Volar como metáfora: ‘Solo los ángeles tienen alas’

Tal vez desde aquella bendita locura que fue el programa Qué grande es el cine de José Luis Garci ningún canal de televisión había tenido la ocurrencia de emitir la prestigiosa antigualla que a algunos puede parecer Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939) de Howard Hawks. Y si ahora ha ocurrido el milagro, el motivo no ha sido tanto reivindicar la valía de este indiscutible clásico del cine como el azar de que  uno de sus personajes secundarios estuviera interpretado por Rita Hayworth, de cuyo nacimiento acaban de cumplirse cien años, y que en esta película ya había americanizado lo suficiente su apariencia como para que nadie se acordara de que su apellido paterno era Cansino y con ese nombre inconfundiblemente español había interpretado papeles no muy diferentes de los asignados al coro de muchachas morenas que cantan y bailan en algunas escenas de este dechado de exotismo ambientado en un imaginario puerto de Hispanoamérica llamado Barranca. 

A ese precario outpost of progress (“puesto de avanzada del progreso” en la terminología conradiana), conectado al mundo por un vapor-correo semanal y una línea aérea que solo puede operar cuando las tormentas y la niebla remiten lo suficiente como parta permitir franquear las montañas circundantes, arriban periódicamente, como es de rigor, quienes no tienen otro lugar mejor a donde ir: por ejemplo, los pilotos que sirven en la mencionada línea aérea y que, con metódica fatalidad, mueren al estrellarse sus aviones y han de ser reemplazados por otros desgraciados que llegan a Barranca en el mencionado vapor.

Una escena de ‘Solo los ángeles tienen alas’.

Como suele ocurrir en las películas de Hawks, tan absurdo empeño se justifica en la palabra dada, en la ambición y en la conciencia de que un hombre que desempeña un trabajo entre otros hombres no debe mostrarse jamás inferior en coraje a sus compañeros, por más que una obstinada voz interior le advierta de que el precio de ese código de honor es la propia vida: un paso más y estamos ante el nihilismo desesperanzado de El salario del miedo (1953) del francés Jacques Clouzot, también ambientada en un lugar perdido de Hispanoamérica e igualmente centrada en las vidas sin perspectivas de un puñado de camioneros extranjeros que se juegan la vida, como vemos hacer alguna vez a los pilotos de Hawks, transportando nitroglicerina a remotas minas. Pero hay una diferencia entre ese nihilismo existencial, tan de moda en la década de los 50 y tan presente en la cultura francesa de entonces, y el espíritu genuinamente norteamericano que había animado el cine de Hawks desde sus comienzos en la época muda –véase, por ejemplo, Una novia en cada puerto (A Girl in Every Port, 1928)–: el individualismo de sus personajes es ya, por sí mismo, un asidero moral, que basta y sobra para imprimir sentido a sus actuaciones.

Geoff Carter (Cary Grant), el piloto y responsable operativo de la precaria línea aérea que une Barranca con lo que quiera que haya más allá de las montañas, es, desde luego, un redomado individualista. Alguna vez se jugó su paz de espíritu con una mujer; pero, como salió escaldado, ha hecho firme promesa de no volver a incurrir jamás en semejante error. En ese sentido, la cantante de fortuna Bonnie Lee (Jean Arthur) a la que un mal viento ha llevado a Barranca, no tiene la menor posibilidad de cambiar la situación, y más cuando ni siquiera la inopinada aparición en ese mismo improbable lugar de Judy (Rita Hayworth), la mujer causante de las desazones sentimentales del piloto, logrará arrancar de éste más que un primer beso de reafirmación. Pero este elemental triángulo sentimental es lo de menos: lo que realmente preocupa a Geoff es lograr que sus aviones atraviesen puntualmente la barrera montañosa y consigan un importante contrato con el gobierno, que aseguraría el futuro de la compañía. Para ello, asistirá impasible a la muerte de alguno de sus compañeros y no dudará, llegado el caso, en asignar las misiones más arriesgadas al marido de Judy, otro desesperado que ha llegado a Barranca precedido por el lamentable antecedente de haber saltado en paracaídas de un avión, dejando morir al mecánico que viajaba con él y que resulta ser hermano de uno de los pilotos que trabajan en su nuevo destino.

Cary Grant y Jean Athur en la película de Hawks.

Podría decirse, a la vista de las situaciones descritas, que los guionistas de la película, Jules Furthman y el propio Hawks, estaban empeñados en construir un drama extremo de choque de caracteres, que posiblemente hoy nos resultaría tan abrumador como extravagante. Pero lo verdaderamente milagroso de Solo los ángeles tienen alas y del genio de Hawks, en ésta y en otras películas, es que maneja con tal ligereza esos intrincados lugares comunes, que logra convertirlos en un simple fondo moral contra el que proyectar la valía de las individualidades que forman parte de la tupida trama. Judy, por ejemplo, se la puede considerar un antecedente de Gilda, la protagonista de la película homónima de 1946 también protagonizada por Hayworth: también, como ella, viene acompañada de un marido al que eventualmente podría traicionar para retomar su relación destructiva con su antiguo amante. Pero, a diferencia del personaje que interpretaba Glenn Ford en la película de 1946, el de Grant antepone su deber a cualquier otra consideración y exige a la chica que esté dispuesta a compartir incluso el descrédito que precede a su marido. Que cada palo aguante su vela, tal parece ser el lema de los personajes de Hawks. Y vaya si lo hacen: cuando las múltiples contrariedades que concurren en el desesperado empeño de los pilotos parecen haber condenado la empresa al fracaso definitivo y dejado lugar a que aflore la circunstancia humana de cada cual, un nuevo claro en la niebla aplaca los ánimos reblandecidos y pone a los pilotos a volar de nuevo, como si nada hubiera ocurrido.

Grant y Hayworth en una secuencia de ‘Solo los ángeles tiene alas’.

La crítica de entonces, como la de ahora, percibió esta contradictoria cualidad de la película: construida sobre lugares comunes –un triángulo sentimental, un empeño tan peligroso como inverosímil, una Suramérica de cartón piedra, una puesta en escena que combina las tomas aéreas espectaculares y el uso indisimulado de maquetas escasamente convincentes–, lo que de verdad destaca en ella es la destreza con la que Hawks maneja esos elementos para lograr que el espectador quede atrapado por las emociones en juego y acepte con naturalidad que incluso una situación dramática tejida con tan improbables mimbres funciona como metáfora eficaz de la condición humana. No hay redención posible, pero sí el derecho a intentarla, que supone ya por sí mismo una justificación de la existencia. Muchos se quedan en el intento y hay quien, como la recién llegada Bonnie, interpela severamente a los otros al respecto: ¿cómo pueden comer, amar, cantar, bromear en esa especie de fiesta perpetua bajo las lluvias tropicales en la que los pilotos pasan su tiempo entre vuelo y vuelo, cuando uno de ellos acaba de morir? La respuesta de Geoff y sus hombres no admite réplica: no conocen al muerto, se han olvidado ya de él; y en caso de que se empeñaran en llorarlo durante veinte años, eso no iba a reportarle al ahora difunto ni un minuto más de vida. No hay nada más que hablar.

José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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