‘Oscura Hierba’. Mónica Doña. Sonámbulo Ediciones. Granada, 2023. 70 pp.
El paisaje y la luz imbricados a un lapso de tiempo ha sido el germen de una gran cantidad de la forma japonesa más empleada, el haiku, extendida desde finales del siglo XIX en la literatura hispánica, y gracias a las traducciones el género a partir de los setenta tuvo un auge. Recordadas serán las traducciones a cargo de la editorial Hiperión. Sin embargo todos los géneros se sienten herido de muerte y son atravesados por otras miradas mostrando un quiebre, una vuelta de tuerca, o la versatilidad gracias al afán de los poetas.
El haiku se remonta al siglo XIII. El posible desgaste y la facilidad con la que algunos lo han practicado ha hecho necesario que algunos escritores con buen oído lo pongan en práctica. Pienso en Francisco Basallote, Josep Rodríguez, Ricardo Virtanen, Luis Alberto de Cuenca, Benítez Reyes, José Mateos, Juana Castro, Ángeles Mora, José Antonio Olmedo y Manuel Lara Cantizani –a quien va dedicado– entre otros. Una larga lista a la que se une, ahora, Mónica Doña.
La poeta de Úbeda y residente en Granada es autora de libros de poemas tan destacados como La Cuadratura del Plato, ¿Quién teme a Thelma & Louise? o Mundo Fantasma. Mónica Doña se inició además en el ámbito de la música con lo que el aspecto de la musicalidad es un rasgo que no descuida lo más mínimo.
Oscura Hierba, hermosamente publicado por Sonámbulo Ediciones, contiene tres capítulos tras los cuales se inicia con una cita, y seguidamente le siguen distintas ramificaciones de haikus. Así el que le da título al libro, el capítulo central, es el más extenso. En sus páginas, en palabras de la poeta granadina Trinidad Gan, “vamos a encontrarnos, revelada por la pura magia de la palabra, esa vida de la poeta, esos instantes, su quieto pero intenso fluir”.

Según Fernando Rodríguez-Izquierdo (en El haiku japonés. Historia y traducción), “Tal vez el más importante de los valores formales de haiku es su cristalización en torno a un tema de estación”. Para Bashoo la estación era el elemento más importante del haiku. Doña toma tanto de las estaciones como de los meses un instante, creando imágenes amplias y bellas (“Bosque de otoño. / Mira bajo las setas / pero no hay duendes”; “Tras el verano, / polvo de mariposa / queda en el aire”; “La hierba eriza / la sombra de los árboles. / Se acerca el frío”; “Obsceno octubre / bajo las arboledas / que se desnudan”). Como es sabido, desde Shiki, lo fundamental en esta estrofa sensitiva es la forma de mirar (atenta, perpleja, silenciosa, armónica) de estar aquí y ahora, y de participar de los sucesos, de los instantes e impresiones que entrelazan el presente en el que vivimos (“Soy un almendro. / Copos de nieve cálida / dejo a tus pies”; “Todo está quieto. / Se distinguen las formas. / En paz las miro”). Así, la mirada en el haiku lo es todo. Es por donde el haiku respira. No se pierde en los límites de la abstracción sino que concreta lo que todos pueden ver.
Los ojos puestos en la luna registran varias composiciones: “La luna llena / –centinela de luz– / guarda mi casa”; “Cuarto menguante, / luna en forma de hoz / busca mi cuello”. También cuando no se deja ver, demostrando Doña la habilidad para crear perspicazmente imágenes sugerentes: “Noche sin luna. / Humedece mis ojos / la densa niebla”.
Uno de los elementos que más conecta con el haiku japonés es la tendencia a captar el instante en que un elemento de la naturaleza se desploma (una o varias hojas, un copo de nieve, gotas de agua, las cerezas maduras, los gorriones), que tiene que ver con nuestro estado más frágil. Hay una especie de desprendimiento de la naturaleza, de ahí que elementos como la tormenta, el temporal, la nevada, el ocaso ocupen muchos de los mejores haikus (“El temporal / ha deshecho el sendero / por donde huías”; “La gran nevada / lo borra todo. Nace / la muerte blanca”; Tras la tormenta / las rosas desmayadas / y un cruel silencio), que en ciertos momentos llega a apoderarse del sujeto en un recuerdo de la infancia (“La niña triste: / su gracioso flequillo / sobre dos lágrimas”); sin embargo este conjunto de haikus genera cierto optimismo en su tono (“Solo una hoja / en la única rama / del tierno esqueje”).
Mónica Doña se coloca en lugar de un almendro o en la compañía del mar (“Sola en la playa / palpo la suave piel / de los guijarros”). También desde la altura se presiente la emoción, el momento de malestar congelado en lo opuesto que ven sus ojos: “En el alféizar, / una paloma blanca. / Y yo sin paz”. Este aspecto sería criticado por Vicente Haya, uno de los grandes especialistas del haiku en lengua castellana, quien afirmaba que «el haiku es un vaciamiento del yo para dejar entrar el mundo en nosotros». El mismo Santooka se lo saltaba por alto, como lo haría más de uno. Los parámetros de géneros no son ley, sino una mera guía y en nuestros tiempos están para traspasarlos, quebrando una parte se busca la originalidad, la aportación auténtica que puede realizar la autora. En cualquier caso, como el haijin, la poeta jiennense logra la unión espiritual con el paisaje natural, en comunión con la naturaleza: “No veo el sol. / Camino tras la sombra / que me precede”.
El agua forma una parte importante de Oscura hierba, detenida (“Junto al embalse, / suave brisa y sensible / temblor del agua”; “El agua quieta / es el espejo donde / se mira el cielo”) o en movimiento, como le gustaba tanto a Nakano Shigeharu o Tanikawa Shuntaro (“En cada ola / naufraga el mar: Qué hermosa / y dulce muerte”). Asimismo, el estado en que se encuentra en el elemento natural: “Cesa la lluvia / y en la hierba aparecen / gotas de olvido”.
La belleza de lo pequeño concentra su atención creando imágenes pulcras e irrepetibles. Además de algunos animales (aves, mariquitas, perro, pantera, mosquito…), que desfilan por estas composiciones, resultan llamativas aquellas que recogen la pintura (“Dorado y tóxico / el gran ojo de Vincent / gira en el lienzo”) o la propia poesía (“Escribo un verso. / pasa una golondrina / y hace el poema”).
Oscura Hierba rinde, en suma, un hermoso tributo al haiku. Mónica Doña logra iluminarnos instantes reveladores. Congela momentos que van urdidos a la emoción de algo pequeño revelándonos, relámpagos transparentes, nuestra precariedad, y nos muestra, al cabo, la versatilidad de la estrofa japonesa.