CriSSis

Cuando se está al borde del abismo, a veces hay que dar un paso atrás antes de saltar.

Capítulo 54. Planes.

Nunca había sospechado que acabaría convertido en supervillano de cómic, en malo de James Bond, cerebro en la sombra. Pero John Lennon (de quien incluso tenía un disco firmado, comprado de importación a una tienducha de Londres que seguro que ahora era un restaurante japonés) tenía razón: la vida es eso que te pasa mientras estás haciendo planes para otra cosa.

Él había tenido muchos planes. La mayoría tuvieron éxito, no podía negarlo. Pero también hubo que sacrificar muchos otros. Una operación comercial, tampoco había que ponerse trascendente. Los sueños son eso que se olvida cuando abres los ojos, y González tuvo que dejar en la cuneta al adolescente rebelde para convertirse en un adulto integrado que incluso en ocasiones logró convertirse en triunfador.

Pero hay planes que se malogran, como hay vidas que sin venir a cuento se van al garete. Basta un malentendido, un hijo de puta que se aprovecha y te planta la zancadilla, un paso en falso en los negocios, un problema familiar que no ves venir hasta que se acrecienta tanto que no tiene marcha atrás: era lo que le había sucedido a Márquez, caído a la cuneta de sus propios fracasos. Márquez, que había encontrado por casualidad (otros dirían que había sido el destino) y le había abierto los ojos.

González sabía que tampoco él iba a poder marcha atrás. A nada. No conseguiría volver a ser más joven. No resucitaría muchos de aquellos sueños que había olvidado a cambio del estatus que otros habían perdido y él conservaba todavía. Pero nadie es dueño de su futuro cuando hay imprevistos que te asaltan y de dejan noqueado. Márquez había perdido cuanto tenía, la dignidad incluida en el lote. González, por el contrario, triunfador a medias, satisfecho de su pasado porque había olvidado los otros muchos detalles de los que no podía estar satisfecho, había descubierto un día molestia al respirar, la opresión en los pulmones, eso se que se convirtió en manchita en las radiografías y solo podía significar lo que había significado.

Saberse enfermo lo llenó, al principio, de rabia. Luego, de miedo. Todos los reproches y todos los lamentos típicos acudieron a su encuentro, de día y de noche. La vida de pronto se convirtió en una reloj que descontaba segundos. El pasado dejó de tener sentido para González. Y el futuro se volvió una mancha aún más negra de la que no podría haber salida.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

En el inevitable examen de conciencia que se produjo luego, aunque él no lo supiera, había tenido mucho que ver Márquez. Porque González supo que no se iba a ir sin plantar cara, sin darle gusto a aquel jovencito rebelde que fue una vez, al que engañó con nóminas y cheques y viajes al extranjero. Psicología barata, sin duda. Psicoanálisis del tres al cuarto. Pero González de pronto cayó en la cuenta de que es verdad que un solo tipo importa, que se pueden hacer cosas y dejar impronta, que no se tiene nada que perder, como cantaba Víctor Manuel cuando todavía era comunista, cuando no se tiene nada.

De ahí esta historia de Isidoro, la sociedad secreta en miniatura, los miserables de las cloacas enfrentados a un sistema que no les podía dar caza porque, de tanto ignorarlos, de tanto considerarlos invisibles, había perdido la capacidad de verlos. El crimen perfecto existe. Es el que no tiene motivos. Una muerte atribuida a la casualidad no implica investigaciones. Un asesinato sospechado no puede llevar más que a callejones sin salida si no hay ninguna relación entre el matador y la víctima.

La policía podía pensar, tras su aparición en los medios, que estaba estrechando el cerco. A González, en todo caso, le daba lo mismo. La idea de que mil pequeños davids podían enfrentarse a mil grandes goliats estaba ya sembrada. Solo la indignación puede esparcirse más velozmente que el miedo. Otros empezaban a imitar a Isidoro, ejecutando acciones que lo mismo tenían matiz testimonial que se llevaban por delante a un político corrupto. La gente (ese término que ahora usaban los jóvenes cachorros de la izquierda radical, como si les avergonzara el otro más antiguo, “el pueblo”) había despertado y, lo mejor, había hecho despertar a sus tiranos. El baile tenía una música nueva, y González ya podía dejar de ser el director de la orquesta.

Pero todavía le quedaba un poco de tiempo. Cada vez menos, cierto. Pero nadie tiene fecha fija para desaparecer del tablero. Había tiempo para un golpe de efecto más. Uno que llamara la atención, que sirviera como firma de fuego en el tiempo.

González descolgó el  teléfono y llamó a Márquez.

—Tengo un trabajo —dijo—. Busca al muchacho.

Rafael Marín

Autor/a: Rafael Marín

Novelista, articulista, traductor, guionista y teórico de historieta. Hombre orquesta, bullita. Además canto bien.

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