y montemos un pequeño cine en nuestra (desbocada) imaginación cinéfila. No son nuestros los avatares íntimos que la hicieron fracasar. Todo lo inconcluso es, por naturaleza, misterioso, y qué seríamos sin que el misterio lo ocupe todo.
Aristóteles dejó dicho que la filosofía nace del asombro. Seguro que si le hubiesen preguntado a Orson Welles de dónde nace el cine habría asegurado (con convicción, casi airadamente) que de una caja de caudales, y cuanto más grande, mejor. No hay otro modo de que el séptimo arte siga siendo una fábrica de sueños. El cine es un negocio que, de casualidad, muchas veces esa casualidad, ojalá fuesen más, si el azar y el genio lo permiten, alumbra obras de arte, historias mágicas, escenas inmortales, diálogos perfectos, canciones inolvidables, títulos de crédito asombrosos. Cuando acaba la función, si pudiéramos, deberíamos acercarnos a todo el personal que ha hecho posible esa magia, darles la mano con protocolo y expresarles de la forma más cariñosa y sentida posible la gratitud absoluta por habernos hecho pasar dos horas imborrables, pero no sabemos casi nunca nada de los guionistas, de los operadores de cámara, de los directores de fotografía, de los técnicos de sonido, de los montadores, de los localizadores de escenarios, de los especialistas o de los que ponen su bolsillo para que todos los demás cobren. A lo sumo, si uno es interesado, sabemos el nombre del director (Hitchcock fue el primero del que dijimos que íbamos a ver una película suya) y el de algunos actores, los más expuestos a la fama o a las portadas de las revistas o los que conocemos de otras películas y nos agradaron lo suficiente como para dejarles que nos engañen (eso es actuar) una vez más. Importa sólo la historia, importa que nos la cuenten bien, importa que se interrumpa la vida mientras continúa la proyección.
Hay libros que bucean en ese amor incondicional al cine de verdad y al que pudo ser verdad. No suelen ser libros deliberadamente expositivos: se dejan más conducir por el corazón del autor, que de pronto siente la necesidad de compartir su tristeza o su alegría, no es otra cosa escribir, por cierto. Porque todo, al final, queda en eso: en los agradecimientos, en los consentimientos, en esa voluntad de franquear obstáculos. Las películas malogradas, las tristemente caídas en desgracia, forman un capítulo digno de la Historia del Cine. Digno y necesario también. Ojalá no hubiese ninguna gran película que se malograra irreversiblemente. Que ningún texto recupere su espíritu. También podría ser un acto de justicia que alguien piense en ellas y extienda ese pensamiento a quien se confíe a leer. El cine podría vivir sin la literatura sobre cine produce, pero quienes lo amamos, cuando nos ponemos profundos o cuando nos arrebata el poder del mito o la seducción de la belleza, queremos saber qué sucede detrás de la película, por qué al final unos cuantos valientes (talento y valentía de la mano) lograron vencer todos los obstáculos y hacer que fuésemos durante esas dos horas más felices.