Biplano

Como psicólogo me sigue sorprendiendo que aún, en estos primeros años del siglo veintiuno, haya personas que piensen que la magia pueda solucionarles una preocupación o pueda incluso explicarles las razones que causan ese mismo problema. Y no me refiero a que, por un golpe de azar, un premio de la lotería te arregle los moratones de la cuenta corriente del banco. Estoy hablando de ciertos pensamientos más sutiles que rara vez se dicen en público, a comportamientos un tanto supersticiosos que van más allá de evitar cruzarse con un gato negro y asuntos así. Estoy completamente seguro de que no es algo generalizado, pero no puedo negar que me he encontrado con personas, incluso en puestos de responsablidad, que han tomado decisiones importantes bajo la influencia de esta forma de razonamiento. Creo que saben a qué me refiero: por ejemplo, a pensar que comer carne de león —un caso de manual— te proporcionará la fiereza del felino o que clavarle agujas a un muñeco de trapo causará un daño cierto a la persona a la que representa.  Pero en referencia a asuntos más insignificantes, a conflictos cotidianos más prosaicos.

A veces no son más que simples manías que uno repite, acuérdense de Jack Nicholson en aquella película, «Mejor imposible», en la que interpretaba a un escritor de novelas románticas, Melvin Udall, un tipejo al que había que soportar múltiples de estas manías, como pisar determinadas baldosas del suelo de su apartamento al caminar o colocar los cubiertos en un orden concreto e inalterable, pues de lo contrario respondía con aspereza y malos modos. Desde luego que esto no puede considerarse exáctamente «pensamiento mágico», sino más bien un trastorno maníaco-compulsivo perfectamente diagnosticable. Por eso, cuando me he topado con historias de este cariz, he intentado comprenderlas para manejarlas, en lo personal y en lo profesional, con el mayor respeto posible. Es muy delgada la línea que separa lo racional de lo irracional, y no es fácil determinar si el comportamiento de un ser humano en concreto es una simple idiotez o un trastorno mental que requiere tratamiento.

Ilustración: Manuel Martín Morgado.

Cuento esto porque me extrañó sorprender en mi despacho de la clínica a mi colega Fernando Barilla, psicólogo como yo. Ambos trabajamos en la misma institución privada, pero recibimos en salitas diferentes. Se refugió allí para que nadie le molestara tras una fuerte discusión con su hijo Gabriel. Una discusión desagradable entre padre e hijo a propósito de una propiedad heredada que la familia necesitaba vender. Se instaló en mi despacho con un montón de piezas de madera de una maqueta a escala: un avión biplano de la primera guerra mundial que se afanaba en reconstruir. Que yo supiera no era aficionado a este tipo de pasatiempos. Su hijo Gabriel estudia ingeniería aeronáutica. Siempre le gustaron los aviones. Este que su padre estaba intentando recomponer en la mesa de mi despacho era un regalo que le hicimos mi mujer y yo cuando Gabriel cumplió ocho años. El trajín del tiempo había descompuesto la maqueta a su estado original, multitud de piezas dispersas que hay que ir colocando de nuevo una a una para rehacer la aeronave destruida.

Para Fernando debía ser algo muy especial, muy personal. Creo que era así porque le temblaban las manos cuando intentaba encajar una pieza. No atinaba al primer intento y eso le alteraba más.

— ¿No sabía que te gustaran las maquetas a escala?

— No me gustan.

— ¿Y entonces?

— Me he peleado con mi hijo Gabriel.

—…

Levantó la mirada de las piezas a la espera de mi contestación. Al ver que callaba, dijo:

— Tengo que reconstruirla.

— ¿Por qué? ¿Eso te relaja?

— No exactamente. Es una forma de ganar autoconfianza para hablar con él.

— Tienes cincuenta años, ¿a estas alturas necesitas un juguete para hablar con tu hijo?

— Son técnicas de relajación. Deberías saberlo, eres psicólogo como yo.

— Me acabas de decir que «no exactamente» te relaja, ¿en qué quedamos, Fernando?

— Déjame en paz.

— Está bien, pero necesito mi despacho. A las cinco empiezo la consulta.

— ¿No te importa usar el mío? Te desviaré a los pacientes allí.

Aquella tarde pasé consulta donde debía hacerlo Fernando. Y entre paciente y paciente, no podía dejar de pensar en él, en esa peculiar manera de comportarse que tiene y de discutir los asuntos con los demás.

Cuando hube atendido a todos mis pacientes regresé a mi oficina. Allí seguía. La maqueta, cuyas alas pintadas de azul y rojo resplandecían bajo la luz de las lámparas led, estaba reconstruida. Quien parecía estar hecho pedacitos era él, encondiendo la cabeza entre las manos mientras mascullaba unas palabras que no podía escuchar.

— ¿Qué te ocurre, Fernando? ¿Estas bien?

Susurró algo que no pude oír.

— ¿Hablaste con tu hijo?

— Sí.

— ¿Y qué tal? ¿Lo arreglásteis?

— No.

— ¿Y eso por qué?

— No encontré la hélice del avión.

Ilustraciones: Manuel Martín Morgado.
Santiago Pérez Malvido

Autor/a: Santiago Pérez Malvido

Santiago Pérez Malvido nació en Cádiz en 1968. Es periodista. Ha trabajado para la Agencia Efe y para la Junta de Andalucía. Puedes encontrarlo en https://sperezm.wordpress.com/.

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