El hoy prácticamente olvidado cineasta Ricardo Blasco (1921-1994), la tonadillera Mikaela (1935-1991) y el poeta José Hierro (1922-2002): curiosa conjunción de talentos, que no parece del todo casual. El primero, como ha sido frecuente en el cine español hasta hoy mismo, llegó a la realización de películas por esa deriva que lleva al escritor en ciernes a probar suerte en la escritura de guiones y pasar luego, casi por lo que podría considerarse un proceso natural de promoción interna, a desempeñar otros cometidos, hasta que se le asigna el de director. La tonadillera, por su parte, no hacía otra cosa que llevar su carrera por los derroteros que los tiempos imponían: después de grabar unos discos, baquetearse en los escenarios y asomarse a la televisión, probar suerte en el cine, aunque fuera en producciones menores y de escasa proyección artística. En cuanto al poeta… ya hablaremos de su papel en esta serie de azares.
La confluencia se produjo en Gringo (1963), un wéstern de coproducción hispano-italiana (Duello nel Texas se llamó su versión italiana) dirigido por Blasco y rodado en Golden City, un complejo de decorados estables para películas del Oeste que acababa de construirse en Hoyo de Manzanares, provincia de Madrid. En principio Gringo iba a ser uno más de las decenas de wésterns sin pretensiones, más o menos miméticos de los norteamericanos, que se producían en Europa para consumo de salas de barrio, antes de que Sergio Leone revolucionara el género e impusiera sus innovaciones incluso sobre el modelo original, que ya daba muestras de agotamiento. El nuevo impulso tiene fecha inaugural: la del estreno de Por un puñado de dólares (Per un pugno de dollari) en 1964, a la que seguirían, hasta completar una revolucionaria trilogía, La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965) y El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966). Pero hoy parece evidente que Gringo, estrenado apenas un año antes del primero de los mencionados wésterns de Leone, puede considerarse un antecedente claro de la nueva orientación que había de experimentar el género.
Gringo, en efecto, insinuaba ya la apertura temática que había de caracterizar la nueva etapa. El wéstern dejaba de atenerse a su marco tradicional de conflictos entre caciques locales e individuos en busca de oportunidades, o de enfrentamiento entre indios y colonos, para situarse en una perspectiva más moderna, que casi podría llamarse “de lucha de clases”: los caciques se vuelven todavía más despiadados, su rapacidad se hace más evidente, los héroes que se les enfrentan son, como fue el caso del personaje de Clint Eastwood en la trilogía de Leone, simples emanaciones anónimas del fondo de violencia propiciado por esa situación, o, como sucederá en la saga de Django, inaugurada por Sergio Corbucci en 1966, meros marginados empujados por las circunstancias a responder a la violencia ejercida contra ellos. Todo esto está ya presente en Gringo, ambientada en un villorrio tejano cercano a la frontera con México en el que ciertos miembros de la oligarquía local –en concreto, el sheriff y el dueño del salón, que cuentan más o menos con el beneplácito del resto de los ciudadanos biempensantes– intentan despojar de sus tierras a una familia de mexicanos. “Gringo”, el personaje que da nombre a la película, y que interpreta el actor norteamericano Richard Harrison, no es mexicano de raza, pero se ha criado como hijo adoptivo de esa familia, aunque desde el comienzo parece claro que ha querido huir de ese trasfondo: lo veremos luchando en las guerras civiles mexicanas –de nuevo, un elemento de fondo que luego se volverá característico de las películas de Leone–, de las que regresará justo en el momento en el que unos enmascarados acaban de asesinar a su padre adoptivo. A partir de aquí, sobre el papel, la película se atiene a la pauta del drama de venganza, uno de los argumentos arquetípicos del wéstern clásico hollywoodense.
Sin embargo, hay en la película de Blasco algunos elementos que resultan un tanto perturbadores. De algún modo, la trama se sustenta, no en los actos de Gringo y sus antagonistas, sino en las actuaciones sibilinas, casi en segundo plano, de tres complejos personajes femeninos: una cantante de salón, interpretada por Mikaela, que mantiene un triple juego de seducción con Gringo, su hermano adoptivo y el dueño del salón para el que trabaja; una chica mexicana que está enamorada del mencionado hermano, y cuya decisiva participación en el conflicto tendrá para ella consecuencias trágicas; y la propia hermana adoptiva de Gringo, que inesperadamente dejará de conducirse como tal y le declarará su amor en una tórrida escena que el otro secunda sin mostrar apenas extrañeza, en lo que parece la consumación de un deseo cuasi incestuoso largamente incubado por ambas partes. Hay una larga distancia, desde luego, entre esta anómala situación y el habitual recurso del wéstern a que el protagonista enamore de algún modo, aunque sin llegar necesariamente a la consumación, a las mujeres que asisten a sus hazañas, como hace el expistolero Shane (Alan Ladd) con la mujer de un granjero en Raíces profundas (Shane, 1953) de George Stevens; o como sucede, en otro contexto, entre el exsoldado sudista Ethan Edwards (John Wayne) y su cuñada en Centauros del desierto (The Searchers, 1956) de John Ford. Pero ambos, Shane y Ethan, renuncian caballerosamente a un amor que claramente les haría romper con los presupuestos éticos de las comunidades de las que sus malos pasos los han alejado, pero que en el fondo respetan. El caso de Gringo parece otro: su sexualidad está más a flor de piel; su deseo, como el furor que lleva a Eastwood a violar a una prostituta en la secuencia inicial de Infierno de cobardes (High Plain Drifters, 1973), rodada ya bajo el influjo de las películas de Leone, es ciego e indistinguible de las demás pulsiones que conforman su problemática personalidad.
Pero Gringo no anticipa el mundo convulso del espagueti wéstern solo por acusar una nueva sensibilidad social y una visión más cínica y cruda de la sexualidad de sus personajes, sino también por una serie de afortunadas coincidencias que la emparentan con los filmes todavía no estrenados de Leone. Ya hemos aludido a la presencia de fondo de las guerras civiles mexicanas, como elemento que aporta espectacularidad; a ello hemos de añadir el hecho de que la banda sonora de la película de Blasco corriera a cargo del italiano Ennio Morricone, que se haría famoso por la música que compuso para la mencionada trilogía inaugural de su paisano, y para quien la película de Blasco supondría su primer wéstern. De que el luego afamado compositor no se sentía todavía cómodo en el género, o de que quizá no conceptuaba la película de Blasco como una producción digna de figurar en su ejecutoria, da fe el hecho de que empleó nada menos que dos pseudónimos para firmar su trabajo: el de “Dan Savio” como autor de la banda sonora y el de “Leo Nichols” como director musical de la película.
El de Morricone no es el único nombre en el que coincide el equipo técnico de esta modesta película española y el que contribuiría a las producciones de Leone, lo que ha llevado a algunos comentaristas a poner en duda que los méritos de Gringo, que son muchos y notorios, se deban a la dirección de Blasco, de quien se ha llegado a decir que figura como responsable de la película en virtud de los sinuosos acuerdos a los que obligaban las coproducciones, por más que este director ya había dirigido otras notables películas que acreditan sobradamente su competencia. Pero, antes de referirnos a esas otras películas, toca referirnos ahora, después de la mención a Morricone, a otro de los talentos que, como decíamos al principio, confluyen en esta película. Morricone, en efecto, fue el compositor de la banda sonora y posiblemente de la melodía de la desolada balada “A Gringo Like Me”, a la que puso voz Dicky Jones, que en muchos registros figura como autor de la letra, en los créditos de apertura y Peter Tevis en los de cierre. Pero, en medio, hay una hermosa escena en la que Mikaela canta un hermoso bolero titulado “Gringo” al que, según los créditos iniciales, puso letra nada menos que el ya entonces reconocido poeta santanderino José Hierro. He aquí el texto:
Seca la tierra vive abrasada
bajo la dura llama del sol.
Cuando la nube llueva sobre ella
ya será tarde para la flor.
Están los ojos sin lágrimas,
ya nada pueden llorar.
El alma escucha la música negra
de su soledad.
Seca mi vida como el desierto
Silencio eterno, piedra y horror.
Un caminante llegará un día,
ya será tarde para el amor.
Mikaela incluyó la canción posteriormente (1968) en un disco “sencillo” de cuatro temas que editó Belter y en el que figuraba como autor de la música el propio Ennio Morricone; o, al menos, eso consta en la ficha de dicho disco que se incluye en la página web oficial de la cantante; pero el hecho es que “Gringo” no aparece en la edición en disco de la banda sonora completa de la película –en la que sí se incluye la canción que interpretan Dicky Jones y Peter Tevis–; y, desde luego, apenas recuerda al estilo de Morricone, incluso en esta fase en la que todavía no había dado carta de naturaleza a los recursos y efectos que singulariza su música de cine. Uno se atrevería a sugerir que este bolero, que Mikaela interpreta en la película acompañada de las guitarras de una especie de orquesta de mariachis, y cuya melodía guarda cierta semejanza con la que cantan Jones y Tevis, fue resultado de una hábil improvisación, forzada quizá por la necesidad de proporcionar a la tonadillera un número musical acorde con sus posibilidades, y para la que se contó con el recurso de Hierro, quizá por mediación de Blasco, o porque ya por entonces la tonadillera conocía y trataba al poeta, a quien en la mencionada web (www.mikaelartista.com, a cargo de Mikaela Vergara, hija de la tonadillera) se cita entre sus amistades literarias. Los versos que aportó el poeta santanderino, en efecto, se reducen a una mera enumeración de elementos ambientales y argumentales, como si alguien, Blasco o la propia Mikaela. le hubiera hecho de viva voz un resumen improvisado: la “tierra abrasada”, el sol, la piedra, el desierto, por un lado; por otro, la soledad de la cantante de salón y su posible espera de un “caminante” que llegará tarde… Pero esos versos, en su desolado esquematismo casi eliotiano –una especie de “tierra baldía” resumida en tres estrofillas– y en la simplicidad de su acompañamiento musical, que creemos también improvisado, dan lugar a un momento memorable y contribuyen al misterio del sinuoso y ambiguo personaje que encarna la tonadillera.
Cabe pensar que Blasco, que tenía inclinaciones literarias, como hemos dicho, y que dedicaría sus últimos años a la composición de ensayos históricos en castellano y valenciano, vería con buenos ojos el encaje en su película de este elemento poético. Satisfacía, por otra parte, su afición, visible en sus dos incursiones en el cine negro –los policíacos Armas contra la ley (1961) y Autopsia de un criminal (1963)–, al cliché por el que la acción dramática queda interrumpida por un súbito cambio de decorado que da paso a una interpretación musical a cargo de una bella mujer que luego tendrá un papel más o menos importante en el resto de la trama: típica manera de introducir, en las películas de gánsteres, a la vampiresa de turno. En Armas contra la ley, el mencionado número musical corrió a cargo de la escultural estrella de circo italiana Moira Orfei, que también canta, enfundada en un traje increíblemente ajustado, una especie de bolero de apariencia improvisada –y de letra notablemente mala– que le servirá para irrumpir en la película como novia y cómplice del gánster protagonista. Igualmente, en la claustrofóbica Autopsia de un crimen, que transcurre íntegramente en un piso en el que el protagonista ha quedado atrapado, Blasco se las arreglará para que, en un flash-back, tenga lugar ese característico número musical, esta vez a cargo de Gisia Paradís, que interpretará sensualmente otra indescriptible canción titulada –de nuevo, con referencia literaria, esta vez a la poesía “negra” de Nicolás Guillén– “Sóngoro Cosongo”.
Es al menos curiosa la suma de circunstancias por las que unos versos de José Hierro terminaron encontrando su ubicación en un espagueti wéstern avant la lettre. Ricardo Blasco, después de las tres películas que hemos mencionado, que son las mejores suyas, dirigió dos deficientes entregas sobre las aventuras de “el Zorro”, en la primera de las cuales, Las tres espadas del zorro (1963), intervino también Mikaela; y luego trabajó en Televisión Española, donde dirigió, entre otras cosas, la notable serie de trece episodios Diego de Acevedo, sobre un personaje de ficción que vive en la corte española en un intervalo que abarca los últimos años del reinado de Carlos IV, la invasión napoleónica y la posterior Guerra de la Independencia. La serie, filmada en “soporte de celuloide” y calificada como “cine para ser pasado por televisión”, según decía una gacetilla del diario ABC del 9 de octubre de 1966, tiene momentos de interés y supone algo así como el eslabón necesario entre el mundo del wéstern hispano y las posteriores series de acción histórica que triunfaron en televisión en las décadas siguientes: en concreto, hace pensar en la posterior Curro Jiménez (1976-1979), que en su mayor parte fue dirigida por otro veterano del género, Joaquín Romero Marchent.
En cuanto a Mikaela, su inclinación a la poesía y su interés por frecuentar poetas la llevaron a conocer en México a un ya anciano León Felipe, y luego al premio Nobel Miguel Ángel Asturias, que compuso para ella la letra del himno “La paz en tres letras”. Entre otros muchos empeños relacionados con la poesía y marcados también por un claro compromiso con la cultura del exilio, la cantante financió y grabó un álbum con poemas de Rafael Alberti, que se publicó en 1970 y que, según declaró un tanto elusivamente en diversas entrevistas, le acarreó algunos perjuicios, seguramente algún tipo de boicot, al que ella atribuyó el relativo apagamiento que su carrera experimentó en sus últimos años, antes de su prematura muerte en 1991, a los cincuenta y seis años de edad.
Como Blasco, el director con el que hizo dos películas y a quien nunca citaba cuando hablaba de su carrera de actriz, sobre su vida pesa un cierto aura de talento no del todo reconocido. Que ella pensara que esa sobrevenida oscuridad era el precio de haber grabado un disco dedicado a la obra de un poeta exiliado –aunque su obra ya circulara en España con relativa normalidad por aquellos años– dice mucho, y no precisamente favorable, sobre el país en el que le tocó vivir y trabajar, que es éste nuestro.
2 octubre, 2020
Interesantísimo artículo y agradecido por la mención a la web oficial de Mikaela, la cual no está administrada ni realizada por su hija, sino por un servidor, apoyado por gran parte de material de la propia artista, que sí ha sido cedido por M. Vergara. En efecto, pienso que fue José Hierro quien escribió esa letra por petición de la artista, ya que ambos tuvieron una intensa amistad. Fueron retratados juntos en varias ocasiones y tengo algunas fotografías de los dos. Un saludo.