Un paseo entre castaños

Hace algunos años, un paseo en grupo por la Serranía de Ronda me llevó a descubrir por azar el espectáculo que ofrecen en otoño los bosques de castaños que salpican las laderas –entre el gris de las áridas calizas de las escarpadas cumbres y las distintos tonos de verdes de encinas, alcornoques y pinos- del laberíntico valle del río Genal. Desde entonces, me he acercado a la zona cuando he podido para revivir la sorpresa y el asombro de otros tiempos.

Hace unos días, aprovechando las escasas horas de la tarde en esta época del año, hice la última escapada al Valle del Genal con la sospecha de que las hojas de los castaños habrían comenzado a amarillear, lo que suele suceder entrado el mes de noviembre, antes o después, dependiendo de la meteorología. En esta ocasión, me acompañó un amigo pintor, con el que repetía excursión después de cinco años. Aquella vez accedimos por el noreste hasta Pujerra. Esta vez lo hicimos por el suroeste, por el puerto de Espino, donde se cruzan las carreteras de Ubrique a Gaucín y de Ronda a Algeciras.

Antes de internarnos en el Valle, hicimos una parada en un mirador de carretera situado a poco menos de un kilómetro de este cruce de caminos, en dirección a Ronda y a poca distancia de Algatocín,  cuyas blancas casas -superpuestas unas sobre otras y presididas por la torre de su iglesia- ofrecen desde allí una silueta, recortada sobre un fondo agreste de sierras, entre pintoresca y cubista.

La visión panorámica desde el mirador de la vertiente Este del valle nos permite formarnos una idea de su espectacular orografía y de la variada riqueza forestal que abrigan sus angostas gargantas. Una sucesión de colinas de laderas que caen en espectaculares pendientes se suceden a nuestros pies, mientras las sombras de la tarde comienzan a progresar por ellas hacia el fondo del valle, fuera nuestra vista.

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Foto: Pedro Bohórquez.

Frente a nosotros, pequeñas y caprichosas manchas blancas que resaltan sobre verdes profundos y amarillos llameantes: algunos de las pequeñas poblaciones –algo más de una docena- de toponimia eufónica y claro sabor morisco que conforman la dispersa comunidad humana del valle, dificultosa y deficientemente comunicada entre sí.

Alpandeire, Pujerra y Faraján, hacía el norte, en las estribaciones de las moles grises y azuladas de la Sierra de las Nieves de fondo, y frente a nosotros, hacía el sur, Jubrique y Genaguacil. La imponente Sierra Bermeja, con sus tonalidades herrumbrosas, a las espaldas de estos pueblos parece empequeñecerlos más aún y acentuar su aire de lugares alejados y perdidos entre las asperezas de una naturaleza superficialmente domesticada, donde todavía es posible la ilusión de perderse.

Disponíamos de apenas hora de luz para llegar nuestro destino, al otro lado del Valle, y poder internarnos unos minutos dentro de los límites de los castañares que se encuentran por encima de Jubrique. Apenas a quince kilómetros por carretera se nos mostraban sus apiñadas casas que parecen encaramarse entre bosques en la parte superior de una ladera de la vertiente Este del valle. La luz del sol caía todavía de lleno en ese momento sobre el pueblo que se nos mostraba envuelto en una difusa atmósfera dorada, pues su posición y orientación le permiten despedir las últimas luces del crespúsculo sobre el valle.

Dejando atrás Algatocín, cuyo casco urbano hay que circunvalar antes de precipitarse en el fondo del valle, según avanzábamos, ante nuestra vista aparecían  y desparecían a tenor de las sinuosidades de la carretera masas doradas de castaños, interrumpidos por el verde intenso de encinas y alcornoques, cercando, por encima y alrededor, la blancura caliza del apretado caserío de Jubrique, a los lejos y en lo alto.

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Foto: Pedro Bohórquez.

El descenso nos condujo directamente al puente sobre el Genal, que se nos mostró fugazmente, caudaloso tras las últimas lluvias, o eso nos pareció. Encajonado entre laderas, el cauce traza cortos meandros en su abrirse paso por las estrecheces del terreno. Masas de chopos amarilleando jalonan en sucesión intermitente las reducidas márgenes de tierra llana que quedan en las orillas y su disposición en la lejanía, acotando diminutas huertas, permiten adivinar el zigzagueante discurrir del río que se pierde, finalmente, por entre las escarpaduras de la orografía.

Nada más cruzar el puente, la carretera comienza a serpentear en ascenso por la ladera de una colina hasta que llegamos a un cruce. A nuestra derecha, a seis kilómetros, dejamos Genaguacil para mejor ocasión, pues merece –como cada uno de los pueblos del valle, por otra parte- una visita detenida. A su particular atractivo –compartido por los demás pueblos- suma el haber convertido sus calles en un integrado y discreto museo escultórico, gracias a un original certamen de artes plásticas que se viene celebrando todos los veranos desde más de veinte años. El Ayuntamiento de Genaguacil sufraga la estancia de  los artistas  en el pueblo y los gastos de realización de obras que, en contrapartida, quedan expuestas en la localidad.

Jubrique queda a cuatro kilómetros carretera arriba oculto, de momento, a nuestra vista. Lo buscamos con la mirada sin hallarlo. Se esconde en un recoveco del camino, tras un repliegue de la colina que enfrentamos. Esperamos encontrarlo de un momento a otro, pero mientras sí, mientras no, nos distrae en el camino –y nuestra atención queda como atrapada en ella- una masa de castaños que parece derramar su amalgama de amarillos, verdes y marrones ladera abajo, desde su cumbre, por una colina que surge a nuestra derecha. Las hojas de los castaños parecen absorber toda la luz anaranjada que el sol que comienza a declinar proyecta sobre sus copas.

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Foto: Pedro Bohórquez.

Entretenidos en esta contemplación, tras un recodo de la carretera, encontramos las primeras casas de Jubrique, a nuestra izquierda. El caserío se extiende ladera arriba de un pequeño valle lateral al del Genal.  El casco urbano queda a la derecha de la carretera, que se prolonga y atraviesa las fragosidades de la Sierra Bermeja, hasta Estepona, a unos cincuenta kilómetros; en el lado izquierdo del tramo que lo circunvala se ha construido un paseo con pequeños miradores que invitan al ensimismamiento y a las tertulias peripatéticas de jubilados.

Tenemos que llegar a la parte alta de donde arranca el camino de Faraján que nos conducirá, a unos centenares de metros de las últimas casas,  a las puertas del bosque de castaños. Como no recordaba cómo llegar en coche –hace unos seis años hice al lugar una anterior visita- buscamos el camino a pie. Para encontrarlo tuvimos que atravesar el casco urbano por estrechas calles de trazado laberíntico que testimonian su pasado morisco. Se extiende escalonado en cuestas empinadas y, dentro del dédalo de callejuelas -algunas con cortos tramos techados con habitáculos construidos por encima de la calle- la torre de la iglesia nos sirve de referencia.

Pasamos cerca por la plaza del Ayuntamiento, una construcción reciente con el estilo de la arquitectura oficial de aires modernos que invadió los pueblos andaluces en los años ochenta y que hoy convive en desarmonía con una reconstruida arquitectura tradicional.

Atravesando las calles desoladas de las seis de la tarde de un otoño en Jubrique me acordé de que aquí inició su peregrinaje el escritor Ángel Vázquez, tras abandonar su Tánger natal para siempre en el año 1965. Su abuela materna era oriunda de Ronda y parece ser que se instaló en Jubrique en casa de una tía y trabajó para su Ayuntamiento. ¿Cómo sería la vida del atormentado autor de La vida perra de Juanita Narboni en el Jubrique de los años sesenta tras haber vivido toda su vida en el cosmopolita Tánger de los 50, en el que pudo codearse de los Bowles, Willians  Burroughs, Djuna Barnes, Truman Capote, Francis Bacon o Jean Genet? No muy estimulante, pues pronto abandonaría Jubrique para marchar a Madrid. Se cuenta –como parte de leyenda de malditismo que aureola la vida de este raro escritor- que antes trabajó en un censo reformado del pueblo que terminó por inventarse.

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Foto: Pedro Bohórquez.

¿Dónde estarán los habitantes de Jubrique?, nos preguntábamos mientras buscamos una salida al laberinto, pero  la sensación de estar desorientados dura poco tiempo. El eco de unas voces de niños nos conduce a una explanada, escenario de sus juegos, y sus indicaciones nos encaminan hacia el inicio del camino por el que dirigirnos al bosque de castaños. Unos granados y membrillos que asoman sus frutos maduros por encima de una elevada tapia, por los que recuerdo haber pasado en el paseo de hace seis años, me confirma que estábamos en el camino.

Tras andar unos centenares de metros –no sabría decir cuántos-, encontramos los primeros castaños, entre pinos, alcornoques y pequeñas viñas, cuando al sol le queda poco para ocultarse tras las cumbres del otro lado del valle. Los últimos rayos se proyectan entre las hojas de los castaños, mientras mi amigo el pintor sentado sobre un leño, de espaldas al Poniente, contempla absorto los juegos de luces y sombras sobres los troncos y sobres las hojas secas que tapizan el suelo. Alterna su inmovilidad con los movimientos para mojar los pinceles, mezclar colores y trasladarlos a un pequeño cuaderno con trazos rápidos y seguros, sin titubeos, inspirados. Las manchas de color se armonizan en la hoja en blanco, en la que, trazo a trazo, asoman destellos del misterio que, junto al silencio, envuelve el momento. Mientras nuestro amigo aprovecha las últimas briznas de luz, a nuestro alrededor la naturaleza prosigue también en silencio su tarea, y la puesta de sol aviva aún más el amarillo en las hojas de los castaños y los tiñe con veladuras rojas y anaranjadas. Y cuando el sol se ha puesto tras la crestería del otro lado del valle, y todo se sume en sombras y comienzan a encenderse las luces, como pequeñas constelaciones, de Benarrabá, de Algatocín, de Benalauria y de Benadalid, las hojas de los castaños siguen conservando por un tiempo los reflejos de las mismas brasas que tiñen el ocaso. Es hora de volver, nos decimos entonces.

Pedro Bohórquez

Autor/a: Pedro Bohórquez

Pedro Bohórquez es periodista y profesor. Ha trabajado para varios medios de comunicación, entre ellos Diario de Cádiz. Actualmente, es profesor de Lengua y Literatura y colaborador de varios medios de comunicación digitales.

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