Durante unos años casi olvidados leí periódicos con síntomas quijotescos. Creía, entonces, que saltear mis ojos junto a aquellos caracteres, atufar mi nariz con aquellos olores a bencina, negrear mis dedos con aquellas tintas derretidas… toda información sumada me guiaría hasta el edén de la objetividad. Tal era mi ambición. Sin ambages: ingenuo como algún protagonista de Voltaire o el maestro Dostoievski.
Los fines de semana brincaba desde la cama tempranero hacia el quiosco, puesto que, mejor que la quina, un diario podía abrirme variopinto apetito. Y en el desorden de la redacción donde trabajé, husmeaba y escudriñaba hasta garantizarme presa. En ese momento de plenitud arrancaba con saña las cintas que ceñían las enrolladas cabeceras de provincias remotas y las custodiaba en la cajonera. Total, nadie repararía en ellas…
Luego, la desafectación. Quizá porque comenzaba a intuir, parafraseando al vetusto La Rochefoucauld, que nuestras virtudes –y por cualidad entendía mi afición– no son, la mayoría de las veces, sino vicios disfrazados.
El tiempo en un plis plas se fue consumiendo en sus brasas sin noticias de alcance. Pero de una temporada a esta parte –comprobado queda que no adquirí los adecuados anticuerpos–, he vuelto a las andadas. Sin embargo, cuanto antes tuve por parcelado, ahora admito que no podría aprovisionarme de suficientes estacas para pespuntear las lindes.
Curioseo con perseverancia en medios en los que advierto trazas mañosas. He sesgado los insustanciales por anodinos; los libelos por alergia; los advenedizos por desestructurados… No es que pretenda hojear de continuo los primeros números de Revista de Occidente.
Atiendo con sordina a esos periódicos digitales sufragados en que reparo para soñar la solidez más próxima a la verdad. Asisto cada amanecer a la misma bacanal laudatoria o intimidante. El poder y sus antagonistas embozados tras amagos de censura, amaño y confusión. “Buscad confianza, no evidencia”, se adelantó, iluminado, Unamuno. No reniego de la lectura del noticiero por llegar.