Entre las aficiones confesables del rey Alfonso XIII ocupa un lugar destacado el gusto por hacerse retratar, conservándose hasta más de cien retratos de su persona, lo que le convierte, probablemente, en el monarca más retratado de nuestra historia. Si a esa afición unimos el gusto sobradamente conocido que gastaba por los uniformes militares, se comprende mejor que muchos de estos retratos sean vistiendo el atuendo de campaña o de gala de las diferentes armas y cuerpos del ejército, con sus correspondientes entorchados, condecoraciones, bandas y fajas. Una afición que Blasco Ibáñez califica de mascarada, y de la que se burla abiertamente en aquel durísimo y demoledor panfleto que publicó durante su obligado exilio en París tras la proclamación de la Dictadura de Primo de Rivera, que tituló Por España y contra el rey (Alfonso XIII desenmascarado). Allí puede leerse: “Alfonso XIII se viste a las dos de la tarde de almirante, a las tres de Húsar de la Muerte, a las cuatro de lancero. No hay hora del día en que no aparezca con un uniforme distinto”.
Esa inclinación a lo militar arranca de sus primeros años. Educado en el hogar, recibió una educación fundamentalmente cortesano-aristocrática, clerical y militar. Sus biógrafos nos cuentan que ya de pequeño sus asignaturas favoritas eran la historia militar y los ejercicios derivados de la instrucción que realizaba a cargo de sus preceptores militares. Junto a un pequeño grupo de jóvenes aristócratas de su edad conformaban un “batallón infantil” inspirado en el modelo alemán, y en su compañía practicaba una vez por semana estos ejercicios en la Casa de Campo. Con los años ese entusiasmo no decayó, al contrario, e igual que su padre Alfonso XII, asumió con firme convicción el papel de rey-soldado, considerándose “el primer soldado de la nación”, y llegando a afirmar que de no haber nacido rey habría sido comandante de infantería.
Su reinado se distinguió, en buena parte, por su intervención constante en los asuntos políticos y una firme defensa del ejército, que consideraba el más firme apoyo a la institución monárquica. Parece claro que ni el rey ni sus cortesanos militares llegaban a entender plenamente la relación constitucional entre la monarquía y las fuerzas armadas. Ya decía Galdós que “los militares se consideraban como una clase aparte, como un Estado dentro del Estado”. Así, si bien no puede decirse que don Alfonso fuera responsable del militarismo que debilitó la Monarquía de la Restauración, su actuación como soberano contribuyó a agravar el problema, al ponerse repetidamente del lado de los uniformados en sus disputas con los poderes políticos. Un asunto que no hizo sino agravarse conforme avanzó el reinado hasta derivar en el golpe de estado de Primo de Rivera, en 1923, aprobado por el monarca.
Ante tal abundancia de retratos se hace fácil encontrarlos en multitud de museos, instituciones oficiales y organismos públicos o privados de todo tipo. Algunos hubieron de ser puestos a salvo tras la caída de la monarquía en 1931. El pintor Eugenio Hermoso contaba en este sentido una curiosa anécdota. El ayuntamiento de su pueblo, Fregenal de la Sierra, le encargó un retrato del joven monarca en 1909 vestido con el uniforme de cadete, y cuando se proclamó la República las autoridades municipales se apresuraron a retirarlo del salón de sesiones y, “para salvarlo, pues supuse que terminaría destrozado en los desvanes, me lo llevé a casa”, declaraba en 1960 en una entrevista, poco antes de morir. Otros no tuvieron la misma suerte y se perdieron, como el de Manuel Benedito que había en la Universidad de Salamanca y que fue destruido durante los sucesos derivados de la huelga revolucionaria de 1934.
Una buena parte de este ingente número de pinturas y esculturas salió de la mano de modestos artistas cuya obra ha quedado enterrada bajo la montaña de medallas y distinciones con que se premiaban los trabajos en las continuas exposiciones locales o nacionales que tenían lugar en aquellos años. Suficiente para proporcionarles una efímera fama que les abrió la puerta para encargos oficiales de este tipo, pero cuyas biografías hoy apenas si ocupan unas líneas en las páginas de la Historia del Arte, como el granadino Tomás Martín, que gozó un tiempo de cierta estima como acuarelista, del que podemos leer con motivo de su fallecimiento en 1919, en un periódico, “que trabajó desesperadamente, sin descanso, a costa de fatigas sin fin, para morir pobre”.
En el otro extremo, un elenco de artistas relevantes para los que posó el monarca en distintas ocasiones, constituido por algunos de los más importantes retratistas de su época, tan diferentes entre sí como Sorolla, Álvarez de Sotomayor, Ramón Casas, Ignacio Zuloaga, Philip de László, Manuel Benedito o Tamara de Lempicka, por citar unos pocos. Zuloaga, por ejemplo, lo encontraba un hombre encantador, pero mal modelo por su nerviosa movilidad. Tamara de Lempicka, la que fuera reina del art decó, destaca también su simpatía y agradable conversación, cuando tuvo ocasión de pintarlo en el balneario italiano de Salsomaggiore Terme en 1934, cuando ya don Alfonso había sido destronado. Un pequeño retrato inacabado que forma parte de una colección privada y que durante muchos años se dudó incluso de su propia existencia. La simpatía se la reconocen hasta sus más fieros detractores como Blasco Ibáñez, “pero ocurre con los ‘personajes simpáticos’ que, al transcurrir los años, su ‘simpatía’ va resultando terrible”, añade sin piedad el escritor valenciano.
Retratos que tenían fundamentalmente una intención propagandística, transmitir la imagen de autoridad y poder del rey y, al mismo tiempo, de modernidad, fingiendo la espontaneidad y naturalidad que correspondían a los tiempos de cambio que se vivían en las primeras décadas del siglo XX. Un difícil equilibrio que no siempre es fácil de conseguir, ya que en el género del retrato áulico “nos movemos en el terreno de la mentira, de la ocultación, de la falsificación, del engaño” (I. Rodríguez y V. Mínguez, El retrato del poder). Ramón Casas tuvo ocasión de comprobarlo con motivo del retrato que pintó de Alfonso XIII a caballo, por el que recibió las quejas del rey y su familia “al ser tan realista y no mostrar ningún signo de autoridad”.
Quizá el intento más serio de alcanzar ese equilibrio entre autoridad y modernidad es el retrato que le pintó Sorolla durante una estancia en La Granja en el verano de 1907, cuando el rey tenía veintiún años. Al igual que otros de los retratos de esta época del pintor valenciano, el monarca aparece, al aire libre, con el uniforme rojo de húsar, y su figura se sombrea a retazos, como si estuviera cubierto por vegetación y el sol sólo pudiera por los pequeños huecos entre las hojas. Un claro intento de actualización de la figura real a través del escenario elegido en un espacio abierto, y la técnica impresionista del pintor, que hace allí un alarde de luminosidad y colorido, que busca transmitir una imagen fresca y saludable, actual. No pensaba lo mismo Valle Inclán, para quien “el rey parecía un cangrejo cocido”. Ya sabemos que en esto del arte no es posible agradar a todos.
En ese difícil terreno quien se movía como pez en el agua era el gran retratista de las élites europeas de principios de siglo, el inglés (nacido húngaro) Philip de László, y lo demuestra especialmente en uno de los retratos que hizo con motivo de su visita en 1927, en el que el monarca aparece con el Toisón de Oro al cuello y el dolmán sobre los hombros, cubriendo el uniforme de gala del Regimiento de Lanceros del que cuelgan diferentes condecoraciones. Es un retrato con una acertada combinación cromática, que, en opinión de Ruttkay, consigue expresar todo el esplendor de un rey, pero sin caer en la ostentación.
Según, la esposa del embajador británico, László tenía la intención de pintarlo apoyando una mano en la espada, una pose parecida a la empleada en un retrato anterior de 1910, pero el rey se opuso diciendo: «Quieres hacerme como el Káiser, pero no soy un Káiser, ¡soy un Rey, y un Rey agradable!». La frase del rey intentando distanciarse de la figura del defenestreado káiser Guillermo II pudiera parecer más inocente de lo que es en realidad, pero no lo es, y menos aún en boca de la mujer del embajador británico, que difícilmente podía ignorar, dada su posición, que los detractores del monarca le acusaban de ser un imitador del emperador y se mofaban de él llamándole el káiser Codorniú, una burla dicho sea de paso no exenta de esnobismo. Lo explica extraordinariamente bien en la obra citada al principio el novelista Blasco Ibáñez íntimo enemigo de don Alfonso e íntimo amigo de Sorolla, que tuvo la fortuna de retratarles a ambos.
«Para hablar de Alfonso XIII es preciso traer a colación a Guillermo II. Del mismo modo que en el teatro existe la ‘contrafigura’ que pasa por el fondo del escenario imitando al protagonista de la obra, situado en primer término, Alfonso XIII ha sido siempre un imitador, un reflejo del antiguo kaiser [sic].
Existe en Cataluña un fabricante de Champaña español llamado Codorniu [sic], y aunque su vino no es malo, los burlones ríen de él al compararlo con el Champaña legítimo, haciendo de dicho vino un símbolo de todo lo que es imitación más o menos grotesca. Por ejemplo, de un mediocre poeta dicen que es Víctor Hugo Codorniu, de un general malo Napoleón Codorniu, etc. A Alfonso XIII lo llamaban en los años anteriores a la guerra el kaiser Codorniu» (Blasco Ibáñez, 1924)
El escrito de Blasco causó una enorme indignación entre los monárquicos hasta el punto de llevarles a organizar la que Moreno Luzón considera la mayor manifestación de apoyo a la monarquía de la Restauración. Qué lejos quedaba entonces ya aquella imagen de hombre de su tiempo y modelo de liberalismo que se había labrado, dentro y fuera de España, en los años iniciales de su reinado cuando le pinta Sorolla, cuando en Europa aún eran una rareza las monarquías constitucionales. Qué cerca, en cambio, el exilio.
15 diciembre, 2021
Maravilloso artículo. Muchas gracias