Matador de ovejas (Killer of Sheep, 1978), dirigida por el afroamericano Charles Burnett (Vicksburg, Misisipi, 1944), es una película que ha conocido la extraña suerte de no haber pasado por salas comerciales y no haber sido nunca distribuida por los cauces habituales; a pesar de lo cual, sin embargo, se ha convertido en un clásico indiscutible del cine norteamericano, reconocido por la crítica y por instituciones tan prestigiosas como la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, que la ha incluido entre las primeras cincuenta de su selecta lista de películas “cultural, histórica o estéticamente significativas”. Que sepamos, no ha sido nunca estrenada oficialmente en España, y por ello resulta todo un acontecimiento que el 16 Festival de Cine Africano de Tarifa, todavía en curso, la haya incluido en una de sus secciones paralelas, la titulada “Historias Afroamericanas”, dedicada a películas hechas por cineastas negros a lo largo de toda la historia del cine en los Estados Unidos, desde las que intentaron tempranamente dar la réplica a la muy racista El nacimiento de una nación (Birth of a Nation, 1915) a la actualidad.
El responsable de dicha sección, el zimbabuense Keith Shiri, ha destacado, como otros expertos, los rasgos que la película comparte con los neorrealismos europeos de posguerra, entre ellos el empleo de actores no profesionales y el rodaje en escenarios reales. Pero la película, como intentaremos demostrar en este artículo, es algo más que la réplica entusiasta de un estudiante de artes audiovisuales –Burnett lo era cuando la filmó y presentó como tesis de su licenciatura en Bellas Artes– a una estética prestigiosa. Es posible, desde luego, que sus hermosas y expresivas secuencias en blanco y negro puedan constituir elocuentes testimonios de lo que era la vida de los trabajadores negros en el humilde suburbio de Watts, en Los Angeles, a mediados de los años 70. Pero suponen algo más: su cadencia deslavazada, discontinua, como de imágenes rescatadas de un sueño, su constante negativa a secundar un relato meramente anecdótico de hechos o sucesos y su sutil modo de hacer énfasis en aspectos de la cotidianidad que suelen pasar desapercibidos al observador descuidado le proporcionan una textura que va algo más allá de la mera impresión de realidad documental que pretenden las estéticas veristas. Por el contrario, Matador de ovejas tiene mucho de arrebato poético, de visión muy subjetiva de la realidad, director trance visionario en el que el observador disfruta del don de encontrar relaciones imprevistas entre aspectos de la realidad que aparentemente nada tienen que ver entre sí. Y ello lo hace a través de un modo de filmar que contraviene conscientemente las convenciones que rigen en el cine que suele hacerse en Hollywood: y no sólo en lo concerniente a la representación de la vida y comportamientos de personas de raza negra, como era el propósito declarado de su autor, sino también en lo que se refiere a cuestiones tales como qué es un relato o qué relación o falta de ella hay entre una narración convencional y ese conjunto de impresiones inconexas, desarticuladas, que constituyen nuestras vidas.
Veamos algunos ejemplos. El protagonista, Stan (Henry G. Sanders), que trabaja en un matadero de ovejas y desempeña la desagradable labor de sacrificarlas, desollarlas y despiezarlas, en agotadoras y mal pagadas jornadas laborales, recibe en un momento dado la visita de dos maleantes locales que le proponen participar en un asesinato. Si se tratara de una película de Spike Lee, por ejemplo, o de su maestro Scorsese, sabríamos perfectamente lo que iba a suceder: el protagonista se mostraría primero renuente, pero luego sus propias circunstancias o algún hecho sobrevenido lo moverían a aceptar la propuesta, lo que iniciaría un relato de búsqueda de redención personal seguramente abocada al fracaso. Hemos visto ese argumento en decenas de películas, muchas de ellas incluso excelentes. Pero Burnett sabe que no todo el que vive en barrios como Watts está abocado a protagonizar una historia trágico-heroica de esa clase. Minutos antes ha mostrado cómo unos chicos que jugaban en la calle han visto a dos delincuentes saltando la tapia de una casa para robar un televisor ante la mirada aparentemente reprobatoria de otro testigo, lo que provoca un estallido de aspavientos y poco creíbles amenazas por parte de uno de los ladrones. Pero la realidad en estos barrios, parece decirnos Burnett –y corrobora el afamado crítico Roger Ebert en la segunda de las reseñas que dedicó a la película–, no es la que cuenta el cine policíaco. La delincuencia convive con el trabajo honrado y sin perspectivas y la aceptación cínica de la ley de la selva no excluye que haya gestos que la desautoricen abiertamente. Y por eso, si el pusilánime Stan no encuentra las palabras que necesita para despedir a cajas destempladas a los delincuentes que pretenden complicarle la vida, será su esposa quien salga a recriminarles la simplicidad de sus planteamientos e incluso la distorsión que aportan a la mera conciencia de ser negros –“Qué valor el vuestro, negratas inútiles, por venir aquí a traernos esa mierda”–. La escena está rodada con cámara fija, en un recurso habitual del llamado cinéma verité: los personajes actúan, seguramente improvisando, como si la cámara no estuviera allí. Y lo que queda de la escena no es la expectativa de un curso de acción previsible, sino la impresión de que sus dos principales protagonistas, Stan y su mujer, se han retratado en ella: la pusilanimidad del primero, la rabia contenida de la otra.
El contraste entre ambos será uno de los hilos conductores de la película. De nuevo, Burnett juega a escamotearnos el curso previsible de los hechos. Stan, que es un hombre joven y guapo, es objeto de las insinuaciones de la propietaria de una tienda del barrio, que incluso le ofrece un empleo. Sabíamos ya, por las escenas previas, que la vida sexual del protagonista no es muy feliz: que anda desganado y con frecuencia rechaza las aproximaciones de su bella e insatisfecha esposa; a pesar de lo cual, en algún momento revela una especie de sensualidad sublimada, que lo sitúa más allá de su dura realidad: por ejemplo, cuando se lleva a la mejilla una taza tibia y le dice a su interlocutor que le recuerda la temperatura de la piel de una mujer después de haber hecho el amor con ella; a lo que su interlocutor responde cómicamente: “No sé, no me van las mujeres con malaria”… Burnett bosqueja, casi sin querer, los ingredientes de otra de las situaciones típicas del cine protagonizado por negros: los deseos cruzados, en un triángulo en el que también juegan su papel los tópicos y barreras raciales y algún que otro elemento de alejamiento o sublimación de la realidad. Podríamos estar en los umbrales de una historia como la que cuenta otro clásico del cine protagonizado por negros, y que no habría estado de más entre las películas programadas en esta sección del Festival: Borderline (1930), en la que el protagonista, interpretado por el también afroamericano Paul Robeson, intenta rehacer su relación con su compañera negra, a despecho de los celos de la mujer blanca de la que ha sido amante. Pero Stan no es el personaje de Robeson ni Burnett tiene el menor interés en explorar las posibilidades melodramáticas de la situación esbozada. Eso sí: a pesar de su inapetencia sexual y de su palpable depresión, el protagonista disfrutará de algún momento de ternura con su mujer, en el que ambos bailan abrazados al son de una canción de Dinah Washington, del mismo modo que la hija del matrimonio, que todavía no ha llegado a la edad núbil, juega a que su muñeca se contonee al ritmo de una canción bastante subida de tono del grupo de soul bailable Earth, Wind & Fire.
La música juega un enorme papel en Matador de ovejas; hasta el punto de que fue precisamente su cuidada banda sonora la causa de que la película, que había tenido un presupuesto de apenas diez mil dólares, no se pudiera estrenar en su día, al ser su director incapaz de afrontar el elevado precio –ciento cincuenta mil dólares– de los derechos que debía abonar por el uso de determinadas composiciones, y que finalmente fueron satisfechos en 2007 por los patronos que se hicieron cargo de la restauración y reestreno del filme. En ello también quiso Burnett dar la réplica a tópicos ya sólidamente asentados en el cine comercial;: si películas como la casi coetánea American Graffiti (1973) jugaban la carta de forzar la nostalgia del espectador a fuerza de someterlo a una constante exposición a melodías conocidas, Burnett, por el contrario, se propone que la música asociada a cada escena tenga un valor expresivo preciso –y de ahí la amplitud de la banda sonora, de Gershwin y Rajmaninov a Earth, Wind & Fire– y en su conjunto constituya una especie de revisión de la memoria musical negra. La pretensión puede parecer desmedida y, a la luz de los efectos que tuvo en la suerte comercial de la película, desacertada; pero de lo que no cabe duda es de que, artísticamente, el tino de Burnett para compaginar imagen y música es similar al de Kubrick o Scorsese, quienes seguramente no tuvieron nunca que preocuparse por el costo de utilizar determinadas composiciones.
Podríamos extendernos varias cuartillas más sobre el constante contrapunto que la película de Burnett juega a hacer con algunos lugares comunes del cine de Hollywood. Pero lo importante, como decíamos al principio, no es tanto el pormenor técnico, relativamente fácil de discernir en una película hecha por un estudiante, como el desconcertante resultado final, arrebatador y poético. Burnett parece captar como pocos –se le ha comparado con Fellini, Rossellini, Satyajit Ray, etcétera– la esencial discontinuidad de la experiencia humana, su resistencia a articularse en relatos, su tendencia a remansarse en limitados estados de conciencia más allá de los cuales no parece haber vida propiamente dicha, sino incertidumbre y desconcierto. Sus personajes –Stan, su esposa, sus hijos, los vecinos de Watts– no son lo que se dice felices, pero tampoco están marcados por ninguna clase de infelicidad morbosamente referida a determinadas carencias o anhelos imposibles de cumplir. La vida, parece querer decirnos Burnett, es así: incomprensible, discontinua, extrañamente circular, cargada a veces de inextricables significados que quizá no sean más que el producto de la coincidencia de dos referentes que la mente se empeña en asociar: por ejemplo, cuando la película nos muestra la triste suerte de los corderos en el matadero y, a continuación, cede el plano a unos niños que juegan en el limitado horizonte vital del barrio de Watts. ¿Una fácil metáfora? No exactamente. También el cine ha jugado demasiado a crear artificiosas metáforas visuales. Y ya hemos comprobado que Burnett no es de los que siguen sin más la estela de otros.