El viernes santo de 1520 —en pocos días se cumplirán 500 años—, fallecía en Roma el joven pintor Rafael de Urbino. La ciudad entera lloró su muerte. De una manera repentina, a finales de marzo, el artista favorito de León X, contrajo unas fiebres y los médicos, siguiendo la costumbre de la época, procedieron a sangrarlo. No pudieron evitar su muerte unos días más tarde, en los primeros días del mes de abril, el mismo día en que cumplía los 37 años.
El relato más conocido de su muerte se lo debemos a Giorgio Vasari, que en sus célebres Le vite de’ più eccellenti pittori, scultori e architettori (1550), nos cuenta que el motivo de aquellas fiebres no fue otro que entregarse a los excesos de la pasión y del amor: «Y enamorado de los placeres y abusando de la práctica, en una de estas contrajo unas fiebres que los médicos creían que era una insolación por imprudencia suya, no confesando el exceso que se lo provocó. Le sangraron cuando más falta le hacía para recuperarse de la debilidad en que se zambulló. Por lo que hizo testamento como honrado y cristiano disponiendo medios para vivir a su amada la envió fuera». No es una mala forma de morir, pensarán algunos.
En cambio, en la Istoria della vita y obras de Raffaello Sanzio da Urbino (1829), publicada por F. Longhena, se atribuye a la dolencia un origen más prosaico, según la cual «Rafael era de naturaleza muy delicada; su vida pendía de un hilo demasiado débil por lo que respectaba a su cuerpo, ya que era todo espíritu. Sus fuerzas habían decrecido mucho; y es extraordinario que le hayan podido sostener durante su corta vida. Hallándose muy debilitado, un día, encontrándose él en la Farnesina, recibió orden de acudir a la corte inmediatamente. Echó a correr para no incurrir en retraso; y mientras hablaba allí, largamente, acerca de la construcción de San Pedro, se le secó el sudor encima. Súbitamente, se sintió enfermo. Marchó a su casa; y se vio acometido por una fiebre perniciosa …», que hay quien afirma que debió ser de malaria.
La primera explicación desde luego cuadra perfectamente con la imagen que Vasari da del maestro, a quien califica de enamoradizo y aficionado a las mujeres. Lo sabía bien el banquero Agostino Chigi, que no encontraba el modo de que finalizase la decoración de las bóvedas de la Villa Farnesina en Roma. Andaba por entonces Rafael más pendiente de su amante, que de pintar, por lo que su comitente no tuvo más remedio que acoger a la pareja en su palacio, para que de este modo no se separaran y acabara el trabajo.
Rafael murió soltero, prometido a María Bibbiena, una joven de buena familia, sobrina nada menos que de su amigo el poderoso e influyente cardenal Bernardo Divizio de Bibbiena, a la que continuamente, aunque sin negarse, daba largas para evitar el casamiento. De quien realmente estaba enamorado, sin embargo, era de Margherita Luti, una joven a quien apodaban la Fornarina, por ser hija de un panadero de Siena, que pudo tener su horno en el Trastevere o en la via del Governo Vecchio de Roma. Era por ella y no por su prometida por quien suspiraba y con quien compartía los placeres del amor. Una mujer de espléndida belleza inmortalizada para siempre como Galatea en una de las salas de la Villa Farnesina.
De la dama de su corazón, como llama Vasari a la Fornarina sin nombrarla, nos dejó Rafael otros dos retratos extraordinarios. El primero es conocido como Donna velata. Rafael resume aquí su ideal de belleza, que reside no solo en la perfección del cuerpo, sino también en todas aquellas otras virtudes que adornan a la persona como las buenas costumbres, el saber y el hablar, los ademanes, los gestos y otros muchos detalles que no cabe calificar más que de hermosas, como recogiera su amigo el escritor Baltasar de Castiglione en su célebre obra El cortesano. En este sentido, la obra es de una belleza intensa y muestra el amor y el cariño que a Rafael le inspira su joven amante.
Sobre un fondo oscuro, se recorta la figura de Margherita. A primera vista domina el conjunto, sereno y equilibrado, tanto en la composición como en el colorido de la obra, en el que inusualmente Rafael opta por una reducida gama cromática de la que obtiene, no obstante, una amplia gama de tonalidades de blancos y dorados. El resultado es portentoso, especialmente en el rico vestido de la joven, ampuloso y movido a base de pliegues continuos que permiten admirar las ricas texturas de las telas y aportar volumen a la composición. Todo lo contrario ocurre con el rostro y la piel, que trata de una forma limpia y sencilla. Rafael prescinde de los detalles para centrar toda la atención en los ojos negros y profundos de Margherita. Si a primera vista pudiera parecer una joven dulce y frágil, su mirada nos muestra una mujer fuerte de carácter o cuanto menos decidida y firme.
Pero el retrato que ha hecho correr ríos de tinta sobre la relación de la pareja es el famoso desnudo de su amante. Pintado un año antes de la muerte del pintor guarda algunas similitudes con el anterior. El rostro de la joven presenta ahora rasgos más afilados y maduros, pero la misma mirada profunda, limpia y decidida. Repite el mismo tratamiento cariñoso del rostro perfectamente ovalado, pintado con sutiles pinceladas ligeramente veladas y en un continuo juego de transparencias. El casto velo que cubría el cabello de la velata ha desaparecido para dejar paso ahora al famoso turbante, luego tantas veces repetido por otros pintores, bajo él un collar del que pende una joya muy similar a la del otro retrato, si no la misma. Ambas están formadas por una gran piedra central, un rubí de corte cuadrado, acompañado por otra más pequeña, quizá una esmeralda o un zafiro. Unidas a ellas, cuelga una perla. Tampoco difiere en exceso la postura, con el mismo gesto de la mano derecha sobre el pecho, sosteniendo en este caso la tenue gasa con que cubre exiguamente su cuerpo. Difieren, claro está, en el tratamiento.
Este cuadro sin embargo es toda una declaración por parte de Rafael de la naturaleza de su relación con Margherita, y lo firma de una forma poco habitual, rotulando su nombre sobre el brazalete que lleva en el brazo izquierdo. Es su forma de expresar el vínculo que ata a la pareja de enamorados.
El análisis iconográfico de la obra no hace más que alimentar este tipo de especulaciones. La restauración del cuadro ha permitido ver que originalmente el fondo estaba compuesto por un paisaje vaporoso, con sfumato, a la manera de los que hacía Leonardo da Vinci. Rafael decidió modificarlo y puso en su lugar unas plantas. Entre ellas se distinguen un membrillo y un mirto, asociados ambos a Venus. El membrillo se consideraba un símbolo del amor carnal y era utilizado en el rito matrimonial como un buen augurio de la fecundidad, por lo que era frecuente que apareciese en los retratos que conmemoran una boda. El mirto, por su parte, era la planta del amor y el deseo pero también, por tener hoja perenne, se le identificaba con el amor duradero y en especial la fidelidad conyugal. Pero el elemento más novelesco de la pintura es el anillo nupcial que luce la Fornarina en el dedo anular de la mano izquierda, ajustado a la segunda falange, y que misteriosamente alguien borró, no sabemos por qué.
En fin, no puede extrañarnos entonces que haya quien afirme incluso que el pintor y la modelo se habían casado en secreto. No existe ninguna prueba de esto, aunque este tipo de retratos, no eran frecuentes fuera del matrimonio, y tenían un carácter rigurosamente privado. En ocasiones, se solían ocultar mediante unas tapas o cualquier otro procedimiento. El caso es que en el lecho de muerte, como si intentara protegerla, Rafael ordenó a sus discípulos que sacaran a Margherita de su casa y le entregaran una cantidad de dinero. Cuatro meses después, según documentos de la época, una viuda hija de un panadero sienés llamada Margherita, entró en el convento de Santa Apolonia en el Trastevere. Dos años más tarde falleció.
24 marzo, 2020
Emocionante, muchas gracias. Leer cosas como esta me va devolviendo a la vida intelectual y emocional, el virus también ayuda, qué cosas. Sobre el membrillo: una canción de boda de la tradición sefardí de Rodas (Grecia) cuenta que la novia, la noche antes del casamiento, sueña con un río junto al que crece «un árbol de bembrillos», buen simán, buen augurio.