Una vez dejé el campamento,
como si todo aquello nunca hubiera existido,
jamás volví a hablar de la mili.
I
La explosión me viene a la mente en el autocar. Ha anochecido y estoy vestido de soldado y guardo, como los demás, un petate caqui en el vientre del maletero con mi ropa y mis zapatos de civil y el compañero que viaja junto a mí ronca con la cabeza echada muy atrás, sobre el respaldo del asiento de al lado. Me muestra su nuez protuberante, su piel sin un pliegue, sin vello, su corte de pelo casi al rape. Yo no lo conozco. No sé de qué compañía es. Siquiera he echado una mirada a mi derecha para escrutar sus rasgos, quedarme con su retrato de persona anónima con la que me cruzaré una sola vez en mi vida, tal vez en ese viaje y nada más. Supongo que está contento, aun en su letargo, como todos los que llenan el autocar.
Rodamos camino del sur, a una distancia sideral de nuestros hogares. Por encima de nuestras cabezas hay dos televisores. Uno cuelga hacia la mitad del habitáculo. El otro figura en la parte superior del parabrisas delantero. Ambos emiten, duplicadas, las imágenes de una misma película de esas de amor o de guerra, que me han distraído del libro que estoy leyendo. Sus reflejos grises, color con el que escapan de la pantalla, iluminan con cenizas, en cuanto se descomponen y avanzan demasiado hacia la penumbra, un montón de caras y cabecitas, casi todas adormiladas, algunas en movimiento.
Miro hacia el techo. Hay dos tubitos. Uno es el del aire acondicionado. Desde siempre, la gente, en los autocares, se ha dedicado a manipularlo constantemente como si fuera una especie de extraño artilugio que nunca se adaptara a sus deseos, encontrara su posición exacta, expulsara la brisa helada a su conveniencia. Por ahí delante, un soldado lo está haciendo, ahora con su flujo cálido.
El otro tubito tiene incrustado una especie de monóculo caliginoso en su interior, con un interruptor cuadrado pegado a él, el cual, en cuanto se presiona, enciende su lamparita, rayo de luz que acaricia las páginas de mi libro. A pesar de su luminosidad, de que gracias a él no tengo inconveniente en leer, no acierto a concentrarme, por la tele tal vez. Pienso que mi compañero de viaje no debe estar muy feliz con ese haz condensado que a mí me permite transitar sobre la superficie de las frases que conforman mi lectura —en ese momento sobre una enrarecida granja gobernada por un cerdo—, si bien unos cuantos ronquidos me convencen de lo contrario.
Tengo calor, pese a que no es verano precisamente, y reposo mi cara sobre la luna de la ventana, otra especie de pantalla que muestra las imágenes duplicadas del interior sobre una noche de celuloide, y está helada. Me gusta esa frialdad que relaja mi mejilla y mi frente, el vaho fugaz de mi respiración. Sólo me molesta no poder ver por dónde viajo. Por mucho que lo intento, la oscuridad me impide avistar ese paisaje que intuyo móvil.
De esa manera, navego mientras atravieso toda una geografía de aguas y contornos imaginados, disimulada en su negrura espesa e indescifrable, al encuentro de los míos, pero no estoy contento, tal como lo parecen los demás. En ese universo en el que se alternan luces y sombras, reales o imaginarias, aparte los murmullos sincopados y ásperos de ese acompañante eventual y los diálogos de la película, se oye el zumbido continuo del autocar, siempre a la misma velocidad, ya por la nacional, porque acabamos justo de dejar atrás la autopista.
II
A veces, hace uno un alto en la vida para asentar cabeza y pies y ver a qué altura de ella se encuentra. Es ese un fenómeno de reubicación al que muchos identifican erróneamente con cierta inteligencia, razón, equilibrio, aunque no posea en absoluto nada de eso. De unos años a esta parte, se trata de una constante, quizás de sobra repetida, en mi vida, y por eso cuando miro a mi alrededor, me digo que nada de inteligente, racional o equilibrado se esconde en esa actitud y menos aún en mi inmediato pasado, y que no estoy contento.
Me proponen esta mili, a la que nada tengo que dar ni de la que nada tengo que recibir, como un verdadero rito iniciático. Algunos de estos chicos que me rodean han dejado, muchos por vez primera, de forma tajante, sus casas, sus ciudades, sus aldeas, sus campos, sus fábricas, sus talleres, sus trabajos, sus familias, sus novias, para cumplir con su deber. Y hoy mismo acaban de abandonar su estatus de reclutas para convertirse en soldados y, con ello, piensan haberse hecho mayores. No creo que sepan que, en definitiva, los preparan para matar. Mejor que sólo aprecien todo aquello que se ve por la superficie: fiestas, cogorzas, uniformes, clarines, colorido, banderas que ondean al fuerte viento y el nervio inagotable de su edad.
En la mañana, han pasado de ser bultos, un número cualquiera, a tener un nombre, el suyo que ya tenían antes de entrar allí, en el campamento, y que les habían arrebatado y borrado sin piedad a su entrada en él, como si el barbero se lo hubiese rasurado con su maquinilla, de raíz, junto con el cabello, semanas antes. Ahora, están orgullosos de haberlo recuperado. Les pertenece por ley soldadesca. En principio, se han convertido en hombres hechos y derechos, por acudir a la talla, a la llamada de la leva, por someterse a una requisa que durará año y medio, por respetar un horario militar, cumplir con los toques de trompeta, trabajarse la instrucción mañana y tarde, asistir al aula de formación, soltar unos cuantos tiros sobre dianas fijas y salir como locos al pueblo o la capital cuando les brindan la ocasión, divertirse un poco y por, finalmente, después de tanto ejercicio y subordinación, durante cuarenta y cinco días, besar una bandera —el trapo como se la llama en la jerga militar— para volver al fin a sus hogares, de permiso de jura.
Es de suponer que cuantas más órdenes recibas, mejor las cumplas y las acates, más borrego seas, más adulto te creerás. Ellos no lo imaginan pero, como hombres, están preparados para asaltar posiciones enemigas o para defender aquello que aman y respetan, aunque de lo que no estoy muy seguro es de que ese algo, por lo que tal vez mueran un día, sea la patria. Lo que sí está claro es que ahora ya pueden ingresar en el mundo laboral con esa impagable experiencia, están listos para emborracharse, tener novia, comprarse un coche y un piso, casarse y criar hijos, irse de putas, echar barriga, perder pelo, envejecer y morirse… la cadena evolutiva completa.
III
Todavía no acierto a explicarme por qué nosotros estábamos fuera y los otros desgraciados dentro. Nosotros éramos los bultos de la décima compañía. Ellos eran los bultos de la tercera.
Estábamos formados y en posición de a discreción en aquella calle asfaltada a la que daban las aulas o pabellones de adiestramiento teórico. En el cuadro de formación, los había que fumaban. Aprovechaban así esa discreción, que era como se le llamaba al hecho de estar en descanso, pero con el pie izquierdo pegado al alquitrán, el fusil relajado, apoyado en la cadera, y el resto del cuerpo en otras cosas que no fueran la de una auténtica rigidez, atenta y preparada para una orden. Podía uno volverse, charlar, bromear o perseguir musarañas, siempre que no despegara ese pie de donde se encontraba anclado.
Yo, por entonces, había dejado ya los cigarrillos. He dicho que era joven. Y si no lo he dicho, se presupone. Como es obvio, cumplía mi servicio militar y recuerdo que disfrutábamos de un hermoso día de cielo azul y sol de febrero, algo frío. Y a pesar de que por allí era frecuente, no soplaba viento, un viento crudo, pariente del mistral, que de tanto en tanto arreciaba y se cobraba como trofeo, por los aires y por los suelos, la gorra de algún recluta que no la hubo fajado bien y que, al salirse de la formación para buscarla, cargaba luego con la bronca del suboficial y la burla solapada de los otros reclutas.
No intervenía mucho en las conversaciones y, como sí he apuntado, no fumaba. Me hundía en mis pensamientos. Y mis pensamientos eran los del permiso de dos semanas que a partir del domingo siguiente me permitiría cruzar Iberia en un viaje de mil doscientos kilómetros, para reunirme con mi familia, con mis amigos y con mi novia.
Por ese norte de orografía accidentada, por donde derrochábamos catorce meses de vida dedicados a la patria, al dejar un trabajo o unos estudios a medias y la relación temporal con los más cercanos, la cadena pirenaica nos cerraba la vista a las primeras estribaciones montañosas francesas. Y, por el sur, una cortina espesa de árboles, que cubría colinas de mayor o menor altura, nos impedía disfrutar de la llanura que se extendía hasta los yacimientos mineros de unos parajes que, aunque boscosos, rebosaban de carbón por sus entrañas.
La mayoría ni miraba lo que la rodeaba. Yo no paraba de hacerlo, una y otra vez, incansablemente. Reconozco que, en más de una ocasión incluso, me planteé sin escrúpulos ausentarme de una de aquellas noches de recuento, huir en la noche, recorrer con tranquilidad la distancia que me separaba de ella y cruzar a pie la frontera, para no regresar más.
IV
Ocurrió después del desayuno, si mis recuerdos no son falseados por profundos sedimentos de tiempo, y fui testigo de la escena completa.
Se oyó un estruendo colosal. Al instante, nada, un vacío de sepulcro, un silencio insólito. Insólito porque era falso, engañoso, aparente. Porque duró apenas décimas de segundo y, al mismo tiempo, una eternidad. Y lo que dura ese instante, que casi es perenne y también nada, no pertenece a nuestro universo y es por eso poco fiable y, menos aún, real. Decir que como por milagro se había detenido el tiempo, hubiera sido lo más exacto.
Inmediatamente, fue como si el aula donde se produjera la explosión, hubiera perdido de repente todo el aire que contuviese en su interior y, a continuación, necesitada de él, aspirara de la calle, con violencia —enormes y poderosos pulmones que se asfixiaran al instante—, todo lo que en ese brevísimo espacio de tiempo le hubiera faltado, aprestándose a rellenar lo antes posible aquel espacio engendrado por su asfixia, hasta que, en un vómito final e ineludible, soltara lo que los llenara en demasía para expulsarlo de nuevo de golpe a través de las ventanas, con un rugido desmedido, acompañado de una miríada de cristales rotos.
Es decir, fue como una sacudida suprema en tres movimientos —expirar, aspirar, volver a expirar—, que emergiera de un vacío artificial y al margen de una dimensión creíble para, en último término, caer en menuda lluvia de diamantes cortantes y sin valor desde los altos marcos de madera, donde se habían deshecho hacía un instante, hasta la acera que rodeaba el pabellón, como un brusco y necesario destrozo que se liberara en cascada y se trasladara a la calle fresca, a la vista y a los oídos de nuestra compañía y de nuestros instructores.
A estos fue a los primeros que vi mirarse unos a otros y recular maquinalmente, fusil cruzado sobre la guerrera, para protegerse la espalda contra la pared de ladrillos de nuestra aula, pues hasta que ese último estampido inesperado se presenta y un golpe resuena como una patada en la puerta, todo el mundo se ha mantenido inmóvil, cine mudo y a cámara lenta.
La detonación, que concluye con esa caída y ese rumor de cristales rotos, da paso a otra tregua silenciosa, menos profunda, menos diferida que la primera, y son los agudos chillidos del cuartelero los que rebanan su aire, frente a esa expectante reserva nuestra, atónita, en la que nos observamos con asombro.
El cuartelero es el chico al que le ha tocado ese día, por sorteo, vigilar de plantón la puerta del aula para anunciar la llegada de un oficial, abrir y cerrar la puerta y saludar militarmente al que entra o sale. Es él quien, súbitamente, salta a la pata coja, escaleritas abajo y soltando berridos, alcanzado en el muslo por una esquirla que atravesó la hoja —ignorábamos si astilla de madera, trozo de metal de la cerradura o metralla plástica debida a la explosión.
Por eso, mi mirada atenta ha olvidado ya los cristales y se desvía ahora hacia él, hacia sus gestos. Son alaridos de dolor y botes incontrolados. En su carrera saltarina, llega hasta las aulas de la hilera opuesta. Allí se detiene, a la sombra, se inclina, se apoya con un brazo en el bordillo, toma asiento lentamente en la acera, agacha la cabeza, se aprieta la pierna, gime con menos fuerza, descansa.
Entonces, los demás, al contrario que él, hacemos ademán de sacudirnos, pero no demasiado, sin saber si huir, aunque eso está rigurosamente prohibido y ese pie izquierdo es de una inmovilidad sagrada, de mármol, y sigue allí, pase lo que pase, plantado en el suelo.
En seguida, un sargento, que es el que surge en primer lugar del edificio siniestrado, ocupa un plano principal en el silencio dolorido que dejó el cuartelero, dando un empellón a la puerta, salvando los escalones de un tranco, preguntando con las manos en la cabeza, bailarín de aspavientos alocados a la derecha y a la izquierda, completamente desnortado, si hay médicos en nuestra compañía, porque sólo nosotros andamos por allí para prestar una ayuda que no parece tal. El temblor de nuestras manos, las miradas sorprendidas y espantadas, todo inmovilidad en suspenso, ¿podría parecer eso una ayuda?
En su pechera caqui, una enorme mancha de sangre fresca, en principio sin heridas, aquel tipo al que apodábamos el galápago luce en sus ojos, en sus gestos, las inmediatas consecuencias de alguien que se deslumbra, tanto con el sol al aire seco y frío del día, como con ese otro algo distinto, inescrutable, esa especie de abismo del estruendo.
A su invocación alterada, de nuestra compañía, pronto se separan, se alejan, a la carrera, Miquel, el vasco, y otro chico cuyo nombre no recuerdo, un madrileño, y dejan sus fusiles a un compañero, para perderse puerta adentro. No es nada aconsejable eso de abandonar el arma porque es una temeridad que va contra las normas castrenses y puede acarrear el peor de los castigos, pero se presupone que todo aquello que irrumpe inesperado y enloquecedor, en la perfección y pureza rutinaria de la mañana, en la cadena de fijos preceptos marciales que nos atenaza, cuenta como una disculpable excepción.
En cabeza, cuando ellos dos desaparecen en el interior del aula y vuelven a aparecer a una velocidad inadvertida, no sabemos aún que transportarán con sus propias manos al teniente Sarduy, a quien sacan efectivamente boca arriba, con la preocupación del galápago, que ronda a su alrededor quitándose y poniéndose la gorra, cuya visera también se ha manchado de sangre.
Porteado con enorme dificultad y cuidado, el de Madrid tira de sus sobacos y el vasco de sus tobillos. Los brazos del teniente o lo que queda de ellos le cuelgan en piltrafas. El rostro desfigurado es un amasijo de todo menos de rostro. Y la camisa caqui en su pecho está empapada como la del sargento, pero creando una especie de hueco rugoso de color rojo. De ella se desprende un chorro de sangre espesa que va salpicando, conforme lo trasladan en volandas, las escaleritas, la acera de la fachada y el asfalto de la calle, en un continuo goteo, que al golpear cada superficie forma un reguero modelado que imita coronas, cráteres o protozoos.
Nuestros dos compañeros lo tienden con delicadeza y profesionalidad en el suelo, como si estuvieran acostumbrados a hacerlo, y le aplican los primeros auxilios. Todavía no me explico por donde empiezan los médicos a aplicarlos en casos como ese. Imagino que por restañar las heridas, detener la hemorragia. No se ve bien desde el lugar en el que estamos, sólo movimientos incesantes, enérgicos, un poco confusos en el que utilizan sus propios jerséis desgarrados en tiras para hacerlo. Trabajan bien, eso es seguro, porque son esos cuidados los que, sin duda, le salvarán la vida.
A continuación, asoma por la puerta un cabo primero, del que supimos posteriormente le quedaban dos semanas de mili, por su propio pie, con la cara teñida. Lleva, a medida que anda, con cierta dificultad, porque no ve bien, la cabeza inclinada y las manos puestas en la sien derecha con el ademán del que aguanta algo. Alguien lo sostiene del codo —otro veterano, supongo que para que no tropiece y se caiga—. Camina como ebrio, como si pudiera evitar que se le cayera el ojo que, como se nos relató más tarde, había quedado estampado en la pizarra del aula.
Por detrás, cuatro reclutas, heridos leves, con algún que otro rasguño, probablemente de la primera fila de bancas —mal asunto suele ser ese de que tu apellido empiece por a o por be o por ce, ese orden alfabético que puede acabar contigo—, se aferran unos a otros, como si no quisieran enfrentarse en solitario a la realidad, mientras caminan, lentos, compungidos y con gestos evidentes de sufrimiento para unirse por la acera con el cuartelero.
Finalmente, a sus espaldas, semejante a una resolución de miedo y de liberación aturdida, toda una tropa —sinónimo de plebe para un patricio que ya ha jurado bandera y es veterano, no digamos para un oficial— de casi doscientos reclutas que hubiera sido entregada a una suelta súbita de ganado en estampida, emerge aterrorizada del edificio, encuentra el aire sereno, el sol, esa supuesta verdad exterior, y se desparrama velozmente por los alrededores hasta desaparecer por todas partes en pequeñas unidades.
El miedo o paraliza o espanta. Horrorizados, sin ton ni son, ciento noventa alumnos reclutas que, como nosotros, ya deberían haber estado en la calle central, preparados para la instrucción previa a las duchas, acaban de abandonar el aula en el desconcierto, después de ponerse de pie dentro de la clase y comprobar que están vivos. Ahora, una vez al aire libre, todavía no conscientes de ello, tienen que correr y chillar con la mayor rabia posible para comprobarlo.
V
Ocurría el último viernes de formación en el aula, antes de la jura de bandera, y sólo por el empecinamiento del teniente Amado Sarduy, aquellos quintos permanecían aún en ella, recibiendo clases de teoría de la granada de mano.
Ellos no nos contaron nada. Me refiero a los oficiales y suboficiales. Los reclutas presentes, en cuanto tuvimos contacto con ellos, escaso, hay que decirlo, tampoco. No sé si recibieron alguna consigna de los mandos o no abrieron la boca por iniciativa propia. En el ejército, uno forma parte de un pelotón, que a su vez forma una compañía y luego un batallón, así hasta llegar al regimiento. Pero su unidad básica, primigenia, es el soldado. Y el soldado está enseñado a obedecer una orden que se grita, está enseñado a callar, a marchar dando zapatazos y a mirar exclusivamente hacia adelante, a huir de lo que tiene a los lados, a avanzar de frente hacia el fuego enemigo. Cuando lo haga en el campo de batalla, no se le pedirá que se interese por el que cae a su lado o a su espalda, únicamente que guarde silencio y siga atacando.
Pero los hechos siempre son tercos en su realidad y suelen escurrirse por alguna grieta, tal y como lo hacía todavía un humo leve del aula a través de las ventanas superiores de cristales y marcos rotos o, a continuación, tal y como demostraba la evidente presencia de los tres primeros heridos, los siguientes y la desbandada final del resto de la compañía.
Al minuto, con una urgencia inusitada, un jeep verdoso —en la mili esos vehículos suelen aparecer siempre como llenos del polvo de una escaramuza violenta en un desierto, aunque estén recién lavados—, de humo espeso y oscuro y motor bronco, aparca junto a la puerta.
Montan en él a los tres heridos más graves y se los llevan, acelerando vigorosamente, con una premura de película, un chirrido de neumáticos, primero camino del botiquín y, luego, supusimos, en ambulancia, hacia el hospital militar de la capital, a algo menos de cincuenta kilómetros, sirena en ristre.
Después, un segundo jeep acude con el mismo barullo. Son los heridos más leves quienes son encaramados a su trasera para perderse también rumbo al botiquín.
En la confusión, el resto de oficiales y suboficiales, que ha acudido al desastre, se las ve y se las desea para reunir a toda esa compañía de jóvenes asustados, dispersa en su huida y aterrada, que se ha diseminado con los fusiles colgando de la mano por los contornos, por la calle y por las aceras traseras. Se dijo que hubo unos cuantos que llegaron, llorando y con una crisis de nervios, al campo de tiro, a casi un kilómetro de allí.
Son ellos, unos cuantos apoyados en las paredes de ladrillo, otros recostados en el césped, otros tantos bajo los cinamomos de la ladera en sombras, quienes han presenciado la explosión en directo, quienes han sido testigos de ese pozo vacío y sin fondo que se ha engendrado en un instante y que hubo de ser rellenado al momento con otro algo. Es decir, han entrevisto un universo paralelo, en el que no existe la respiración sino un parpadeo invisible, un extraño infinito, flotante, cuya abertura acaba siendo cegada en realidad con un despertar que no es sino el indescriptible horror de lo inadvertido.
Y nuestro teniente, un alférez y dos sargentos, con el capitán, que no sabemos cómo acaba de aparecer, han acudido al descalabro, ayudado prestamente a otros militares a correr tras los huidos y reagruparlos, pero sin desatender a nuestra compañía, que ha quedado varada y expectante durante el transcurso de los acontecimientos.
De pronto, cuando con enorme esfuerzo la compañía tercera ha sido reunida, formada y llevada a zapatazo limpio hacia la explanada de instrucción, cuatro o cinco tipos de la compañía de servicios llegan inesperadamente con un tercer jeep, igual de gastado que los dos anteriores, a no ser que sea el mismo jeep que se repite sin cesar en el espacio y el tiempo con su motor bronco y su humo oscuro. Van armados con unas fregonas grisáceas, unos cubos, unas escobas grandes y recogedores de metal, para iniciar labores de limpieza.
Tardan poco, los de intendencia. Acometen con rapidez su faena y, luego, otra vez ese sol de febrero sin viento. Como si no hubiera pasado nada. Mutismo inmediato. Todo barrido, todo fregado, todo limpio. Por lo menos, el exterior. Del interior, como no se ve nada, lo más preciso y ya se ocuparán del resto en días sucesivos, en la semana que seguirá a la jura de bandera. Esos chavales, baldeado y barrido lo más visible, el reguero de sangre, los pedazos de madera y cristal, se echan un cigarrillo, cierran discretamente la puerta agujereada, le echan la llave, agarran los utensilios de limpieza, se encaraman al volante y a la trasera y se largan zumbando en el vehículo.
Cuando han partido los de intendencia y Miquel y el madrileño se han reincorporado a sus puestos, sin jerséis y sin gestos apreciables que nos indiquen lo que han visto o sufrido, nosotros seguimos custodiados por los veteranos, que no han sabido reaccionar a los acontecimientos. Entonces, son nuestros oficiales, ya presentes, quienes nos ponen firmes y nos conducen a la gran explanada de cemento y nos mantienen allí, durante tres horas, se dice pronto, pateando el firme sin piedad, hasta que los nervios acaban por serenarse, hasta que el sudor nos resbala sienes abajo y con él se va empapando la ropa interior, lavando la desgracia, la angustia y la alarma.
Lo que toca, como terapia, se llama instrucción, la reiteración de un movimiento a una orden, que primero es extraña y luego familiar y que no busca sino un reflejo automático del cuerpo, su reacción instintiva. A partir de un momento determinado, a base de movimientos involuntarios, el cerebro se vacía y hace que los músculos se muevan con los automatismos de una máquina, a un grito seco e imperioso del que nos manda. Eso es lo que nos hace olvidar lo inolvidable, porque en el fondo y en la forma, finalmente, no ha pasado nada.
Al terminar esa instrucción inacabable —«paso, ar – fusiles al hombro, ar – paso ligero, ar – derecha, ar – izquierda, ar – fusil en prevengan, ar – a la carrera, ar»—, en esa enorme pista por la que nos cruzaremos varias veces con los de la tercera y sus miradas perdidas en un punto inexistente, a torno a mí, veo a unos cuantos compañeros tirados por ese suelo de cemento, sin respiración, agarrados apenas con fuerzas a su fusil, completamente exhaustos. Yo chorreo un sudor amargo y salado, pero, al igual que otros pocos, no me he derrumbado de cansancio porque el cuerpo humano es un misterio. Por esta vez, ni el capitán ni los suboficiales nos han amonestado por nuestra conducta.
El ejercicio continuo ocupará músculos y cabeza. La paliza física acabará en las duchas. El agua caliente ahuyentará y limpiará la tragedia. Poco después, el comedor intentará llenar esa ausencia que quedó en el estómago, si es que al final el cerebro acaba por dejar que nos entre algo en esa sima insondable que se nos abrió en las tripas.
VI
El autocar me deja en la capital más cercana al lugar donde vivo. Desde ahí todavía tendré que tomar otro autocar hasta llegar al pueblo. Ya he avisado de que aterrizaré esa tarde noche, veintisiete horas después de mi partida del campamento.
Allí, me recibirán en la parada término, unos amigos, pero no quien yo hubiera deseado que acudiera, pues no están ni mi familia ni mi novia.
Ha anochecido y sigo vestido de soldado y eso me avergüenza un poco, no como a muchos otros, a quienes los colma de orgullo y, en la oscuridad que me protege de miradas indiscretas, rozando con los nudillos la aspereza de las paredes, arrastrando el petate, aligero mi paso para no tropezarme con nadie y menos aún con algún conocido.
Esa tierra, ese pueblo, esas calles, esas casas de teja mora, ventanas diminutas, puertas remachadas y fachadas blancas son ahora distintas, casi nuevas para mí. La familiaridad se me acerca con lentitud, tras dos meses de ausencia.
Desde que salimos del campamento, en el desgrane general de aquellos que van apeándose poco a poco a medida que vamos llegando al sur, el único militar que queda ya hasta ganar ese lugar concreto soy yo. Los demás ya fueron desapareciendo, en unidades, en pequeños grupos, con sus boinas verdosas y sus tres cuartos, por sucesivas ciudades durante el trayecto.
No puedo olvidar las imágenes de las últimas veinticuatro horas, el momento en que nos presentamos a la parte delantera del autocar, que era el medio de transporte para los que vivíamos tan lejos, para aquellos para quienes nuestra familia no hubo acudido a buscarnos en sus vehículos privados.
Hemos dado cuenta de un estupendo almuerzo que nos ofrecieron en el gran comedor. Y en el aparcamiento del recinto militar, yo alcancé a ver aquel ómnibus oscuro, con su raya roja en el costado, en el que viajaré, con su letrero de fondo blanco y el nombre de la capital de mi provincia en letras negras, y delante del cual hice cola y de un salto me subí dentro. Conmigo iban tres nuevos soldados de los que había conocido en mi módulo de cuatro literas. Pero los asientos estaban numerados y ellos habían caído un poco más hacia el fondo, Rodrigo, Diego, Abel, todos paisanos. A su bajada, tras la despedida, cada uno de ellos se incorporaría quince días después a su destino en un cuartel distinto. No volví a verlos más.
Luego, a medida que avanzábamos por aquellas carreteras, apenas unos cuantos, cada vez más cansados, fuimos quedando como rezagados u olvidados en su interior.
Desde las cuatro y media de esa tarde del domingo en que botaron el autocar hasta el lunes noche en que llego, rendido, a casa, he recorrido más de mil kilómetros, y he atravesado todo tipo de paisajes y de calzadas en una hilada insoportable de horas. El tiempo, el mismo: seco y soleado, fresco en la madrugada.
En la estación término, los que me esperan son Juan Antonio y Bernabé. No sé cómo se han enterado de que llegaba. Imagino una casualidad. Les veo cara sombría, algo ausente, pero me dan un abrazo, ambos.
Vengo de otro lugar, de otro universo, perfecto, remoto, inexistente para ellos, donde todo se ordena en un retiro y felicidad extrañas, separado del mundo real, pues aquel primer autocar y sus tierras lejanas de procedencia pertenecen a otros dominios, casi de ficción.
Ellos me dicen, supongo que se acercaron hasta mí por esa razón y creo ya firmemente en esa casualidad de que bajara yo procedente de ese otro infinito para que se sinceraran, que un tipo de anchos y torneados bigotes ha entrado a tiros en el parlamento, a la cabeza de un pelotón de guardias civiles armados con metralletas, y que suena música clásica en la radio, desde hace unas horas.
VII
Y así estoy. No soy tan alto. De hecho, no llego a la estatura de un gastador, pero me han elegido banderín, muy delgado, pelo negro y espeso, tez bronceada, guapo y orgulloso. Ahí estoy yo, sí, como instructor de otro llamamiento, al que entre otros hemos adiestrado durante mes y medio, con ese recuerdo de la explosión metido en la cajita de la memoria y casi completamente olvidado.
Ese llamamiento es el primero del verano y encabezo un rectángulo de aspirantes a hombres, formado por jovenzuelos imberbes, cuello afeitado y de pelo cortísimo, en su mayoría isleños cobrizos e ilusionados, que han de besar para convertirse en hombres la bandera de la patria.
Soy ya un llaga, es decir, un veterano de meses, y en mi hombro exhibo un tomate o galones de tela roja con tres barras de cabo, que me han entregado posiblemente por tener estudios superiores, tras un examen que fue filtrado como si nada a todos los candidatos, y ahora precedo a mi nueva compañía —desde junio, en que me asignaron a ella, es la octava—, pero por detrás del oficial, que viste sus mejores galas: sable, guantes de un blanco intachable, banda cruzada, correaje negro bien brillante, gorra de plato con tres estrellas doradas de seis puntas.
En la presentación lenta de los banderines de cada compañía a la oficialidad, en señal de obediencia al coronel, de respeto a la bandera, paso al frente, teníamos la potestad y la obligación de aproximarnos a las gradas.
Las observo con detenimiento, aunque no lo parezca —mi cuerpo inmóvil engaña a la mirada que no para de fotografiar todo aquello que ve—, repletas a un lado y a otro, con las emocionadas familias de los reclutas, que han acudido a la gran fiesta final de este llamamiento.
En la parte central, una amplia representación de autoridades está sentada en sus sillones de madera barnizada y asientos y respaldos de terciopelo púrpura. Veo al coronel, con sus gafas de miope, montura negra y cristal que oscurece a la luz del día, como un dictador latinoamericano de fino bigote bruno. También el espigado teniente coronel anda por ahí, un par de comandantes y, a la derecha de esos mandos y oficiales de rango superior, un personaje cruzado de vendas, al que no acierto a reconocer.
Ahora, presentados los estandartes, regresamos a la cabeza de cada una de las compañías, que se han retirado provisionalmente al centro de la explanada con sus capitanes en perfectas formaciones. Y, poco a poco, en hileras, uno tras otro, todos los reclutas van pasando junto a la bandera para besarla, mientras a su paso se desprenden de su tocado y lo guardan en su antebrazo en señal de respeto. Es una ceremonia larga bajo ese sol estival que aplasta, y se ejecuta a ritmo de tambor con paso acompasado, perfecto.
Una vez finalizada, la percusión calla. Toque de corneta. El coronel, en un apretado silencio, va a proceder al homenaje sorpresa a un héroe, el teniente Amado Sarduy, al que se acaba de ascender prontamente a capitán por méritos heroicos, en este caso por salvar a una compañía de una masacre oprimiendo con sus puños y abrazando contra su vientre una granada que decían no tenía detonador, pero que sin detonador ni nada estalló en plena aula, de forma accidental.
Las consecuencias no parecieron ser muy alentadoras para él. Mutilación de ambos brazos hasta la mitad del húmero, pérdida de la visión por aplastamiento de los ojos, acusia profunda en ambos oídos y la amputación de la mitad del estómago, extirpación del bazo y parte del esófago, pérdida de veinticinco dientes y de un segmento de la mandíbula inferior: hermosa medalla al valor, no recuerdo cuál, por heridas muy graves en acto de servicio.
El ex teniente, ahora flamante capitán, al que yo no había reconocido en primera instancia, luce sus vendajes en la cabeza, bajo la gorra. Me recuerda al hombre invisible, con esas gafas de sol sobre la gasa orillada. El uniforme le tapa las del tronco y también sus brazos que, a pesar de la distancia que nos separa, son dos extremidades de muñeco, de una goma plástica endurecida, apreciable sólo en sus manos inmóviles, que levanta para saludar con torpeza artificial, pero sin disimulos, como un autómata.
En ese silencio tumbal en el que no hay pájaros, hojas que se muevan, carraspeos o toses, el coronel agarra una medalla, que recoge de un mullido cojín con cuatro borlas, a la pechera del nuevo capitán, con toda la solemnidad que requiere el acto. Se oye un corto discurso en el que distingo la palabra honor y la palabra bravura por los altavoces que resuenan por cada rincón, en un eco repetido. Un toque de trompeta. Aplausos cerrados en las gradas. Entre ambos militares, saludos compartidos que rozan sus viseras. Emoción en los asistentes. Orgullo engolado en el nuevo capitán, que se gira y, con torpeza de ciego, toma asiento en el sitio que hace un momento dejó vacante.
El coronel se da la vuelta hacia otro de los invitados al palco. Lo invita a acercarse. Cabo primero de reemplazo. Ni recuerdo ni oí su nombre. Alto, de cabello anillado y rubio. Pérdida del ojo derecho. Acusia total oído del mismo lado. Recomposición de una parte de la mandíbula inferior de la que perdió masa ósea y tres molares. Medalla al valor, tampoco me acuerdo de qué tipo ni de qué grado, inferior en importancia. Sin ascenso, pues no es profesional. Sigue otro discurso por los altavoces, más breve que el anterior. Nuevos saludos que tocan levemente las viseras del mando y del suboficial. Apretón de manos. Aplausos, muy cerrados.
Los de su quinta contaron, con la boca pequeña, que quiso salir a la puerta para arrojar la granada afuera, en una primera versión, y que el teniente se lo impidió. Otros afirmaron (los menos, porque muy pocos quisieron hablar) que, después de la intención inicial, no le dio tiempo a echarse al suelo por querer salvar al teniente y la detonación y la metralla blanda le arrancaron de cuajo el ojo derecho y parte del maxilar inferior.
Tercer invitado. Cuartelero, aquella criatura de veintiún años, carpintero en Teruel, de espaldas a la puerta, recibió una astilla de madera, curiosa ironía, y un fragmento de metal que penetraron por la parte posterior del muslo. En el hospital militar más cercano, lograron extraérselos tras hora y media de espera, porque había que auxiliar en primer lugar al teniente, en estado muy grave, y luego al cabo primero. Afectaron a un nervio y le provocaron, una semana después, al no serle aplicada una simple inyección antitetánica, una pequeña infección necrosada, que a duras penas lograron frenar los médicos militares con fuerte aplicación de antibióticos, mañana y noche, después de quince días más en la cama del pabellón de accidentados. Salvó la pierna de milagro. Leve cojera. Mención. Una medalla sin demasiado valor. Saludos de rigor.
Vi a gente que lloraba en las gradas, y a las que parecían las familias de los condecorados, cabizbajas y en silencio, sin lágrimas. Y cuando terminaron de imponer los galardones, de repartir los laureles, me despertó de mi ensimismamiento un último y fenomenal aplauso, que duró varios minutos, que se dejaron correr por la importancia del protocolo.
De repente, sonó un cornetín con una orden de silencio y otra de parada. Y la gente cesó en sus aplausos y las compañías se pusieron una a una en movimiento, penetraron en el anillo y desfilaron perfectas y sincronizadas a los aires de una marcha militar interpretada por la banda del campamento, dieron una vuelta, voltearon sus cabezas al palco al saludo de su coronel, salieron del estadio y con su dispersión y los abrazos a las familias, todo se deshizo y quedó inmóvil, soledades de explanada, hasta la hora de la comida de despedida, hasta la próxima jura.
VIII
En el aula donde ocurrió el percance, a mi regreso al campamento en marzo, no encontré rastros de lo ocurrido. Pasé por aquella puerta, me acerqué y examiné la hoja. Apenas nada. Buen trabajo de marquetería. Buen cepillado. Buen barnizado. Marcos de madera renovados y cristales de las ventanas altas en su sitio, relucientes, su masilla fresca de olor a pescado.
El suceso completo me lo relató una semana después uno de la tercera, al que destinaron allí como un instructor más y al que no agradaba aquel recuerdo pero quería compartirlo para hacerlo menos agrio, menos punzante, supongo. Era deportista, de alta estatura. Jugaba muy bien al baloncesto, en la liga regional gallega, y uno de los comandantes, incluso el coronel, estaba como loco con el deporte y se encargaba de reclamar, en el sorteo de destino a los cuarteles, a aquellos buenos deportistas, en especial de fútbol, baloncesto y balonmano, todos federados, para que jugaran en los equipos del campamento, que durante el curso deportivo participaban en el campeonato abierto regional. Él también había acabado por eso entre nosotros.
El teniente Sarduy, el héroe, demorado en al menos un cuarto de hora, explicaba el funcionamiento de una granada de mano a las diez menos diez de la mañana. Previamente había pasado un vídeo sobre su estructura interna, mecanismos, funcionamiento y explosión.
Para la práctica, abrió la gaveta del escritorio y colocó sobre la mesa dos tipos de explosivos: el clásico, de envoltura plástica con su anilla y su dispositivo de seguridad. Era el que se arrojaba en el campo de tiro del propio campamento y a su lanzamiento dejaba flotar en el aire una especie de cinta blancucha mientras volaba. Al contacto con una superficie dura, estallaba. Se trataba de una granada ofensiva de impacto, un tipo de bomba que fue retirado más tarde de la circulación porque si tropezaba con superficies blandas y quedaba sin estallar, se convertía en una peligrosa trampa mortal para las avanzadillas amigas. Y, a su lado, otro más, una granada americana, llamada de piña.
El teniente presentó sus diferencias poniéndolas bocabajo y, para mostrar cómo se activaban, introdujo sendos detonadores en su interior por el orificio correspondiente.
A lo largo de su exposición, cerró ambos orificios con la rosca correspondiente. Tiró de la anilla de la primera con la que, por lógica, no sucedió nada. Pero acto seguido, obvió el giro necesario para extraer el detonador de la segunda. Así, cuando echó a funcionar la granada, también arrancándole la anilla, se dio cuenta demasiado tarde de que de su parte superior escapaba un hilillo de humo. Contrario a las normas de seguridad, el detonador que él mismo había introducido para que los reclutas aprendieran por donde habían de hacerlo, se había activado. No había vuelta atrás.
Granadas las hay de distintos tipos. Esa, por fortuna para su temeridad no tenía metralla, sino envoltura plástica. Pero para su desgracia, no era de las que arrojándola a lo lejos pierden la cinta y, al contacto con una superficie sólida, detonan. Esa era de temporizador, una trampa mortal.
El teniente Sarduy no quiso de ningún modo arrojarla a un rincón por evitar lo peor entre los bultos; ni al exterior, para no destrozar al cuartelero o causar bajas a otra compañía que en ese instante formara en descanso por el exterior.
El cabo primero tuvo el tiempo justo de gritar todo el mundo al suelo y, mientras la masa de reclutas se parapetaba como podía bajo aquellos asientos en gradación, al teniente no se le ocurrió otra cosa que abrazar el artefacto contra su cuerpo. La mesa salió volando y se estrelló contra la pared, el proyector quedó hecho trizas mezclado con trozos de carne, de huesos y de piel ensangrentada, la pizarra inutilizable y la pared tiznada.
Lo que constituyó un acto de irresponsabilidad con explosivos y resultados imprevisibles, en un aula repleta de jóvenes, se saldó con dos heridos muy graves y un tercero menos grave, otros cinco de la primera fila leves, con rasguños y alguna contusión, zumbidos en los oídos y secuelas psicológicas para algo más de una tercera parte de la compañía, aproximadamente unos sesenta o setenta reclutas.
Sin embargo, su acción imprudente se había transformado ese día de verano, en el que lentamente presentábamos los banderines de las compañías en señal de honores a los mandos y a la enseña nacional, en el que se juraba bandera y se desfilaba después por el anillo olímpico, en un soberbio acto de heroísmo. El teniente Amado Sarduy se hizo acreedor a una condecoración militar con ascenso inmediato y jubilación anticipada, paga máxima por mutilación debida a un accidente muy grave en acto de servicio.
IX
Aquellas comidas de jura eran muy buenas, de calidad y de ambiente. Casi siempre servían un exquisito arroz a la valenciana de plato principal, truchas con almendras y guarnición de segundo plato y una deliciosa tarta glaseada de postre. Todo, cuidadosamente preparado y presentado, acontecía en una atmósfera feliz, festiva, muy distendida entre el ruido de los platos y de las bandejas, las conversaciones, la felicidad incontenida de los nuevos soldados y la sonrisa satisfecha de los veteranos y de los oficiales.
Con excepción de unos cuantos enfermos de llamamientos anteriores que quedaban al azar por las compañías, deambulando como carroñeros solitarios y olvidados, a la espera de una resolución del tribunal médico que los declarara aptos o inútiles para el servicio y que no habían participado en ella, no quedaría a lo largo de diez días un solo recluta entre aquellos edificios. Aún podíamos permitirnos el lujo de descansar un poco en el ambiente cerrado en el que quedaba el campamento hasta la llegada del siguiente contingente, que correspondería al del otoño.
Veía a los chavales, ya soldados, en mi mesa —el veterano del tomate en el hombro—, comiendo con alegría y apetito en el inmenso comedor con cabida para dos mil y pico personas, esperando con impaciencia, como yo, seis meses atrás, el largo viaje que los llevaría a cientos de kilómetros de allí, a lucir sus uniformes caquis, sus boinas de paseo, sus caras tostadas por el sol del verano y la instrucción continua, sus músculos un poco mejor perfilados, la satisfacción por reencontrar a los suyos y a sus novias, si las tenían.
Dispuestos en filas, desde la Plana Mayor hasta el edificio de la primera compañía, con su petate al costado, saltarían en masa, tras el alegre almuerzo, a los autocares alineados de cara a la salida, y el campamento quedaría desierto y mudo para todos nosotros, unos cuantos instructores, suboficiales, oficiales y mandos, hasta esa otra llegada de los siguientes bultos.
Pensaba que nunca relataría absolutamente nada sobre mi servicio militar y, sin embargo, escribí infinidad de cartas familiares, amistosas y de amor, un largo diario que contaba con transformar en novela, una especie de memoria militar y que, con el paso de los años, extravié, no viene al caso cómo.
Pensaba en que pronto acabaría toda aquella pérdida de tiempo, que era como una especie de pesadilla absurda, que se vería manifestada durante años en sueños retorcidos, de los que me rescataba un sobresalto, empapado en sudor, porque creía haber cometido alguna tropelía contraria a las ordenanzas militares u olvidado sellar mi cartilla militar o, en el sueño ,estallaba un explosivo en la planta primera de mi compañía o, aún peor, en mi propia casa; que dejaría un día u otro, tan alejado en el tiempo, aquel lugar en el que arrestaban a perros, a piscinas e incluso, una vez, a un poste de la luz; en el que te preparaban para guerras improbables o inexistentes; en el que concedían medallas a los imprudentes y a los necios que no habían pisado en su vida un campo de batalla, un terreno minado, una trinchera de verdad, si no era en sus falseadas maniobras y jueguecitos guerreros, con sus machetes romos y su munición de fogueo.
No dejaba de contemplar con añoranza las montañas que apenas nos separaban de la frontera francesa, sin dar un paso definitivo y desertor hacia ellas, siempre en una cobarde indecisión y un pavor indecible a lo desconocido.
No dejaba de preguntarme y sigo haciéndolo, cada vez que me viene la memoria al espíritu, dónde estarían ya los del llamamiento de la tercera compañía que vivió aquella historia, el vasco, el madrileño y, cómo no, los de la compañía de servicios que limpiaron el aula en los días posteriores a la formidable explosión y si, como yo, recordarían con tanta lucidez y precisión tanto detalle.
Y, sobre todo, me preguntaba qué habrían hecho todos, tanto unos como otros, con sus recuerdos, sus heridas superficiales o profundas, sus secuelas, si habrían olvidado o no aquel suceso, aquella súbita manifestación del vacío, aquella visión de lo terrible, aquellos miembros destrozados y chorreantes de sangre, aquella desbandada excepcional, aquellos brincos del cuartelero que cojeaba buscando un calmante en la sombra de la calle asfaltada, aquel ojo estampado en la pizarra del cabo primero de remplazo que solamente mereciera una medalla militar de cuarta clase, obtenida gracias al ejemplar, heroico y laureado comportamiento de su teniente.