Postales, bazares y adioses

Los últimos días en Estambul, de algún modo, la melancolía turca (el hüzün) dirigió nuestro ánimo, nuestras reflexiones, nuestros pasos. Viajar, perder países, escribía Pessoa. La pérdida, la partida, ay, se acercaba. Tomando café turco en Besitkas –dicen que muy apropiado para descifrar sus posos– decidimos –deseo vano de aventajar a nuestro propio sino– abandonar la ciudad y visitar las islas Príncipe, lugar de exilio y prisión para príncipes y aristócratas bizantinos, refugio de otomanos y escapada de asueto para el estambulí medio hoy en día. El abandono resultó más una sensación que una realidad administrativa, pues las islas, también llamadas Adalar, son un distrito de Estambul. El viaje por el Mármara nos permitió contemplar la extensión inabarcable –al igual que la europea– de la parte asiática. No en vano titula el fotógrafo Francesc Morera un vídeo fotográfico sobre esta urbe Estambul, la ciudad infinita. Durante la travesía, un vendedor estambulí ofreció con gran desparpajo, recursos y batiburrillo de idiomas su producto estrella –un pelador de frutas, verduras y tubérculos– a los pasajeros, que jaleaban, aplaudían y, finalmente, compraron en masa, entregados. A punto estuvimos de hacernos absurdamente con uno. Quizás sea el de comerciante –nos dijimos– el oficio que con mayor precisión represente el espíritu de esta ciudad, tremendo cambalache en sí misma. Visitamos la isla de Buyukada, la más grande de las nueve. Aparte de algunas iglesias, un antiguo orfanato griego, la casa donde vivió exiliado Leon Trotski, los pequeños palacios de madera y las villas victorianas, lo que más llama la atención es la prohibición de los vehículos motorizados. La forma para desplazarse por la isla es a pie, en bici o en coche de caballos. Comimos en el Milano Restaurante, junto al Mármara y a una multitud de gaviotas exaltadas. Kalamar izgara: calamares a la plancha con ajo, orégano y perejil. Levrek izgara: lubina a la plancha. Y Mersin salat: ensalada de arándanos, que nosotros no alcanzamos a ver entre las aceitunas negras, la lombarda, el pepino, la zanahoria –cortados acaso con el pelador del vendedor navegante. También probamos el helado turco (dondurma), con una textura que recuerda al chicle y elaborado a base de leche de cabra. Envueltos por el evidente carácter turístico y recreativo de la isla evocamos en un pequeño parque las visitas de postal que realizamos los días anteriores, y sus correspondientes comidas.

Kalamar izgara.

El circuito turístico por excelencia de Estambul se reúne en el barrio de Sultanahmet, alrededor de su plaza, uno de los lugares de encuentro más populares, que fuera hipódromo hasta la llegada de los otomanos. La Columna de Constantino, el Obelisco de Tutmosis III –el monumento más antiguo de Estambul– y la Columna Serpentina son toda una lección de historia, así como, a un lado, la Mezquita Azul, y enfrente, Hagia Sophia. Obviaré las evidentes magnificencias arquitectónicas e históricas de ambas. Sí comentaré, en cambio, lo poco atinado de –entiendo– hacer descalzar a un tropel de turistas dentro de un recinto cerrado, aunque resulte –eso sí– muy placentero y reparador andar sobre sus suelos alfombrados. Por otro lado, produce desolación ver a las mujeres practicantes ubicadas para el rezo en dependencias separadas, casi ocultas. Acerca de Santa Sofía, anotar que, tras ser basílica y mezquita, desde 1935 se convirtió en museo, y como tal se visita, sin mayores requisitos de vestuario que el sentido común. Junto a esta, el palacio de Topkapi, residencia de sultanes (y de sus madres, que disfrutaban de gran poder). Todo un concepto (imperial) de la existencia, con el Harén o las habitaciones de los eunucos blancos como claves señaladas de tal noción vital. En 1853 se trasladaron los sultanes y toda su corte al palacio de Dolmabahçe, junto al Bósforo, igual de lujoso, o más (arañas de cristal de Bohemia, escalinata de cristal de Baccarat, alfombras de piel de oso…), pero de arquitectura europea. Cerca de Topkapi, una milésima de despiste en nuestro caminar hizo que un avispado camarero nos introdujera en el Mom´s corner restaurant. Mientras una señora amasaba tortitas junto a la entrada, degustamos, rodeados por la ambientación árabe, un Mantar güveç (cazuela de setas) y unas albóndigas a la parrilla.

Mantar güveç.

Uno de los lugares más sorprendentes –y desconocidos, al menos para mí– es la Cisterna Basílica o Cisterna de Yerebatán, ideada por Justiniano I. Un enorme depósito sumergido –capaz de almacenar toneladas de agua–, abovedado, con 336 columnas (de diferentes estilos y capiteles), del que se proveían los palacios imperiales bizantinos. Las luces amarillentas iluminan poco. No sonaba la música clásica que aseguran los folletos. Dos sorprendentes cabezas de medusa colocadas al revés y de lado para que no consigan petrificarte cuando las miras. Algún dolor de cuello sí que puedes alcanzar. Una conocida de N. le aconsejó que, tras visitar la Cisterna, nos acercáramos a House of Medusa, un restaurante en la terraza de una bonita casa de madera, famoso, además de por su excelente cocina otomana, por rodarse en él algunas escenas de La pasión turca, la película de Vicente Aranda. karides güveç: cazuela de camarones hechos al horno en un güveç (recipiente de barro). Similar a las gambas al ajillo, pero con cebolla, tomates, champiñones, queso derretido, pimentón rojo, ajo y algún tipo de picante. Türk ravioli: raviolis con tomate, salsa de yogurt, polvo de orégano y menta. Coban salat: ensalada del pastor, con tomate, queso feta, cebolleta, pepino, perejil, sal, zumo de limón y aceite de oliva.

Türk ravioli.

De la mezquita de Suleimán también desconocíamos su –apoteósica frente al Cuerno de oro– existencia. En sus jardines se alza la tumba que aloja al sultán Suleimán el Magnífico, a una de sus esposas, Roxelana, y a sus hijas y su madre. Comimos en el Alí Baba, junto a la mezquita. Si necesitas ir al servicio, los camareros te señalarán amablemente los de Süleymaniye, dignos de ser visitados, por otra parte. Kuru fasulyecisi (alubias con un toque picante, riquísimas; en las paredes cuelgan varios premios recibidos por este plato estrella del establecimiento). Saray kebabi (berenjenas rellenas) y Ali Baba salat.

Karides güveç.

Reclamo turístico incuestionable, el Gran Bazar es, al mismo tiempo, una de las zonas más auténticas de Estambul. La primera visita la iniciamos desde el Bazar Egipcio. Comienzas a ascender por calles abarrotadas, entre puestos y más puestos, de alfombras, joyería, aceitunas, lokum, pañuelos y todo lo que puedas imaginar.  Hasta que no hayas cruzado una de sus 22 puertas, en realidad –aunque parezca lo contrario– no habrás entrado al Gran Bazar. La puerta 1 revela en su fachada el año en el que fue construido: 1461. Pasas bajo un arco de seguridad flanqueado por dos o tres policías con detectores de metales y metralletas. Los vendedores chapurrean –árabe, español, inglés, italiano, francés, alemán, japonés…– lo necesario para hacerte caer en sus redes. Recorrimos sus pasillos –con un trajín continuo– sin rumbo, boquiabiertos. Es una pequeña ciudad de más de 10.000 personas (oficina de correos, dos pequeñas mezquitas, bancos, casas de cambio, cafés y restaurantes). No vimos mujeres entre los vendedores, más de 4.000. Tampoco un solo puesto vacío. Un buen amigo gaditano me encargó comprarle una pipa de espuma. De este modo, pude iniciarme en el noble arte del regateo. Aunque el vendedor me pareció muy serio y distante al principio, finalmente –tras haber conseguido yo rebajar en unas cien liras turcas el precio inicial– nos invitó a entrar a su negocio, un pequeño escritorio y dos sillas, donde rubricamos con un apretón de manos y unas sonrisas la transacción. El barrio que rodea al bazar es una extensión aún más caótica y genuina del mismo. Callejuelas, pasadizos, cafetines, escalinatas, plazoletas, en los que, sorprendentemente, se hace difícil toparse con un turista. Si hay un lugar que acoja el alma de esta ciudad –decidimos– está aquí. Ese poso amargo del que nos habla Pamuk unido a la manera exaltada, alegre y ruidosa de afrontar el día a día se halla incrustado –y lo puedes ver– entre sus gentes. Un hombre nos ofrece desde su sonrisa un té turco en una destartalada Casa de té (Mola Çay evi) junto a unos sufridos escalones. No muy lejos dimos con el Baran, restaurante otomano, en el que has de entrar en la cocina y señalar con el dedo lo que te apetece comer, por lo que no pude apuntar el nombre turco del arroz con verduras a la plancha. El de las berenjenas rellenas (Saray kebabi) ya nos lo sabíamos.

El regreso desde las islas Príncipe por el Mármara y la caminata hacia Besitkas lo hicimos envueltos –aún más– por la melancolía turca, advirtiendo cada pormenor, cada edificio, cada calle, cada puesto ambulante en forma de adiós, de adioses.

Sirvan estos versos de Yahya kemal (1884–1958) como despedida de Estambul, por siempre en nosotros.

«El fin de la estación es un tiempo

que se parece a una música perdida.

Nos hemos ido, nos hemos perdido, a lo lejos,

antes de que el sueño finalice con el alba».

Apuntes del Cuaderno de Altamira: Desde que llegamos a Estambul, N. y yo estuvimos de acuerdo en elogiar la belleza de sus habitantes. Abundan, circunstancia que nos sorprendió, las miradas azules, verdes, serenas. Y los cabellos claros. En una página sobre fenotipos humanos (el túrquico es uno de ellos) encuentro esto: “Los pueblos túrquicos occidentales de la península de Anatolia (Turquía), y del Cáucaso (Azerbayán) han perdido su fisonomía mongoloide y su fenotipo puede considerarse caucásico».

José Rasero Balón

Autor/a: José Rasero Balón

José Rasero Balón (Alhucemas, 1962). Soy autor de los blogs 'E la nave va!' y 'Humanos' (www.joserasero1.com) con fotografías realizadas en Holanda, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Austria, Italia, Alemania y diversas poblaciones de la geografía española. He publicado las novelas 'Laila' (1997), 'Badián no es un anís' (2012) y 'Áticos y viento' (Ediciones Mayi. 2015), así como el poemario 'Brochazos' (2001). Vivo en La Viña.

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