Al viajero le han dado instrucciones precisas sobre dónde bajarse del autobús: Diagonal-Francesc Macià, cuarta parada en la avenida de ese nombre, a aproximadamente cuarenta y cinco minutos del punto de partida, que es Gran de Sant Andreu. El amigo que guiará al viajero es así de preciso y a éste no le cabe duda de que la excursión que le ha preparado para hoy obedecerá también a un plan arduamente meditado y sin posible error. La mañana otoñal tiene ya visos de invernada y el viajero se ha abrigado un poco mejor que estos últimos días. Ha llegado con antelación, como casi siempre, pero su amigo es también de los que se adelantan.
Sin más preámbulo se encaminan hacia el noroeste, enfilando ya el distrito de Sarrià-Sant Gervasi. Los plátanos que rodean el estanque del inmediato Turó Parc, que atraviesan, están desnudos o apenas retienen una dispersa capa de hojas secas a modo de virutas de espumillón, extendida en una mancha sobredorada que destaca sobre los troncos blancos, todo ello convenientemente reflejado en el estanque, del que el amigo del viajero dice que tiene tendencia a helarse en los días más crudos, quizá a despecho de los nenúfares que flotan en su centro. Más allá de la primera hilera arbórea, en cambio, el fondo vegetal es de un verde casi primaveral, que incluso negrea en algunos puntos.
Atravesando ese espacio primordial, tocado todavía a estas horas de un punto de frialdad de amanecida, el viajero y su amigo se dirigen al primer hito del paseo, que es la plaza de San Gregorio Taumaturgo, a la que se llega siguiendo la prolongación del costado sur-suroeste del parque trapezoidal. La plaza en cuestión es una rotonda con una iglesia de severa hechura neoclásica en medio. Es un remedo de mediados del siglo xx y quizá por ello exagera siempre su adhesión al estilo de referencia y semeja más un templo a la Diosa Razón, o uno de esos tabernáculos masónicos que se alzan en el decrépito centro de Monrovia, por ejemplo, que una verdadera iglesia católica.
En el chaflán de una de las manzanas que confluyen en la plaza circular se sitúa el primer hito del paseo: el edificio de pisos donde vivió, según reza una placa municipal colocada al efecto, el poeta Jaime Gil de Biedma, que se trasladó allí después de dejar definitivamente en 1965 el “sótano más negro que [su] reputación” en el que sitúa las correrías del personaje autobiográfico que delineó en su poema “Contra Jaime Gil de Biedma”. En cierto modo, ese poema es un relato paródico de esa mudanza y de las expectativas a ella aparejadas: “De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso…”. El edificio fue diseñado por el arquitecto Ricardo Bofill y en él vivieron también, según aporta Miguel Dalmau, biógrafo del poeta, el filósofo Luis Racionero, el cineasta Vicente Aranda y el también escritor Salvador Clotas. Gil de Biedma fue el primero en instalarse allí y, al parecer, pagó la primacía, puesto que el edificio estaba todavía casi deshabitado por entonces y resultaba un lugar más bien frío y poco acogedor. El amigo del viajero señala unas ventanas de la tercera planta en el extremo de la fachada a la derecha del observador.
El piso parece todavía vacío, o en todo caso el hueco sin cortinas se abre a un insondable espacio negro –como el sótano de marras– en el que ni siquiera asoma una arista de mueble que capte un rayo de luz. Al viajero no le gusta, en general, la arquitectura de esos años, demasiado ecléctica y un tanto dada a prodigar geometrías complicadas, arriates babilónicos, entrantes y salientes que pretenden escamotear lo que en otro edificio más tradicional serían las estructuras adosadas de balconadas y galerías. El resultado es que el chaflán al que se asoma la fachada principal se presenta como un imponente muro macizo forrado de cerámica color ladrillo en el que hubieran tallado unas estrechas aberturas horizontales al modo de las ventanas de un búnker. Casi resulta cómico que la planta baja del severo edificio esté hoy ocupada por un colmado, de la especie que prospera en los barrios caros: pulquérrimo y con la mercancía expuesta como si fuera, no materia perecedera, sino un muestrario de piezas de orfebrería.
Plaza de San Gregorio arriba se extiende el barrio de las Tres Torres, que, como buena parte del distrito de Sarriá-Sant Gervasi, da la impresión de ser una primera acometida suave de las pendientes que culminan en el destacado colmillo que el Tibidabo pone en el horizonte montañoso. Al viajero le explica su acompañante que no siempre fue una zona cara y que hasta más o menos la época en la que empezó a revalorizarse, en torno a la fecha de la ya mencionada mudanza del poeta al edificio de Bofill, en ella se alternaban chalés o torres de recreo de aires más o menos modernista con bloques de pisos baratos. Un ala completa de uno de esos edificios, en la esquina entre las calles Capità Arenas y Santa Amèlia, se desplomó misteriosamente, tras una explosión cuya causa nunca se aclaró, el seis de marzo de 1972, dejando diecinueve muertos. Cuenta el amigo del viajero que él y su familia vivían entonces en ese edificio y se libraron de milagro: al parecer, el padre percibió los primeros estertores del derrumbe y logró sacar a tiempo a los suyos. El viajero contempla con respeto el edificio gemelo del que se desplomó, y que todavía sigue en pie: se parece a los bloques, también construidos en torno a esa época, en los que él mismo se crió, en una barriada de Cádiz.
Siempre en dirección noroeste, el viajero y su amigo llegan a la calle Castellnou, en cuyo número 46 otra placa indica que allí vivió Joan Vinyoli. Es, a diferencia del edificio donde vivió el otro poeta, un edificio discreto, enfoscado en limpia mampostería grisácea y con la fachada organizada en torno a pilastras de regusto casticista, casi herreriano –ni un resabio del modernismo popular, de fantasía de maestro de obras, que caracteriza a los chalés de la zona–, rematadas por anacrónicos chapiteles. Es una casa impecablemente burguesa, sencilla y elegante, como parece que conviene a este otro poeta de estética también impecable y asordinada, aunque también tocada, como el propio edificio, de una secreta melancolía: “Baja el sol tanto la voz / que ya se oye la de las cosas”. En efecto, eso parece que es lo que urde el delicado juego de luces y sombras de los árboles fronteros sobre la fachada. Los dos paseantes se quedan parados ante ella, leyendo la consabida placa municipal e intentando tomar distancia para fotografiarla. Unas vecinas que charlan a la puerta los miran con desconfianza. Reparan en que el objeto de esa curiosidad es la inscripción que alude al vecino ilustre y vuelven desdeñosamente la cabeza, como diciendo: “Otros chalados a quienes llama la atención que aquí viviera uno que dicen que era poeta”. (Continuará)