Nyumba Ntobhu es un rito social hoy vigente en la aldea de Kiagata (Tanzania); su traducción literal sería “Mujer casa con mujer”. Cuando una mujer vive sola -porque no ha encontrado marido, porque ha sido maltratada y/o abandonada por el esposo o porque ha quedado viuda- puede acudir al Nymba Ntobhu y pactar la convivencia con otra mujer de más edad, que se compromete a ayudarla física, emocional y económicamente y –si es el caso- a colaborar en la crianza de los hijos. El lazo entre ambas mujeres es familiar, pero no sexual, de manera que una y otra son libres para mantener relaciones eróticas fuera de ese matrimonio.
Yo no conocía la cicatriz del hombro, y mucho menos la del vientre. Supe de ellas en el Depósito, cuando aquel policía se empeñó en que reconociera el cadáver de Calila y yo no podía decir si era o no era ella porque tenía la cara tan hinchada, toda violácea. Así que el policía me mostró las cicatrices y yo le dije que no tenía ni idea, pero entonces vi el anillo, eso sí lo reconocí enseguida, y ya por lo menos me dejaron en paz.
A Calila la conocí en la peluquería de Almudena, en septiembre de 2014, me acuerdo muy bien de la fecha porque yo me acababa de jubilar en la universidad y fui a que me peinaran para una cena de despedida que me habían organizado algunos compañeros. Aquel día no estaba Almudena, que era la que siempre me atendía. Calila se me acercó nada más entrar y me dijo que, si no me importaba, le encantaría hacerse cargo de mi pelo, casi no me dio lugar a pensarlo. Podría parecer un descaro por su parte, pero mi primera impresión fue que era una mujer tímida, al menos sumamente reservada, y no me equivoqué: durante los tres años que vivió en mi casa supe muy poco de su vida pasada, aunque nunca tuve la sensación de que me ocultara algo, y menos de que me engañara, Calila era incapaz de engañar a nadie.
Pues aquel día, mientras me arreglaba el pelo, me dijo que había leído todas mis novelas excepto la última y que estaba esperando a cobrar la primera paga de la peluquería para comprarla. Después me contó que había estudiado filología hispánica en Santiago de Compostela, que había nacido en una pequeña aldea gallega, que tenía una hija de pocos meses y que había llegado a Madrid unas semanas antes, al poco de enviudar de un marido que había muerto en un accidente de moto y que, «¿Sabe lo que le digo?, tampoco hacía mucho bien estando vivo». Hablamos de literatura y me pareció tremendamente intuitiva y atinada en sus opiniones. Cuando terminó de peinarme me arriesgué a decirle: «Si subes a mi casa te regalaré mi último libro».
Y así fue como Calila se convirtió en mi secretaria, bueno, en mucho más que una secretaria. Por entonces ya mi hija vivía fuera de la ciudad y en mi casa había sitio de sobra, a pesar de los libros. Se vinieron ella y la niña, Raquel, a vivir conmigo y fueron tiempos muy felices. Calila se ocupaba de todo, de la correspondencia, que a mí me estresa tanto, de mi agenda, de las relaciones con la Fundación, de organizar los arreglos de la casa de la sierra para tenerla lista los veranos…, en fin, de todo. Yo no sé cómo me las apaño ahora sin ella. Y sobre todo me siento tan culpable de no haberme dado cuenta, de no haber visto que ese hombre seguía cerca y que había venido a Madrid para matarla.