Viajé a Londres hace un par de semanas con la intención de visitar a unas amigas. Tenía unas horas muertas cuando decidí entrar en la Tate Modern a refugiarme del frio y del tedio. Hacía ya tres años desde la última vez que estuve y sólo recordaba de manera certera un asombroso tríptico de Francis Bacon, con el cual volví a reencontrarme y a emocionarme.
Pero no fue la obra de Bacon lo que me quedó grabado en la memoria esta vez. Paseando sala tras sala, en ocasiones mirando, pero sin ver, llegué a un pequeño recibidor en el que enfrentaban a Monet y a Rothko. Tras quedarme mirando el inmenso lienzo del impresionista convertido en pintor abstracto, y viendo de reojo el llamativo cuadro del ya consolidado como tal, recordé cuánto deseaba visitar la Capilla Rothko en Houston. De alguna manera, mis deseos fueron satisfechos en cuestión de instantes.
Entré en la sala contigua, que estaba muy levemente iluminada, y mi mente vio y mis ojos pensaron de una manera que nunca antes había experimentado. Al entrar, automáticamente tuve que darme la vuelta y quedé frente a la puerta y frente a un enorme lienzo, situado a la derecha de la entrada, que cobraba vida por sí solo. A lo largo de todo un fondo negro se extendían y contraían dos enormes heridas, se cerraban y se abrían como un cuerpo desgarrado por una enorme hemorragia, incapaz de controlarse. Estuve varios minutos mirándolo, esperando que la ilusión óptica que experimentaba —posiblemente por el deslumbramiento causado entre la claridad del exterior y la oscuridad de la sala— desapareciese. Pero no cesaba. Decidí continuar la mirada hacia una vista más general de la sala. Toda la estancia estaba impregnada de un halo espiritual que inducia al culto, pero no el culto a los cuadros de Rothko, al culto hacia y con uno mismo. Un lugar para el descanso más puro, parecido a lo que debimos sentir todos en el útero materno: envueltos por una luz roja y suspendidos en un líquido que nos mantenía flotantes. Así fue como me sentí.
Intentando salir de mi trance, recordé haber leído, hace algunos años, un catálogo de una exposición titulada La abstracción del paisaje. Del paisaje del romanticismo nórdico al expresionismo abstracto, en el que Robert Rosenblum compara la obra de Rothko con la de Friedrich, Turner y otros “artistas de lo Sublime”. Rosenblum nos dice que la obra de Rothko revela afinidades de visión y sentimiento con la obra de los románticos, “reemplazando las abrasivas y desiguales fisuras de las gargantas reales y abstractas de Ward y Still con un fenómeno no menos adormecedor de luz y vacío. Rothko nos coloca en el umbral de esos infinitos sin forma discutidos por los esteticistas de lo Sublime”. Es exactamente en ese umbral que describe Rosenblum donde me encontraba yo ante estas obras. Lienzos que eran la antesala quizá de algo terrible o quizá de la salvación eterna. Me dio bastante que pensar que estos cuadros hubiesen sido pintados para formar parte de la decoración de un restaurante ya que el ambiente que creaban es quizá el que menos espera una encontrar en un lugar en el que se sienta a comer.
Abrumada por esta experiencia inesperada decidí salir de la sala, que me hubiera gustado ver a solas, y seguí paseando por la Tate, pero ya con la cabeza en otro mundo, sintiendo el placer que se experimenta al finalizar una situación de riesgo, sintiendo la calma después de la tormenta.
Al salir del museo, la oleada de frio me devolvió a la realidad y a mis amigas, que me esperaban para ir a tomar algo. Creo que esta experiencia fue el recibimiento que me dio la enorme ciudad británica —que ya hace un tiempo me acogió entre sus oscuras nieblas— para decirme que aún tenía cosas por sentir allí, que podía volver cuando quisiese.
23 marzo, 2020
Preciosa reflexión, llena de sensibilidad.
23 marzo, 2020
Muchas gracias.
23 marzo, 2020
Me gusta la vitalidad de los jóvenes. Sigue, sigue escribiendo
23 marzo, 2020
Gracias. Lo haré.