Hoy que el olvido amenaza con convertirse en tendencia —basta ver cómo la ciudadanía vota ideologías, directamente, herederas del franquismo, esa dictadura que creíamos ya enterrada, ¡qué (ho)error!—, me niego a abonar esa amnesia colectiva rescatando a una mujer que supo llegar a las tripas de la situación de la clase trabajadora, y en especial de la mujer, y plasmarla en una de las novelas que más me ha impresionado en los últimos tiempos. Me estoy refiriendo a Luisa Carnés y a su novela Tea rooms. Mujeres obreras, escrita en 1934 y que, sin embargo, por la frescura de su prosa —Pablo Caruana Húder dice de ella que es «la Miguel Hernández de la narrativa»—, por la estructura tan libre del relato y por el manejo tan certero de novedosos recursos narrativos podría muy bien haber sido escrita hoy día.
Luisa Carnés, fue una mujer autodidacta que se crio en una familia humilde y que comenzó leyendo folletines y novelas populares que se publicaban por entregas en los periódicos de la época. Poco a poco, fue adentrándose en Galdós, en Gorki, en Dostoyevski o en Tolstói y ¡vaya cómo la permearon! Para sobrevivir, trabajó de costurera y de camarera, de esta experiencia obtendría la inspiración para escribir la novela que nos ocupa, mientras publicaba relatos y artículos en distintos periódicos.
La autora conoce bien el universo femenino y la clase trabajadora de la época. Fue una de ellos y nunca renunció a sus orígenes. La prueba está en que toda su producción literaria gira en torno a las condiciones de vida de su clase y a la desigualdad que padecían las mujeres, doblemente parias, con las que convivía en su entorno laboral. Esa misma preocupación la volcó en su actividad periodística, con más ahínco si cabe, a la que se dedicó en exclusiva tras el inicio de la Guerra Civil en el periódico Frente Rojo en el que escribió hasta que tuvo que huir a Barcelona, tras el hundimiento del frente republicano, para pasar a Francia (de esta dramática experiencia da cuenta en su libro de memorias De Barcelona a la Bretaña francesa) de donde partió en mayo del 39 en el barco holandés Veendam para establecerse en México, como tantos miles de republicanos, la élite intelectual, la que trató de modernizar un país anclado en tradiciones seculares y dominado por una nobleza, un clero y unos militares rancios y retrógrados, y que pagó con la vida, la libertad o el exilio la osadía de tratar de arrancarlo de sus garras. En este país moriría prematuramente con apenas 59 años en un accidente de tráfico, después de desarrollar una exitosa y fructífera obra literaria y periodística que, lamentablemente, pasó desapercibida en nuestro país hasta que en el 2002 la editorial Renacimiento recuperó su última novela, El eslabón perdido.
Tea Rooms. Mujeres obreras es una novela sorprendente, no por tanto por el tema como por la forma de contarlo, por la sencillez de su prosa, a veces transida por unas licencias poéticas que embellecen la sordidez que reflejan, por sus vivaces diálogos en los que se puede leer lo que se calla, por la habilidad para describir ese micro universo en el que clientes, patrón y empleados interactúan en una desigual relación y por el minucioso estudio psicológico que la autora hace de los personajes, mujeres con las que, inevitablemente, te identificas, te encariñas, te enfadas y tratas de arrancar de su ignorancia, de su miedo, de los preceptos machistas que las mantienen en la segunda división de la historia.
Imposible no identificarse con Matilde, la protagonista, la que calza zapatos torcidos, gastados que contrastan con «los zapatos impecables que subrayan un paso estudiado, elegante…»; la que pasa hambre, «las patatas viudas del medio día se disolvieron hace rato en el estómago»; la que necesita encontrar un trabajo, pero no a cualquier precio: «… fíjate bien: para escribir a máquina no hace falta tener una edad determinada y un cuerpo bonito (…) ¿No adviertes que ese M.F. internacional lo que desea es una muchacha para todo?»; la que tiene conciencia de explotada y sabe en qué lado está, en el de los oprimidos, los que se hallan al otro lado de una línea divisoria invisible, pero escandalosamente revelada, que los separa de las clases acomodadas cuyos hijos vuelven a casa cada día del colegio francés en confortables autobuses descansan en mullidos sillones de piel, comen bocadillos de jamón y leche fría en contraste con el hambre de los pobres que al olor de las suculentas cocinas de las casas donde trabajan recuerdan que «han tomado a las ocho de la mañana una taza de café puro y un pedazo de pan correoso y que son las dos de la tarde (…) recordándole que su hambre no data de unas horas ni de varios años, que es un hambre de toda la vida, sentida a través de varias generaciones de antecesores miserables»; la que se niega a aceptar que su destino es casarse con el chico de nariz de loro que la pretende porque necesita una mujer que cuide de la casa y de su padre, viudo desde hace años, y que le dé hijos; la que cree que se abre una oportunidad para la mujer: «Ese camino nuevo, dentro del hambre y del caos actuales, es la lucha consciente por la emancipación proletaria mundial».
Difícil no encariñarse con Antonia, la tierna Antonia, la que adopta a Marta y trata de casar a Matilde para asegurar su futuro, la empleada más veterana, y casi transparente, del establecimiento donde se despachan dulces, fiambre, sándwiches y porras sin que su personal, que pasa hambre, pueda beneficiarse siquiera de las sobras, al menos a la luz del día, otra cosa son los pequeños hurtos, los pasteles endurecidos escamoteados al control de la encargada y comidos a escondidas en la insalubre habitación donde las empleadas se cambian y que, sin ninguna ventilación, huele a pies y a pobreza, las pesetas que se quedan olvidadas en algún rincón y que llevan a la perdición a Marta, la joven pobre de mirada dura, desnutrida y famélica que, curtida por la miseria, no tiene más remedio que echarle ovarios a la vida y arriesgarse pagando el coste que ello acarrea.
Y qué decir de Laurita, la ahijada del patrón, la joven que solo lee folletines, la romántica que imita poses de artistas y que tiene la cabeza llena de pájaros a la que la encargada, como buena sierva del jefe, le permite licencias que no consiente a otros, de la que todos desconfían por su parentesco con «el ogro»… Laurita encarna el tipo de mujer que la sociedad patriarcal y machista ha moldeado a su antojo y, precisamente, por ello, es una de sus principales víctimas.
A través de otros muchos personajes: Trini, la que protesta, pero no se rebela, Felisa, Paca, la beata y conservadora a través de la cual se hace una crítica demoledora de la religión, Carnés nos cuenta una historia muy vieja, y no por ello superada: la opresión de la mujer, doblemente subyugada por mujer y por trabajadora, la falta de conciencia política de la clase trabajadora, su miedo a elevar la voz —soberbio el capítulo en el que se narra la huelga de camareros y la posición de los empleados del establecimiento—, la tiranía que ejerce el patrón sobre ellas, en este caso Don Fermín, «el ogro», el dueño del establecimiento, cuyos tentáculos se prolongan en Teresa, la encargada, que ejerce un férreo control sobre sus empleados; una mujer dura con los de su clase, excepto con Cañete, pero complaciente con su jefe y con los clientes y, en especial, con uno, el militar que cada tarde va a por su pastel de grosellas.
A través de las doscientas cinco páginas que tiene la edición publicada en el 2016 por la editorial Hoja de Lata, nos adentramos en un universo que, con ese estilo tan fresco, tan directo, tan aparentemente sencillo, aunque no lo es, y esa profunda introspección psicológica que hace Carnés, te atrapa de principio a fin. Un universo en el que la mujer tiene un papel protagonista, no en vano la autora ha tenido que abrirse camino en un mundo hostil a su clase y a su sexo, en el que, sin saberlo ellas despliegan una sororidad, excepto la encargada, que las sostiene y las salva.
Tea rooms. Mujeres obreras es una novela de obligada lectura para quienes creen en la igualdad y en la lucha de clases. También, para aquellos a quienes les guste la buena literatura, la que araña las tripas, esa de la que no sales indemne.