El canto del muecín no nos lleva a la oración, aunque sí resulte, en cambio, una agradable y musical manera de amanecer. Transcurren los días en Estambul. El transporte público es eficaz. Dos líneas de metro, tres de tranvía, dos funiculares subterráneos llamados Tunel, innumerables autobuses. También hemos pillado algún taxi; nuestro destino anotado en turco en un papel. Caminar, en cualquier caso, es el principal medio de locomoción. De tal suerte nos han sorprendido trombas de agua, llevándonos al improvisado refugio del Bazar de las Especias (o Bazar Egipcio) o bajo el puente de Gálata, todo un mundo en sí mismo. Visitamos el museo Panorama 1453, con una fantástica pintura en 360 grados, en el interior de una gran cúpula, que representa con gran detalle la conquista de la ciudad por los otomanos. Nos hemos cruzado, de regreso a nuestro cuartel general, con una colosal marea humana que se dirigía –noche europea de fútbol– al estadio del Besitkas.
Al llegar al barrio se nos hacía difícil comprender que éste permaneciese igual de repleto que siempre. Estambul son calles atestadas con mesas de restaurantes a ambos lados, o el género desparramado de los comercios de todo tipo y pelaje, los puestos de mejillones –al vapor o rellenos de arroz–, de castañas asadas, de misir (mazorca de maíz), de Balik-ekmek (bocadillo de filete de pescado -caballa o sardina- hecho a la parrilla). Comida rápida, callejera, ruidosa, apretujada. A voces. Deliciosa. El olor y los colores de Estambul. Hemos visto un pelotón de policías provistos de cascos, porras, escudos y alguna metralleta apostados junto a sus imponentes vehículos en una esquina de Pera. Solo estaban exhibiéndose. Lo hacen los sábados, al parecer. Hay mucha gente con el cráneo rapado y una banda negra en la cabeza. No pertenecen a una secta. Se han injertado pelo en alguna de las trescientas clínicas de la ciudad. Nos hemos perdido de noche y comprobado lo complejo de esta urbe, amalgama de muchas ciudades.
Pisamos, por primera vez, Asia. Un ferry cruzó el Bósforo, bordeó la Torre de Leandro y en apenas diez minutos nos dejó en Uskudar, comienzo de la Anatolia. La zona asiática de Estambul tiene un aire más sosegado y residencial, aislado del ritmo agitado y de las aglomeraciones del área europea, aunque igual de inabarcable. No se ven turistas. El cementerio musulmán Karacaahmet y el museo de Florence Nightingale son nuestros objetivos. Caminamos por la larga avenida Dr. Fahri Atabey, de pronunciada pendiente, y preguntamos a unos y otros, pues el mapa que usamos y la realidad de lo que vemos no parecen encajar del todo. Cuando al fin alcanzamos la entrada del camposanto nos topamos con un atasco de coches. Se trata de un sepelio. Una camioneta verde claro traslada el féretro, también cubierto por un paño verde. Karacaahmet es un gran bosque de cipreses atravesado por calzadas y caminos. Construido en el siglo XIV, se estima en más de un millón las personas enterradas. Las tumbas, en su mayor parte, han sido elaboradas por artesanos de Eyup, famosos por sus diseños artísticos. Resulta un lugar, el silencio, familias que pasan la mañana junto a sus seres idos, perros que dormitan, adecuado para reflexionar, por ejemplo, acerca del huzün. Dice Ohran Pamuk que el poso amargo del estambulí nace de la pérdida. Al fin y al cabo, son un imperio desaparecido, también enterrado. Un esplendor que devino en pobreza. De ahí los deseos de vincularse a occidente. Para librarse de ese dolor. Hüzün denota al mismo tiempo, según el escritor estambulí, un modo esperanzador de ver la vida. Es la «melancolía turca».
Al salir del cementerio tomamos un refrigerio. La limonada la sirven por toda la ciudad. Zumo de limón natural con azúcar y hojas de menta. Me encanta. N. prefiere pedir Ayran, un tipo de yogur líquido y cremoso. Las dos bebidas combaten muy bien la sed. El camarero nos hace ver que, efectivamente, nuestro mapa está mal trazado. El museo de Florence Nightingale, precursora de la enfermería profesional moderna, se encuentra mucho más alejado de lo que pensábamos. Decidimos entonces abandonar la colina y bajar hacia el Bósforo. Lo que nos encontramos es un tremendo Centro Comercial, rodeado de la nada. Al menos, en su interior, damos con un Pidem, los locales que sirven Pide, que viene a ser la pizza de los turcos (aunque ellos se sentirán ofendidos con la comparación). Se prepara al horno sobre la base de una masa de levadura y parece tener su origen en una región del Mar Negro. Son alargados (la versión redonda es el yagli). Yo pedí un Tavuklu pidem, con carne de pollo, y N. un Harmam pidem, de cordero. Un malentendido hizo que no nos sirvieran Künefe, un (afamado) pastel de queso con almíbar.
Continuamos nuestro descenso hacia el Bósforo hasta llegar a la estación Ayrılık Çeşmesi. Aquí cogemos el Marmaray (metro submarino bajo el estrecho del Bósforo) hasta la estación de Sirkeci (ya en Europa), de arquitectura otomana, a donde llegaba también aquella línea que inspiró a Agatha Christie en su conocida novela Asesinato en el Orient Express.
La simple evocación del tren de larga distancia que, en su apogeo, unía París con Constantinopla, parece que removió nuestras fantasías nocturnas y al día siguiente nos plantamos en un tranvía con la idea de alcanzar la última de sus más de treinta estaciones –un recorrido de unos de 30 km–, en el distrito de Bagsilar. Con una población de 700.000 habitantes, en su mayoría inmigrantes de la Anatolia, es una zona de industria textil. El plan es hacer a pie el recorrido inverso al tranvía, que es cuesta abajo, e ir viendo algunas de las barriadas del extrarradio de Estambul. Esta estrategia la repetimos varias veces. Os mostraré qué platos fuimos encontrando.
En el distrito de Camii, visitamos el Restaurant Sultan Saray, algo así como un asador de pollos. Todo está escrito en caracteres árabes, aunque no sabemos si se trata de turco (anterior a 1922), de árabe propiamente dicho o de otra lengua (quizás persa o urdu). La presencia de N. causa cierta sorpresa entre la clientela, toda masculina (lo mismo nos ha sucedido en algunas cafeterías del centro). Pinchos de pollo con patatas y pan pita. El personal come con las manos, ayudándose del pan, al tiempo que ofrecen trozos de pollo a los gatos presentes.
Restaurante Al Sacara, en el distrito de Haseki, un bar de barrio con interesantes menús. El camarero nos apunta que, sin saberlo, hemos pedido comida siria. Cuatro especies de flamenquines, acompañados de patatas, mayonesa con un toque de alioli y ensalada de pasta, cuyas hojas moradas no supimos identificar. También probamos el café sirio, más espeso y fuerte, si cabe, que el turco, que nos sirven junto a un vaso de agua y dos lokum.
En una de estas travesías conocimos el barrio de Balat, donde conviven el pasado con una pujanza joven y alternativa. En el pueblo (es la impresión que tienes al caminar por la calle Vodina y adyacentes) hay varias casas de subastas (Antik Mezat) en las que los vecinos pujan (mientras toman un té, un café o fuman su pipa de agua) por los objetos (de todo tipo y tamaño) de las tiendas de antigüedades. No recuerdo si el mismo día u otro acabamos en el restaurante Hamdi, muy popular en Estambul, ya frente al puente de Gálata y cercano al Bazar de las Especias. Pedimos Tavuk sis kebab (pincho de pollo), Platican kebab (kebab con berenjenas) y ensalada Ezme, todo un exquisito descubrimiento. El sabor que se consigue con el aliño resulta similar al de un gazpacho. Es una ensalada de tomates maduros –con pimiento verde, pepino, cebolleta, menta seca, pimienta, pimentón, aceite, vinagre y sal– también llamada «ensalada aplastada». Sin duda, una fórmula esperanzadora de afrontar la vida.
Apuntes del ‘Cuaderno de Altamira’: La novela de Ohram Pamuk El museo de la inocencia es, entre otras cosas, un libro de objetos, los que Kemal Bey roba en casa de Füsun, la prima de la que está enamorado, pues ejercen sobre él un efecto curativo. Desde 2012 esos objetos cotidianos conforman un museo, y alcanzan la categoría de obras de arte, tal como los ready made de Marcel Duchamp. Este museo de la ficción es, al mismo tiempo, un muestrario de las costumbres y de los afanes diarios de los habitantes del viejo Estambul. Tardamos una tarde y media mañana en dar, perdidos entre las callejuelas de Beyoğlu, con Çukur kuma, la antigua calle de anticuarios donde se encuentra el museo. En esta ocasión el mapa estaba bien.
22 octubre, 2018
Me alegra que puedan servirte mis palabras, Arturo, mucho más viniendo de ti, grandísimo viajero. Gracias
19 octubre, 2018
Magnífica descripción de lugares poco conocidos de Estambul. Tomo nota para vistarlos en mi siguiente viaje.