¿Cómo me despatrimonializaría yo?

Eso deben andarse preguntando desde hace ya algún tiempo el flamenco, la zambomba y otros procesos culturales que dejaron de ser procesos el día que un consejero, un diputado, un concejal y un asesor financiero descubrieron el chollazo (económico y electoral) de venderlos como patrimonio, es decir, como producto, o sea: como la zanahoria del asno (entiéndase que aquí asno significa turista, y también, a veces, ciudadano atrapado en el etnocentrismo, en ese orgullo necio de que “lo de aquí es lo mejor”).

Me prometo, cada diciembre, no volver a hablar de este asunto, pero, llegado el momento, me desespera la ignorancia de los responsables institucionales y la desfachatez de los mercaderes del templo, entusiasmados unos y otros con los réditos económicos que la falsificación de la cultura les depara, ajenos por completo a la estafa (jurídicamente indemostrable, antropológicamente evidente) de convertir la memoria colectiva en objeto comercial. Me lo prometo, pero luego, a lo largo del año, me van llegando noticias que redundan en esta destrucción de la cultura popular en aras de su venta ambulante y acabo volviendo a mi deber de decir algo al respecto.

La convención de la Unesco de 2003, la primera que advirtió sobre los peligros de destrucción del patrimonio cultural inmaterial (pci) y dictó algunos consejos razonables a los gobiernos para que velaran por su protección, llevaba en su misma médula la semilla de esa destrucción: nombrando como patrimonio (o bien de interés cultural) a lo que hasta entonces solo había sido costumbre, rito, o práctica social, elevaba estos a categoría artística y, por tanto, los cosificaba, o al menos daba la oportunidad de hacerlo a los responsables de la cultura, quienes (en abrumadora mayoría) se vieron, de la noche a la mañana, propietarios de una riqueza cultural que no habrían imaginado ni en sus mejores sueños. Poco atendieron dichos responsables a las advertencias de la Unesco sobre la fragilidad del pci, sobre su naturaleza variable, dúctil y diversa, sobre su imprescindible uso comunitario y espontáneo para mantener su vitalidad; y menos aún atendieron a la necesaria educación en materia de patrimonio que la misma Unesco señalaba, dejando claro, una vez más, que una sociedad educada es lo peor que le puede pasar a un gobierno. El señuelo patrimonial era demasiado apetitoso como para perder el tiempo en gaitas pedagógicas.

Cartel de una zambomba flamenca celebrada en 2019 en Vila-real (Castellón).

El caso de la zambomba de Jerez no es el único, desde luego, pero sin duda es de los más proverbiales. Una Junta de Andalucía eternamente cateta por un lado, y sucesivos ayuntamientos y cajas de ahorro por otro, embriagados todos por el encuentro afortunado entre resultados electorales, turismo, patrimonio y desgravaciones al fisco, inventaron, allá por los ochenta del pasado siglo, la “zambomba flamenca”, le pusieron la medalla de oro de la ciudad y le hicieron creer que, siendo patrimonio, se había librado de su secular malvivir. Compraron su libertad, patrimonializaron a la zambomba, la destruyeron.

Algunos hemos intentado explicarlo, pero -¡ay!- ya la mentira se ha hecho demasiado sólida y lucrativa como para prestarse a una reflexión, el señuelo se ha convertido en sueño patrimonial y es toda una cuestión de fe. La “zambomba flamenca” de Jerez sabe a algodón de azúcar, a bollycao y a tetrabrik, suena como un reguetón desafinado, o como una cacerolada en tiempos de pandemia, y huele a fotocopias; y decir esto, como acabo de advertir, es pecar, cometer sacrilegio, ir contra la fe, atentar contra esos ciudadanos que creen poseer el tesoro inconmensurable de la identidad patrimonial… Ya verán la lluvia de indignados que acarrea este artículo; como aquella vez que, en una conferencia que impartí sobre los arquetipos femeninos en la cultura popular, mientras explicaba la configuración de la Virgen como personaje, me interrumpió una señora irritadísima para gritarme que María Santísima no era un personaje, que era real (como la vida misma). Pues así. Ya que es cuestión de fe, igual deberían incorporar otra temporada de zambomba en la Semana Santa y que algún creyente ilustre pregonara en el correspondiente templo una Exaltación de la Zambomba.

María Jesús Ruiz

Autor/a: María Jesús Ruiz

María Jesús Ruiz es doctora en Filología Hispánica, profesora de la Universidad de Cádiz, ensayista y narradora. Es especialista en literatura de tradición oral y patrimonio cultural inmaterial. Sus últimos libros publicados sobre el tema son 'El mundo sin libros', ensayos de cultura popular (2018) y 'Lo contrario al olvido', de memoria y patrimonio (2020).

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