Confieso que tengo una extraña manía: hago fotos de malas hierbas. Me encanta observar el verdor que brota entre los adoquines, las flores silvestres que crecen en los solares, entre las hendiduras de los edificios o a los pies de otros árboles con certificado oficial para existir. Me resulta admirable lo poco que necesitan para germinar y cómo se agarran a la vida en condiciones extremas. Por eso me niego a arrancarlas de mis macetas, aunque me digan que son parásitas y se aprovechan de las otras. Las dejo crecer, o incluso las trasplanto a otros tiestos para averiguar qué especie me ha regalado el viento. Mi preferido entre todas es Segismundo, como así me gusta llamar a un arbusto que ha crecido bajo la reja del parking de San Antonio, no sé como, sin apenas luz, casi sin tierra, más que el polvo y la basura que se acumula a su alrededor. Pero ahí sigue, con sus hojas y ramitas asomando por entre los barrotes, junto con paquetes de tabaco arrugados, colillas y montañas de cáscaras de pipas.
También quedé fascinada por el jardín que se gestó en el espacio donde una vez estuvo Radio Juventud, por la variedad de flores que llegaron a crecer. Incluso propuse en un encuentro de carácter ecologista que se conservara a modo de bosque urbano, pero fue arrasado hace varios meses con el propósito de que el espacio sirviera de aparcamiento. Mi único consuelo fue saber, a través de mi amiga María Budiño, que hay personas que se dedican a difundir el estudio y conocimiento de estas “malas jierbas” y que explican, ente otras cosas, que muchas absorben la contaminación de las ciudades, pues así nos cuida la naturaleza, a pesar de todo.
Durante el confinamiento he observado más que nunca las que florecen entre las hendiduras de las baldosas de mi patio, el musgo que se enrosca alrededor del aljibe o la mata similar a la albahaca que ha brotado en una jardinera con tierra en el balcón. Cuando salgo para alguna actividad esencial, como hacer la compra, lleno previamente el carro con las botellas de plástico o cristal y agradezco ahora lo lejos que tengo los contenedores de reciclado, pues eso me regala un paseo inesperado y con cierto sabor a clandestino. Aprovecho, entonces, para seguir fotografiando jaramagos o plantas desconocidas que crecen sin maceta y sin permiso en balcones abandonados o casi derruidos.
Al saber de las noticias que hablan de la bajada de la contaminación, la recuperación de la capa de ozono, los delfines que se acercan a las costas o los ciervos que trotan por pueblos fantasmas, me da por imaginar que nuestras ciudades se naturalizan y, al ser liberados de este arresto domiciliario, nos encontramos con un nuevo jardín del Edén. Y casi creo en ese milagro, al descubrir una señal de tráfico a cuyos pies ha florecido un matojo de margaritas amarillas. Pero a la vuelta, me encuentro en varias calles, diversos guantes de látex desparramados por la calle, como brotes venenosos de color azul. No tenemos remedio. Somos la única especie capaz de producir flores del mal y de expulsarnos a nosotros mismos del paraíso.
9 mayo, 2020
Muchas gracias por estas flores del bien