Ir tirando

Habla el gobierno de la «nueva normalidad» que habrá de venir cuando se dé por terminado el confinamiento de la población como medio de evitar la difusión del virus; y, aunque uno no quiere abonarse al griterío catastrofista de quienes absurdamente atribuyen todas las acciones de ese gobierno a una presunta orientación a los modales del populismo de izquierdas o el comunismo sin más, hay que reconocer que esa «nueva normalidad» suena a esa clase de eslóganes que se pueden inscribir en grandes pancartas ante las que desfilar coreando lemas patróticos… Fantasías de uno, en fin, que ha leído demasiadas distopías. Pero el caso es que la normalidad, como puede suponerse, no admite adjetivos e incluso se lleva mal con la idea misma de «novedad», puesto que las novedades no son otra cosa que perturbaciones de ese estado de cosas al que estamos más o menos felizmente acostumbrados. 

Pero no quiero que lo anterior suene a discurso inmovilista, y mucho menos reaccionario. De eso ya tenemos mucho en este atribulado país, uno de cuyos inveterados males es precisamente el inmovilismo. Así que enumeraré, a efectos de inventario personal, algunas de las novedades que en las últimas semanas he introducido en mi rutina; y que, como no parece que supongan daño alguno, y sí aportan algunos beneficios a esta existencia mía de confinado forzoso que apenas difiere de la mía anterior de confinado voluntario, es posible que se conviertan en hábitos de vida consolidados.

Por ejemplo, el hecho de vestirme para estar en casa. Mi rutina anterior consistía en quitarme la ropa de calle, enfundarme un chándal y calzarme las zapatillas en cuanto volvía del trabajo o de cualquier salida al exterior. Lo primero que descubrí en la primera semana de confinamiento fue que andar chancleteando todo el día me producía una especie de flojera de pies, la sensación de que éstos no terminaban de cumplir su función de anclarme con seguridad a la tierra. Así que, en contra de la civilizada costumbre de no llevar zapatos en casa, me impuse calzar unos deportivos cómodos -eso sí, convenientemente desinfectados y de uso exclusivo de puertas adentro-, que llevo puestos todo el día y de los que solo me desprendo al final de la tarde, en mi hora de gimnasia, para no ponérmelos ya más hasta el día siguiente. Lo que crea, además, una sutil pero efectiva distinción entre la parte del día en la que uno anda más o menos volcado en sus obligaciones sociales de todo tipo y la hora del recogimiento en las rutinas estrictamente hogareñas.

La propia gimnasia diaria es otra de esas novedades. Antes estaba inscrito en unas sesiones que se impartían tres veces por semana en un polideportivo municipal. Ni que decir tiene que casi ninguna semana acudía a las tres clases: siempre surgían imprevistos que me obligaban a saltarme alguna, e incluso semanas enteras en las que me era imposible acudir. Ahora no hay razones para no hacer esa gimnasia todos los días, asistido por cualquiera de los voluntariosos vídeos sobre la materia que se encuentran en YouTube; e incluso puede uno ensayar variaciones: hoy, pilates; mañana, «rutinas de bajo impacto»; pasado, yoga, etcétera. Resulta curioso comprobar el efecto del ejercicio continuado en mi cuerpo: se me ha aplanado un tanto el vientre, cuya tendencia a abombarse parecía ya irreversible; me procuro al final del día una grata sensación de distensión de los hombros y la espalda, cargados de las muchas horas pasadas ante el ordenador; e incluso hay días -no todos- en que el ejercicio parece ayudarme a dormir mejor.

El ordenador, decía. Las circunstancias me han obligado a renunciar a mi declarada condición de tecnófobo. Por primera vez en mi vida he mantenido videoconferencias, y no solo por propósitos profesionales, sino también lúdicos: esta tarde, por ejemplo, asistiré por vía telemática a una tertulia literaria que habitualmente transcurre en un café de Oviedo, pero que ahora, al celebrarse a distancia, admite no solo la reincorporación a la misma de los hijos pródigos de la tertulia original que ya no viven en esa ciudad, sino incluso la de algún invitado sobrevenido, como es mi caso. No enumeraré aquí, por lo aburrido, la cantidad de recursos digitales con los que me he tenido que familiarizar estos días, forzado por las circunstancias. Y a regañadientes he de admitir que estas nueva habilidades adquiridas no están de más y aportan una perspectiva novedosa a los pocos años que me quedan para la jubilación y que yo ya daba por supuesto que iban a consistir en una mera repetición, día tras día y año tras año, de mis rutinas de siempre.

Podría añadir un puñado más de nuevos hábitos que he ido consolidando en las últimas semanas. No es probable que todos ellos sobrevivan a ese proceso que llaman «la desescalada», y por el que se supone que la vida poco a poco volverá a discurrir por cauces normalizados, dentro de lo que cabe. En todo caso, no está de más saber que, ante futuros y previsibles nuevos episodios de esta pandemia, dispone uno de una especie de programa vital alternativo viable. Por supuesto, podrían pasar cosas que invalidaran incluso esos recursos: que perdiera uno sus ingresos, que cayera la red eléctrica y de telecomunicaciones, que la crisis global se resolviera, como ya ocurrió con la del 29, en conflictos bélicos generalizados o en enormes conmociones sociales, quién sabe. Mostrarse optimista, o siquiera voluntarioso, en estos tiempos casi supone una irresponsabilidad. Acaso lo más sensato sea no pensar en el futuro: atenerse al ya de por sí complicado problema de resolver el día y sentirse útil y productivo, sin que el cuerpo y el ánimo se resientan… Ir tirando, como quien dice.

 

José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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