En la cacharrería de Joan Perucho

En el mercadillo dominical –enero de 2020– me llama la atención que, entre la multitud de curiosos que ojean sin mucha esperanza los puestos –la mayoría de ellos, poco más de una manta extendida en el suelo, sobre la que se exhibe un puñado heteróclito de objetos encontrados en la basura–, haya quienes, en serio, regatean con los vendedores para llevarse, por ejemplo, unos pantalones viejos… Hay días en que la ciudad –ciertas ciudades, al menos– se conjura para causar esta impresión mísera… No es, desde luego, el mercadillo, que a mí me parecía rutilante, donde yo compraba de niño mis tebeos seminuevos o, algo después, fui reuniendo los preciados libros de la colección RTV, por ejemplo. Aun así, no puedo resistirme a rescatar de esos montones de desechos una antología bilingüe de Joan Perucho (1920-2003) y un tomito de memorias del hispanista Charles David Ley. Veo entre ellos cierta relación de contigüidad; y no sólo porque hoy compartan espacio en la misma manta sucia, sino porque ambos autores también coincidieron en el tiempo, en una época que nos ha dejado una copiosa literatura entre asordinada y grisácea que, miren por dónde, me parece a mí que proporciona al lector de hoy algunas útiles lecciones sobre la capacidad de la propia literatura para, mimetizándose con su entorno, lograr despistar a sus más encarnizados enemigos.

Es curioso: éstos, y otros libros anejados al mismo lote, fueron las lecturas que tenía entre manos cuando, en marzo de 2020, el gobierno decretó el confinamiento domiciliario de la población con motivo de una aciaga pandemia que todavía hoy, cuando escribo estas líneas, sigue activa. Por ello creo que siempre asociaré de algún modo esta Poesía 1947-1981 de Joan Perucho y su Dietario apócrifo de Octavio de Romeu, que también aproveché para leer en la misma racha, a esos primeros días de reclusión.

A ello se debe quizá mi ánimo disperso y el hecho de que muchas de esas páginas haya tenido que leerlas dos y hasta tres veces para enterarme de lo que decían. Y ello, quizá, no tanto por su posible dificultad, que no tienen, como por lo contrario: su ligereza. Perucho es, como sugiere su propio apellido con sonoridad de apodo familiar o diminutivo cariñoso, un hombre que parece obsesionado por las nimiedades, y no cabe duda de que a algunas les saca mucho partido: piénsese, por ejemplo, en sus repetidas evocaciones de los álbumes de cromos de la I Guerra Mundial, que al parecer eran muy populares en los días de su infancia. Tanto su poesía como su Dietario apócrifo tienen mucho de eso: de álbumes de estampas. Y éstas son, como él mismo dice de las que coleccionaba en su niñez, un tanto estridentes y, al mismo tiempo, delicadas: precisas en los detalles y, a la vez, un tanto difusas en lo que a visión de conjunto se refiere.

De ahí también que, como suele ocurrir con las estampas, uno sienta ante estos textos un cierto afán clasificatorio, que llevaría, por ejemplo, a constatar que Perucho fue muy aficionado a la pintura en general y a la pintura catalana contemporánea en particular, y que lo que escribió sobre ello está a la altura de las breves pero certeras semblanzas de pintores que Eugenio d’Ors, su mentor y modelo, reunió en su libro Arte vivo. Igualmente, se puede afirmar que otra de las grandes obsesiones de Perucho fue el mundo finisecular, las evocaciones de escenas galantes o frívolas, a veces impostadamente afrancesadas, que de nuevo cabe asociar a un periclitado mundo adulto entrevisto desde los ojos de un niño. Una tercera categoría, dentro de esta clasificación temática, la constituirían lo que podríamos llamar entes de fantasía: fantasmas, ciudades imaginarias, personajes apócrifos, fingidas erudiciones… Es el suyo, sin duda, un mundo caleidoscópico, carente de otra unidad que no sea la que le otorga el hecho de que todos sus ingredientes conviven en una misma mente inquieta, detallista, inclinada a un cierto humorismo soterrado que con frecuencia se traduce en melancolía.

Joan Perucho.

Con melancolía, en fin, constato que mi ejemplar del Dietario apócrifo de Octavio de Romeu –Romeu, recuérdese, fue un personaje de Eugenio d’Ors que éste alguna vez quiso elevar a la categoría de heterónimo– lleva en mi poder desde finales de los 80, cuando compré, en la mesa de saldos que solían poner a la puerta de Galerías Preciados en la calle Ancha de Cádiz, varios títulos de la afamada colección Áncora y Delfín, de Ediciones Destino, que se imprimieron en un formato distinto al habitual, el de pastas duras con sobrecubierta. Ignoro por qué Destino inició y abandonó ese intento de remozar su colección insignia. El caso fue que en esa liquidación me procuré un puñado de libros  que todavía tengo en gran estima: entre ellos, destacadamente, El cuaderno gris de Josep Pla. Y fue quizá por culpa de éste, que de inmediato eclipsó a los otros, y que me tuvo ocupado y fascinado durante las muchas semanas que empleé en su lectura, por lo que algunas otras piezas de esa batida –de ella procede también mi ejemplar de otro libro por el que tengo gran aprecio, Viejas historias de Castilla la Vieja de Miguel Delibes– quedaron relegadas durante mucho tiempo. La que más, en fin, ha sido este Dietario de Perucho: en los años transcurridos desde su adquisición sólo alguna que otra vez había sentido la tentación de hojearlo y nunca la de sentarme a leerlo de cabo a rabo… Hasta ahora, cuando lo hago empujado por la lectura del libro recién comprado, la edición de su Poesía, no sé si completa –creo que sí– en la también ineludible colección Selecciones de poesía española de Plaza & Janés, del que me atrapó, al hojearlo, el poema “L’insecte” / “El insecto” –la edición es bilingüe y las traducciones al castellano son del propio autor–, que empieza así: «Té una existència absorta / però móbil, / estúpidamente intacte…»

La poesía de Perucho, en su conjunto, es tan abigarrada como el Dietario, con el que comparte incluso algún motivo de inspiración: la ciudad de Gandesa, por ejemplo, merece un par de arrebatadas estampas en el diario e inspira un poema no menos exaltado del libro El país de les meravelles (1956), incluido en esta compilación. Hay también enigmáticas y melancólicas evocaciones de la infancia, como la que ofrece el poema “Segona lletra escrita al capvestre” / “Segunda carta escrita al atardecer”, que cabe entender como una adivinanza, pues sólo al final entendemos que la serie de prodigios que se enumeran en el poema se refieren a los asombrados descubrimientos que efectúa un niño.

Los mejores poemas de Perucho –que no figura, por cierto, en la conocida Antología general de la poesía catalana de J. M. Castellet y J. Molas ni en la de José Corredor-Matheos– tienen esa cualidad de enigma fácilmente discernible, pero que obliga al lector a enfrentarse al poema desde una cierta predisposición a dejarse distraer y embaucar antes de que aquél le revele su razón de ser; lo que viene a ser un reflejo de la voluntad con que Perucho aborda su escritura en general: entre el juego erudito y la humorada, aunque siempre, como decía antes, con un fondo de insobornable melancolía.

Remato estas lecturas con un minúsculo librito de cuentos que apenas recordaba que tenía en casa, en un estuche promocional de la colección Alianza Cien que me regalaron una vez por mi participación como jurado en cierto concurso literario… Se trata de una muestra limitada, claro, pero entiendo que suficiente para certificar de nuevo la cerrada coherencia del mundo literario de Perucho, hecho, en general, de alardes de erudición fantástica que no pocas veces derivan hacia la parodia o el humor peraltado, como por intensificación. Aunque más significativos son, y más en consonancia con la vertiente nostálgica de la poesía madura de este autor, las estampas de atmósfera finisecular o de principios de siglo, como la titulada “Anita Febrer o un vago murmullo sobre el agua, allá donde empieza o acaba la poesía”, que acaba siendo un irónico homenaje al mundo poético de Joan Maragall; o, en ese mismo sentido, el titulado “Madame d’Isbay en el Pirineo”, en el que se homenajea, ya sin resabios de ironía, al poeta y narrador Sánchez Mazas. Hay en esta colección una sola estampa contemporánea, “Carcasona, Simón de Montfort y la bella Josette”, en la que el autor quizá se parodie a sí mismo y a gente de su círculo al describir a unos turistas que visitan esa histórica ciudad del sur de Francia y, entre evocaciones eruditas, acusan la presencia de una bella adolescente en pantalón corto que parece poner en entredicho la circunspección académica del docto grupo. Son éstas las estampas –llamarlas cuentos me parece excesivo– que más me gustan de la colección. Lo otro, los bizantinismos diversos –como las reiteradas aventuras de un caballero llamado Kosmas– o las evocaciones de espiritismos varios, suena impostado, aunque quizá contribuya algo a la impresión de conjunto que deja la lectura de este autor: la de hallarse ante un universo que es, básicamente, una cacharrería… aunque en ella quepa hacer, si se la mira con atención, algún que otro descubrimiento sorprendente.

Y en eso iba uno ocupando aquellos sombríos días de marzo-abril de 2020.

José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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