‘Música que escucharé cuando hayas muerto’. Ismael Cabezas. La Garúa. Barcelona, 2021. 73 pp.
De la oscuridad proviene la luz. Por eso, uno se envuelve en la oscuridad del ser como en la profundidad del ser para alcanzar esa revelación de la verdad que da sentido a la vida. De ahí que, al realizar esa exploración en la geografía interior, halle todo un catálogo de derrotas con las que se enfrenta cotidianamente. Ese desaliento arraiga en Música que escucharé cuando hayas muerto. Su autor, Ismael Cabezas (La Línea de la Concepción, 1969), franquea con su palabra un canto elegíaco en las mazmorras ocultas de la memoria. Las notas que resuenan pueden ser tan dulces como dolorosas pero siempre verdaderas.
La poesía de Ismael Cabezas es razón medular de una existencia; mucho más que métrica y retórica. La aparición de Música que escucharé cuando hayas muerto (La Garúa) sigue la evolución natural de sus tres publicaciones anteriores: Paisaje para un ciego (2008), Pisadas en la nieve sucia (2015) y Sutura (2015). De todos ellos, tal vez, sea el último libro publicado hasta el momento el más redondo de una trayectoria poética serena.
Música que escucharé cuando hayas muerto se plantea como una sucesión de casi una cincuentena de poemas de extensión breve (el que más contendrá unos treinta y cinco versos), cuyo estilo se reconoce en versos largos (versículos), períodos largos y sin apenas espacios. De ahí que cause una sensación de angustia, un temor incierto y un daño irreparable que, luego, ratificamos en el contenido.
Frente al fácil dramatismo y a la desilusión fingida en una corriente de libros, se alza, en estos tiempos, el pesimismo íntegro de Cabezas. Un recorrido cotidiano que ofrece una visión desilusionante del mundo. La tensión se respira en la elección planteada por el poeta en el poema donde las sentencias queden mejor instaladas, debido quizá a los espacios establecidos, de este modo concluye “El último funambulista”: “Cruzar el abismo o ser parte del abismo”.
Como advierte el escritor linense y profesor de la Universidad de Sevilla Carlos Serrato en el prólogo, “el tono elegíaco enhebra todos los poemas de Música que escucharé cuando hayas muerto, pero lo que se evoca en la nostalgia es la breve intensidad de sueño generacional que ardió en llamas y de la que ya no queda más que el humo de la memoria”. En esa poética desesperanzadora encuentra todo un elenco de voces que le sirven de compañía: Sharon Olds, Raymond Carver, Cavafis, Sylvia Plath, Emily Dickinson, Cernuda, Dylan Thomas, Robert Lowell, García Baena, T. S. Eliot…
En ese dialéctica de derrota, el comienzo y la conclusión del poema más extenso, “Ciudad natal”, tal vez sea, el ejemplo más nítido, para entender el grado cero, del ser ante el abismo: “Somos todos aquellos pobres idiotas que / perdimos el último tren, / los que nos quedamos en la estación vacía / […] fumando un último cigarrillo mirando a la nada”; “Te quedaste para siempre hasta el fin de tus días, / en una ciudad que nunca amaste / y en la que nunca nadie te amó, / y toda tu única posesión es tan sólo / la más vulgar de las derrotas”.
Cabezas revisa y actualiza lecturas, como un modo de terapia. Como es sabido, el arte muestra la belleza, ambas son fuentes de enriquecimiento vivencial. Pese a todo, en su “Breve esbozo para una poética” se sitúa al lado de los solitarios, de los perdedores, que finaliza así: “Sé, como bien les digo, muy poco sobre dioses: / sólo sé de hombres que escupen sangre de sufrir a solas”. Como lo estuvieron Gloria Fuertes, Ángel González, Gabriela Mistral y otros tantos. Un discurso que se ahonda en la realidad difuminando, a su vez, las expectativas de los sueños. A modo de correlato, este boceto se continúa en otro poema que nos encontramos posteriormente, “Apuntes para una poética”, y que trata del modo en que afrontar el desencanto: “en el que se nos revela la intimidad de la vida, / el sencillo ejercicio de abrir muy bien los ojos / para mirar en limpio cada cosa cotidiana del mundo”. En distintas voces el sujeto se distancia de su íntima exploración y envuelve los sondeos de sus recuerdos en otras voces de la literatura.
En efecto, son diversos los referentes culturales mencionados en esta cuarta entrega lírica de Cabezas, además de literatura, pintura (Caravaggio, Tiziano, Waterhouse, Degas…), fotografía, cine y, sobre todo, música. En su decir fusiona de un modo particular unas obras artísticas con otras. Así, en “Un particular Amherst” se impone la soledad, reconfortante, entre la belleza de Chagall, Emily Dickinson y la voz de María Callas. La belleza es representada con las canciones, como si tanto voces como instrumentos fuesen lo único limpio que transportase al sujeto lejos de la suciedad del mundo. Es tan variada como una de esas listas en Spotify: Vivaldi, The Smiths, Siouxsie (and The Banshees), Chet Baker, Bach… Podríamos concluir diciendo que el aporte cultural como signo de belleza supone el único consuelo posible contra la soledad, como nos ha demostrado los días vividos en confinamiento.
De acuerdo con el prologuista del libro, es “Autorretrato alrededor de la cincuentena” el poema central porque en él identificamos todo lo que contiene Música que escucharé cuando hayas muerto: el campo semántico del pesimismo de Cabezas y su causa: la herida abierta que deja la juventud perdida en el ser; el personaje derrotado que, en este caso, tira de drogas blandas (café, antidepresivos y tranquilizantes); la atmósfera noctámbula; la autoconciencia de pérdida reflejada tanto en la inutilidad de los sueños como en las palabras producidas; los lugares fantasmales que nadie recuerda; el tono sombrío de los versos. Todo un catálogo de desencantos figura contenidos aquí, en este poema. Cosas del destino: “aunque a ves te pese / es ser un juglar ciego que en vano canta a la belleza. / Y puede que el último destino sea marchar / a un lugar donde nadie sepa de ti ni conozca tu nombre / y mucho menos tus torpes y burdas palabras, / para así, solo y sin patria, olvidado por todos, / dejarse morir […] / para intentar el vuelo una vez más”.
El poeta linense no necesita ceñirse a la métrica tradicional para transmitir su pesimismo; a menudo se vale del verso que alarga y termina rompiendo. El verso queda supeditado a la idea transmitida, a la exploración y al uso de inapelables interrogaciones retóricas (“¿Qué fue, amor mío, de mi vida entera?”). Sin embargo, los poemas tienen una cadencia visual potente. La fluidez de sus ideas radica en el empleo del encabalgamiento. Varias son las fórmulas en que Cabezas estructura el poema: los que parten de enumeraciones más o menos caóticas (que provienen de infinitivos), como “Variación sobre un poema de Raymond Carver”, “Olvido”; aquellos que subyacen su lirismo en reiteraciones léxicas y en antítesis juventud-senectud; ilusión-desesperanza; amor-desamor con varias (“Temporal de Levante”, “Amarse”, “Apuntes para un final” o “Madrid”); y otros, una gran mayoría, que no dan respiro (hasta treinta versos pueden contener una estrofa), que parecen balas de recuerdos: “Algo que añadir sobre un viejo poema”, “Tratado de infamias”, “Serotonina”, “Tratado de infamias” o “Despedida”, entre otros.
El lector de Música que escucharé cuando hayas muerto querrá seguir profundizando en la poesía de Ismael Cabezas, habida cuenta de esta singular entrega. Este libro contiene un buen puñado de poemas con los que demuestra que su escritura es una excelente forma de enfrentarnos al desencanto, aunque asumamos la derrota.