Extraña arqueología. Había decidido cimentar la fila de hormigas que son estas líneas con una cita de los Diálogos de Platón. No habría sido la primera vez. Lo consideraba una buena idea. Sin embargo, en esta ocasión, el tomito ha preferido mostrar cuerpo sin más. El ejemplar ahora a mi lado es una tercera edición de Ediciones Ibéricas a cargo de un tal Juan Bergua. El precio que reza en la portada es de diez pesetas. En su interior, y oculto desde/cuando ya me es imposible averiguar, hay un boleto de quiniela. En él hay una fecha: abril de 1957. También habita sus tripas un cromo para un ya remoto álbum de Bimbo: «El porqué de las cosas Nº2». Es la imagen de un perro junto a su caseta y bajo la luna en la que se le ve claramente buscando el cielo con el hocico en el momento del aullido. El anverso del cromo contiene una interrogante ligada al número correspondiente, el 66: ¿Por qué los perros aúllan cuando oyen sonidos agudos?
Solo entonces creo oportuno poner a piar, extrañamente aliado con Platón, al bueno de Sócrates: “el más dichoso es aquel cuya alma está exenta de mal, ya que este mal del alma (la injusticia) hemos convenido en que era el mayor de todos los males”.
De aullidos e injusticia trata la muy entretenida Echadme a los lobos (Siruela, 2020. Traduce Daniel de la Rubia), de Patrick McGuinness. Poco más de trescientas páginas de novela policiaca tejida con mimbres de realidad. No busquen un asesinato de extrema tripería o de repetición, tampoco un psicópata criminal némesis y a la altura del mismísimo Sherlock, no se regocijen en las retorcidísimas taras de un poli de vuelta del mundo: “El género detectivesco, policiaco, de suspense, etc., con sus tramas llenas de giros inesperados y exculpaciones en la sala del tribunal…, es solo un lugar de nuestra cultura en el que ponemos la complejidad de la que carece el mundo”. Pónganse cómodos frente a una sencilla investigación policial. Párense a observar la sociedad de la información a la velocidad de la luz y las redes sociales, sus consecuencias: “vivir en un presente retransmitido en directo cambia la forma en que lo vivimos”. Y ya de paso, jueguen a hacer memoria. Rescaten el mundo de los pupitres ya olvidados y el bestialismo, en fondo y forma, de los pasillos escolares cuando la represión sexual paría monstruos que nos enseñaban el latín. Ese secreto a voces.
Extraña forma de vida. Las gallinas de la finca ya han sido debidamente bautizadas: Ludovica, Clodovea y Clotilde. En mi imaginario la enorme perra blanca, encargada de la vigilancia, es La Señora. El macho es Cujo. Y Mapachío, el gato al que le pago alquiler y viandas, ya sale a dar sus garbeos con mucha más confianza que al principio de su desconfinamiento. Ah, sí, se me olvidaba, también está Gato Malote o Maloso. Viene de la finca vecina, básicamente, a tocarle las mitocondrias a Mapachío. Ya es un habitual en mi terraza. También son habituales las broncas felinas. A veces estas enganchadas me pillan por sorpresa –bufidos y rugidos rasgando el silencio y la oscuridad-, y cuando dirijo la mirada al cuadrilátero de turno, solo puedo ver una pelota blanca y parda rodando más allá de lo físicamente posible. De entre todas las aves que me vuelan vino el otro día a posarse en las ramas de uno de los dos olivos apostados al otro lado de la valla de madera un rabilargo. Después bajó a picar la tierra. Su elegancia me pareció superior a la de la urraca, que también abunda. Esa cabeza encapuchada en negro y el plumaje gris de sus alas sobre la blancura extrema de su cuerpo.
Todas estas cosas ocurren mientras hacemos temblar el mundo.
Música extraña. No los había escuchado nunca. Fue un colega quien, a propósito de una fotografía o una estupidez que escribí en Facebook, tuvo a bien presentarme a The dead south. No sé si producto de mi gran ignorancia musical tiendo a creer que después de los setenta, u ochenta como mucho, ya no se hace buena música. En cualquier caso, la buena música es menos accesible. O bueno, también puede ser, debe uno escarbar, tal vez, mucho más ahora que cuando la oferta estaba, por decirlo de alguna forma, más canalizada. Bien. Pues esta gente hace una suerte de bluegrass –género que también desconocía, si bien su sonido es realmente familiar: mezcla el blues con ritmos afros y jazz-. Mientras escribo puedo separar un banjo, una mandolina y un violonchelo. Suena el disco Good Company. Por favor, para sus orejas, «In hell, i´ll be in good company». De nada.
Será a eso de la una que Cujo o La Señora o cualquiera de los cánidos vecinos iniciará el concierto. Suele arrancar desgarrador en un único aullido. Después se unen infinidad de voces. Imposible imaginar el alcance. Y es una delicia si se escucha con la luz apagada y el sabor a moqueta de casino del Jack Daniel´s en los labios y un cigarrillo entre los dedos, justo en ese momento en el que uno ya ha decidido que se va a ir a dormir.
Cuando los perros aúllan no me pregunto por qué lo hacen. Ellos sabrán. Me gustaría aprender a tocar el banjo. Solo por acompañar.