Esposa y madre, ese es el papel que la sociedad burguesa decimonónica continuaba reservando a las mujeres, poco permeable a los importantes cambios sociales y culturales que se estaban produciendo en aquel siglo. Las que tenían vocación artística, si disponían además de los recursos y medios para hacerlo, recibían alguna formación en el ámbito familiar, en el taller de algún maestro o incluso en las academias que se fueron creando en numerosas ciudades europeas, cuando estas empezaron a abrirles sus puertas, poco a poco, a partir de 1880. Una apertura, no obstante, con limitaciones para ciertas enseñanzas que no les estaban permitidas, como el dibujo del natural, ya que incluía el estudio del desnudo; o de la pintura de historia, por considerarse excesivamente compleja. Pocas artistas se atrevían a rebelarse contra esas limitaciones, de ahí la sorpresa y escándalo que causó en su momento la madrileña Elena Brockman de Llanos (1867-1946), sobrina-nieta del poeta John Keats, cuando indiferente a las críticas y firme en sus convicciones, se matriculó en aquellas clases de anatomía en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Con las academias, se fue abriendo también para ellas la participación en las exposiciones nacionales que se celebraban regularmente y que consagraban el arte oficial, aunque su participación era como “pintoras de afición”, según la terminología de la época, y en los catálogos se añadía detrás de su nombre la aclaración “discípula de”, lo que no siempre ocurría, en cambio, con sus colegas varones. Las críticas en la prensa desprendían además, casi siempre, un tono paternalista y condescendiente al referirse a sus trabajos. La pintura no pasaba de ser un pasatiempo o entretenimiento tolerable para damas de la aristocracia y de la pujante burguesía, pero poco más. Por eso mismo tampoco los reglamentos permitían que se les otorgase premio alguno en esas exposiciones, al menos inicialmente, lo que levantó protestas bien pronto, como en la Exposición Nacional de 1887, en el que el propio jurado mostró su desaliento al no poder premiar entre otras a la propia Elena Brockman o Antonia Bañuelos, a pesar de los evidentes méritos de sus trabajos. Ya lo decía Pardo Bazán, “si en mi tarjeta pusiera Emilio, en lugar de Emilia, qué distinta habría sido mi vida”.
Salomé Núñez Topete, una de las pioneras del periodismo femenino en España, describe como un auténtico calvario el camino de obstáculos que debían afrontar las mujeres en el mundo artístico en el cambio de siglo. Desde su columna en “La Correspondencia de España” el 1 de junio de 1904 publica, firmado con sus iniciales S. N. T., un clarividente artículo con motivo de la Exposición Nacional de Bellas Artes de aquel año. Bajo el título “Cese el calvario”—que no me resisto a tomar prestado— se hace eco de la indignación y enfado de una carta que le escribe una “madrileña ilustre, una verdadera artista” cuya identidad no desvela. En aquella exposición, cuyo jurado presidía Joaquín Sorolla, participaron setenta pintoras, entre ellas, por ejemplo, Vera Schevitch, hija del embajador ruso en Madrid y excelente retratista que siempre obtuvo muy buenas críticas en sus participaciones en certámenes pictóricos; al igual que Marcelina Poncela, la madre del dramaturgo Enrique Jardiel Poncela, cuyo trabajo se califica de magistral. Sin embargo, ni ellas ni ninguna otra obtuvieron medalla, “¿Es posible?” estalla la periodista.
El artículo empieza por desgranar los problemas a los que se enfrentan, el primero, la falta de consideración que sufren las artistas, mientras no la tengan “no se podrán vencer los obstáculos casi insuperables en que tropieza la combatida mujer española, ansiosa de huir de vulgaridades y alcanzar un puesto en el mundo del arte”. Y para eso, añade, “basta con que terminen las burlas y empiecen las veras […], las veras son que no haya rutinas, ni prejuicios injustificados, sino justicia y amparo para el mérito. De este modo cesará el miedo, ese miedo que siente la mujer española a singularizarse”. Para ello apela a la solidaridad masculina, “señores hombres, señores artistas —escribe—, no sean ustedes egoistones; no lo quieran todo para sí; dejen a la mujer que salga del ambiente en que vive, mejor dicho, en que se ahoga”. Y remata contundente, “mucho hablar de feminismo; ¿y qué paso se da en su favor?”.
Esta situación es la que piensa que pudo provocar el hartazgo y cansancio de las pintoras de mayor renombre, como Elena Brockman, Antonia Bañuelos y María Luisa de la Riva, hasta dejar de participar en estos certámenes. Y se atreve a sugerir como solución la creación de un salón “aunque sea pequeño, pero salón al fin, para las obras femeninas”, siguiendo el ejemplo de las exposiciones que se habían ido celebrando en Barcelona en la Sala Parés y, justo el año anterior también en Madrid, en el Salón Amaré, con participación exclusivamente femenina.
Para los críticos, pero también para el resto de la sociedad, como hemos dicho, no pasaban de ser pintoras aficionadas. Hacer del arte una profesión ya era harina de otro costal, un oficio honorable si acaso, como recuerda Mª Antonieta Transforini, sólo para jóvenes no casadas, carentes de dote o privadas de esta por un revés financiero de la familia. Es muy elocuente el caso de Berthe Morisot (1841-1895), una de las fundadoras del impresionismo y cuñada de Manet, quien a pesar de su gran notoriedad como pintora, su familia quiso que en su certificado de defunción, se indicara en el apartado correspondiente, “sin profesión”.
El matrimonio casi siempre les llevó a anteponer su condición de mujer casada a la de artista, como el personaje de Olive —la novela victoriana de Dinah M. Craik de 1850—, una pintora de éxito con una deformidad física, que inesperadamente encuentra el amor y se casa, tras lo cual abandona su carrera para ocuparse de los asuntos domésticos de la familia. El altar donde recibieron la bendición nupcial fue también para muchas de aquellas jóvenes, la piedra sobre la que ofrecieron el sacrificio de sus lápices, pinceles, telas y pinturas; el final de una corta y prometedora carrera en no pocos casos, como nos permiten ir conociendo los cada vez más numerosos estudios que se vienen realizando sobre el tema, y que quizá se entiendan mejor a través de algunos ejemplos que ilustren las alternativas que quedaban para ellas.
Antonia Bañuelos y Thorndike (1855-1921), condesa de Bañuelos, ilustra lo que fue el caso más habitual, el práctico abandono de su actividad artística. Cuando la mayoría de las pintoras se especializaban en cuadros de flores, ella se descubre como una excelente pintora costumbrista y retratista. Estudió en París con Charles Joshua Chaplin, y participó tanto en exposiciones nacionales como internacionales recibiendo diferentes reconocimientos entre los que destaca una medalla de bronce en la Exposición Universal de París en 1889. En su crónica para La Ilustración Ibérica de la Exposición Nacional de 1887, el periodista R. Blanco Asenjo, se deshace en elogios sobre su obra “El niño dormido”, que sorprende por la soltura y firmeza de la pincelada, “que tiene toques felicísimos de maestro y que revela una práctica larguísima del arte, inconcebible ciertamente en una mujer”. A partir de su matrimonio con el marqués de Alcedo en 1891 su actividad se reduce drásticamente, limitándose a pequeñas participaciones en exposiciones locales en Biarritz, donde vivió la última parte de su vida, y en colaboraciones como ilustradora en publicaciones extranjeras.
Diferente es el caso de Pilar Montaner (1876-1961), pintora mallorquina ligada a la corriente impresionista, de ascendencia noble y acomodada que se casa con el abogado Juan Sureda Bimet, una de las mayores fortunas de la isla y uno de los más generosos y excéntricos mecenas del país. Su matrimonio no trunca su carrera como pintora, al contrario, es su marido quien la anima a proseguir su formación, enviándola a Madrid al estudio de Joaquín Sorolla cuando ya era madre de siete hijos, quedando él mismo, y una legión de criados, al cuidado de la familia en Mallorca. Participó en numerosas exposiciones y recibió diferentes galardones, sin embargo, sólo vendió sus cuadros de manera ocasional, porque no le parecía de buen gusto por su desahogada posición económica y, después, cuando la familia se arruina y hubiesen sido tan providenciales aquellos ingresos, porque deja de pintar. Rubén Darío, acogido por la familia durante una estancia en las islas, se rinde ante los paisajes de la pintora, prendado por sus olivos, a los que sabe arrancar, escribe el poeta, “su ademán de muertos deseosos de clamar al cielo sus misterios y enigmas”.
Transgredir esa norma no escrita de abandonar los pinceles al casarse, parece que fue algo más fácil para aquellas pintoras que eran a su vez, hijas o esposas de artistas, que pudieron seguir trabajando e incluso exponiendo juntos en algunos casos. El matrimonio parece actuar en ellas como un escudo que les infunde respetabilidad y evita el riesgo de exclusión social. Es el caso, por poner algunos ejemplos, de las parejas formadas por el poeta Émile Verhaeren y la pintora Marthe Massin, que no dejó de pintar a lo largo de su vida aunque no volvió a exhibir su obra después del matrimonio; los pintores impresionistas belgas Rodolphe Wytsman y Juliette Trullemans; la también belga Gabrielle Canivet y el pintor Constandt Montand; la canadiense Juliette Blum y el escultor Charles Samuel; entre otros.
Hubo quien no se conformó y se rebeló contra esa condición de aficionada, reivindicando el ejercicio profesional de la pintura, como sus colegas varones. Ahí está María Luisa de la Riva y Callol-Muñoz (1859-1926), casada con el también pintor e ilustrador Domingo Muñoz Cuesta. Tuvo una larga y dilatada trayectoria. Gozó de gran reconocimiento tanto nacional como internacional en Berlín, Viena, San Petersburgo y, especialmente, en Francia, donde se instaló al disfrutar allí de más oportunidades que en España para desarrollar su carrera. Las pintoras francesas estaban mejor organizadas y promovieron asociaciones profesionales y exposiciones con participación exclusivamente femenina, en las que De la Riva tuvo gran protagonismo. Fue una feminista activa, que fundó su propia academia profesional para formar pintoras y que no dudó en reclamar su reconocimiento profesional, como demuestra la correspondencia con las autoridades académicas francesas ante las que se presenta como una pintora profesional que trabaja para vivir. A pesar de todo, ni siquiera ella pudo superar algunas de las limitaciones a las que se enfrentaban las mujeres, como la temática, que las relegaba a especializarse en la pintura de flores y bodegones, y que en su caso cultivó conforme al gusto de la clientela burguesa.
Otras debieron acudir a diferentes estrategias de camuflaje, como firmar únicamente con sus iniciales, ocultando el género y evitando así los recelos que despertaban entre compradores y coleccionistas el arte pintado por mujeres; o a una suerte de travestismo, haciéndose pasar por pintor, y firmar sus obras con un seudónimo masculino como la francesa Claire Duluc, que utiliza los de Monsieur Haringus o Éttiene Morannes para ilustrar los libros de su marido el novelista Eugene Demolder; o la belga Charlotte Lepla, que firmaba como Leo Arden.
Esa fue la misma argucia empleada por Concepción Figuera Martínez y Güertero (1860-1926), que firmaba sus cuadros como Luis Larmig, un seudónimo que ya había usado su tío, el infortunado poeta Luis Antonio Ramírez Martínez y Güertero. Su aparición en la exposición nacional de 1887 fue saludada por la crítica como el inicio de la prometedora carrera del joven “autor”. Obtuvo una tercera medalla y con el mismo nombre siguió presentándose y obteniendo premios en exposiciones en Estocolmo, México y otras nacionales, así durante al menos diez años, hasta que la prensa empezó a desvelar su verdadera identidad.
Tiempo habrá de hablar también de otras, las más audaces y rebeldes, las que optaron por el camino todavía más difícil de no ocultar su identidad y caminar solas, sin el paraguas social del matrimonio, en un mundo dominado por hombres. Pero eso será otro día.
30 abril, 2021
Muy bonito, muchas gracias