Cuando todo sigue igual y es extraño

Los cánones del género imponen un punto de no retorno para toda ficción distópica. No es el caso. Sé que existe un futuro al otro lado del temporal. Ya lo he visto otras veces. Muchas otras veces. Me lo enseñó la mar.

Mientras tanto mi rutina apenas se ha visto alterada. Trabajo prácticamente a diario. Después me encierro en mi apartamento. Fumo, quizá, más de lo habitual. Bebo demasiado, como siempre. No veo más o menos cine o series de lo que acostumbraba antes del confinamiento. Leo y escribo con la misma frecuencia, siguiendo la disciplina, de un modo germánico, de las mil por una.

Lo cierto es que no sé en qué momento empezó mi cuarentena. También lo es que los demasiados confinamientos a que me he visto obligado durante algunos años han maleado mi carácter de forma irreversible. De ahí que haya desarrollado no pocos mecanismos para contrarrestar el asedio que supone, muy dolorosamente, y en sentido inverso: la ofensiva se origina en nuestro interior; el Yo, del todo desprovisto de defensas, se va resquebrajando de dentro hacia fuera. Y como no puede ser de otra forma, se reacciona tarde y, probablemente, un poco menos que mal en el mejor de los casos. No obstante, existen grises estados del alma que son habitables. También me lo enseñó la mar.

Lamento haber perdido temporalmente esos ratos que solía dedicar a lo que me dio por llamar observación de gorriones. Me agazapaba en la terraza del bar del barrio que es como una prolongación de este pequeño apartamento. Allí bebía mientras alternaba un estudio sencillo del comportamiento de estos, mis pájaros preferidos entre todos, con la minuciosa y furtiva contemplación de la otredad y sus movimientos y sus palabras. Tomaba notas de todo ello, mezclando gorriones y personalidades. Las guardo, a sabiendas de su inutilidad, con tanto celo como amor. El monzón acaba por agotarse. Pronto podré volver a observar gorriones.

No. No esperen recomendaciones culturales de ningún tipo. Estoy abriendo el balcón de mi intimidad al patio de vecinos donde vivimos todos para paliar, de algún modo, la soledad que sé que compadrea con todo confinamiento.

Quisiera aprovechar para hablar del arte de vivir para quienes ahora padecen encierro. La oferta para enriquecer nuestro mundo interior nunca ha estado más próxima, al alcance de una mano necesitada.

Mapachío tiene una máscara negra, negras las orejas y de igual modo un tercio de sus patas y su cola felina. Es con quien comparto apartamento. Nos llevamos bien. No lo sabe –o sí, quién sabe, es un gato–, pero en él deposito inconscientemente el amor debido a las muchas ausencias diarias que le habitan –en un plano mágico de la existencia, imprescindible en las soledades y encierros–, que son recuerdos inanimados en el álbum de fotografías donde los nombres propios enuncian las mayores aventuras de mi pasado. Ignoro cómo ha podido ocurrir. Bien parece obra de un guionista sádico en exceso. Para salpimentar la pandemia el jodío gato se me ha infestado de pulgas. Pienso que podría ser peor. Y sí, esa forma de pensar, también me lo enseñó la mar.

Sería un cínico si dijera que la realidad exterior a mis muros no me afecta. No estamos viviendo ningún apocalipsis. Ni salgo al balcón a aplaudir cada noche: mi apartamento tampoco podría ser más interior (cuanto rodea mi existencia es minimalista y está enfocado a mantener estable el núcleo del átomo).

Soy egoísta, eso sí. Incapaz de acercarme al mundo, un virus lo ha sentado a mi mesa para la cena. Me siento menos solo desde que se decretó el estado de alarma. Me siento un testigo culpable de la tragedia que –de momento, y espero que así siga–, no ha tocado a los míos. Testigo culpable y oscuro que lee sin temor pero con un asombro muy humano cuanto esconde la asepsia de los datos y las gráficas que todos esperamos cada día con una fe casi religiosa que ni podemos ni debemos perder.

No se preocupen, les disculpo la intromisión. Lo entiendo como nadie.

Habida cuenta de mi excesiva experiencia en confinamientos, quisiera transmitir a los siempre improbables lectores, una única certeza ya consolidada por el conocimiento involuntariamente adquirido: no existe peor enemigo que uno mismo, que se vuelve terriblemente más cruel al caer la noche, cuando el silencio absoluto abre la puerta a la única voz posible.

No la escuchen. Es el diablo, que nos busca en el desierto.

Cultiven pues un jardín. Y acudan a cada momento a descubrir el exotismo de sus flores y a regarlo. Harán de su refugio el más confortable de los palacios.

Y si una espina desapercibida aguijonea la piel que de súbito se colorea de un rojo encendido, besen con labios y lengua generosos en saliva su marca. Será la prueba innegable de que seguimos (seguiremos) vivos. El mundo permanecerá ahí fuera, por supuesto, tan amenazante como es ahora y como no veíamos que ha sido siempre; pero será menos mundo y más vida. Al acabar el encierro saldremos a la vida y no al mundo.

Es la hora del café. Un día cualquiera posterior a los primeros quince días de cuarentena. ¿Lo quieren con azúcar o con sacarina?

¿Han visto? Sí. He aprovechado para cortarme el pelo.

Eduardo Flores

Autor/a: Eduardo Flores

Eduardo Flores (Cádiz, 1981). Autodidacta en el mundo literario ha sido soldado, estibador portuario y operativo de seguridad privada en África, entre muchos otros trabajos de lo más diversos. Es autor de los blogs literarios en internet 'La muerte del suspiro' y más recientemente 'La victoria de la carne'. En 2009 sus poemas formaron parte del libro colectivo 'Estrofalario' (Quorum Editores). Con la novela 'Una ciudad en la que nunca llueve' (Ediciones Mayi, 2013) hace su primera incursión narrativa en el mundo editorial.

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