Si tomamos al más conocido de los buscadores de internet como termómetro de popularidad parece claro que para el gran público el nombre de Anna Boch (1848-1936) sigue siendo muy poco conocido, y para los estudiosos o aficionados al arte, es hasta cuatro veces más notoria su faceta como coleccionista y su relación con el pintor Vincent Van Gogh, que su propio trabajo como pintora. Todavía hoy se puede leer en muchos sitios que fue la única compradora en vida del maestro holandés, cuando en realidad no fue así. Aunque no se sabe con exactitud cuántos cuadros llegó a vender Van Gogh, sabemos que para ayudarle en sus inicios, su tío Cor, que era comerciante de arte, encargó a Vincent diecinueve paisajes urbanos de La Haya; y que también vendió una obra al marchante Julien Tanguy y otra a una galería londinense a través de las gestiones de su hermano Theo.
En cualquier caso, cuando Anna Boch decidió pagar 400 francos por El viñedo rojo que hoy puede contemplarse en el Museo Pushkin de Moscú, no hizo más que poner de manifiesto su exquisito gusto para detectar tanto el talento de los artistas ya consagrados, como el de los emergentes de su época, como el propio Van Gogh —del que luego compraría también La Plaine de la Crau con los melocotoneros en flor, cuando ya Vincent había muerto—. Entre la importante colección de arte que llegó a reunir, además de las anteriores, encontramos obras tan importantes como Música rusa de James Ensor, La ensenada rocosa de Signac, El Sena y la Grande Jette en primavera de Seurat, Conversación en el campo de Gauguin, además de obras de Bernard, Marquet, Toorop, Groux, Artan, Lemmen y otros muchos pintores belgas.
Sin embargo, Anna Boch quiso ser pintora antes que ninguna otra cosa, una de aquellas pintoras sobre las que escribíamos hace unas semanas que optaron por el más difícil de los caminos, dedicarse al mundo del arte sin ocultar su identidad y su género, ni tampoco tener que acudir al cobijo de un marido que la cubriese de respetabilidad, permaneciendo soltera toda su vida. Algo que en su caso pudo resultar más fácil que para otras mujeres dado el entorno social del que provenía y la desahogada posición económica de su familia. Su padre Víctor Boch y dos de sus tíos fundaron la Boch Freres Keramis, una de las más importantes empresas de fabricación de cerámicas y porcelanas de Europa, lo que permitió a Anna y sus tres hermanos vivir siempre cómodamente. El apoyo de su padre fue muy importante en el devenir de la carrera artística de Boch. Cuando muere la madre, Anna tiene 23 años, y el padre en lugar de acudir a ella para ocuparse de los asuntos domésticos y de sus hermanos pequeños, que era lo habitual en muchas familias, la deja marchar a Bruselas para que desarrolle su carrera como pintora, conocedor de cuál era la gran pasión de su hija.
De la firmeza y carácter de la joven Anna Boch podemos hacernos una idea a través de algunos de los retratos que hicieron de ella en aquellos años Isidore Verheyden y Theodore van Rysselberhghe. En ninguno de estos retratos hay grandes concesiones al idealismo. El Retrato de Anna Boch (1884) de Verheyden nos devuelve el rostro de una mujer de fuerte personalidad que clava en nosotros una mirada desafiante, con una seguridad en sí misma poco habitual en los retratos femeninos de esta época; y que volvemos a encontrar en Anna Boch con sombrilla (1886-1887), del mismo Verheyden, suavizado en esta ocasión por cierto aire dulce y melancólico. Esa fuerza y determinación fue la que le llevó a convertirse en pintora, que es como eligió mostrarla Van Rysselberghe en Anna Boch en su estudio (1889-1890), pintando, paleta y pincel en mano concentrada ante un cuadro que se nos escapa.
Estos dos pintores fueron también los que más profundamente marcaron su trayectoria artística. El primero de ellos, Isidore Verheyden, su maestro, la introdujo en el realismo y en el plenairismo, la animó a expresar sus emociones y la ayudó a mejorar la composición y el uso del color. Con el tiempo su pintura pierde rigidez y gana en espontaneidad, se abren paso nuevas pinceladas que adoptan la forma impresionista y señalan el camino que va a emprender en los años siguientes.
En 1881, el primo de Anna, el abogado, empresario y crítico de arte Octave Maus, había empezado a publicar la revista L’Arte moderne, que se hacía eco de las nuevas formas expresivas que llegaban de Francia. Poco después, en 1883, ese aire fresco se tradujo en la fundación del grupo Les XX, liderados por Maus y formado por veinte jóvenes artistas de la vanguardia belga y algún extranjero —entre ellos Ensor, Regoyos, Signac, Odilon Redon, …—, entre cuyos propósitos figuraba la organización de una exposición anual en la que dar a conocer sus trabajos. A estas exposiciones acudieron cada año como artistas invitados Pisarro, Monet, Seurat, Gauguin, Berthe Morisot, Paul Cezanne y Van Gogh. Este último acudió a la exposición de 1890, probablemente por su amistad con Eugène Boch, hermano de Anna y también pintor, del que Vincent había pintado poco antes durante su estancia en Arlés un magnífico retrato que tituló El poeta (1888), uno de los más hermosos que salieron de sus pinceles. Fue en aquella exposición donde Anna compró El viñedo rojo.
Anna, era algo mayor que el resto de componentes, y la única mujer que formó parte de Les XX. Allí se encuentra con Theo van Rysselberghe, que ejercerá una influencia decisiva en su carrera. Es él quien la introduce en las ideas de Seurat y las experimentaciones postimpresionistas. A partir de entonces, sus líneas se fortalecen, su paleta se ilumina y vemos cómo aprende a jugar con la luz y modelar con las formas. Esas podríamos decir que fueron no sólo las claves de su pintura, sino también de su propia vida: claridad, fuerza, luz y color.
Cuando se disuelven Les XX en 1893, Anna se incorpora a la Libre Esthétique, el grupo que le sucede, que se mantuvo activo hasta el comienzo de la I Guerra Mundial. En esos años decisivos, Boch retoma poco a poco los principios impresionistas y asienta su propio estilo, con una paleta ligera, elegante y sensible, y un modelado fluido y disuelto. Al mismo tiempo, el elegante salón de su casa, en el número 23 de la rue de l’Abbaye, en Bruselas, con elementos decorativos modernistas diseñados por Víctor Horta, de cuyas paredes colgaban las numerosas obras de arte que fue atesorando, se convirtió en el epicentro de la intensa vida cultural de la vanguardia de la capital belga en aquellos años. Famosos fueron los lunes musicales, en los que ella misma tocaba el violín y el piano, junto a otros músicos y artistas como el español Darío de Regoyos, gran animador de muchas de aquellas veladas en las que interpretaba canciones españolas acompañado con su guitarra, y que le otorgaron gran popularidad en aquella colonia de artistas, como evidencian los once retratos que le hicieron en aquella actitud Whistler, Van Rysselberghe, Meunier o Ensor.
El reconocimiento del talento artístico de Anna Boch no la libró de soportar, como todas las artistas de su tiempo, los prejuicios de los críticos por su condición de mujer. Con motivo de la exposición de Les XX en 1891, por ejemplo, en su reseña para la prestigiosa revista parisina Le Mercure de France, Pierre-M Olin escribe: “La señorita Anna Boch es, sin duda, la mujer que mejor pinta en Bélgica, pero es un arte de mujer, es decir, donde siempre se descubre todo lo que hacen ciertas influencias masculinas”. En otra se dice acerca de su obra que, “para las pinturas de mujeres son de una realización y un color poco común, es un talento masculino el que surge de allí”. Incluso se llegó a escribir que “Mlle. Boch es como un muchacho muy encantador, como un camarada”. Frases que, seguramente, intentaban ser amables y elogiosas, pero que a una mujer comprometida como era ella con la lucha por la igualdad de las mujeres —participó desde su fundación en 1893 en la Liga Belga por los Derechos de la Mujer—, no se le escapaba el insufrible tono condescendiente y paternalista que encerraban cada una de ellas.
Anna, sin embargo, con una determinación admirable, se mantuvo activa durante toda su vida, hasta el final, y supo enfrentarse a aquellos que pensaban que el trabajo de las mujeres sólo podía ser reconocido y meritorio por lo que tuviera de carácter masculino, hasta ganarse el lugar que le correspondía en el arte de su tiempo y el respeto de sus colegas varones, muchos de los cuales quizás no habrían alcanzado el éxito sin su inestimable y desinteresada ayuda.