Acabo de recoger el vestido que me he comprado para la boda. Es muy sencillo: azul con topitos blancos, cuello barco y mangas japonesas; pero sencillo no quiere decir barato: me ha costado 30.000 pesetas, un dineral, pero es la única concesión que voy a hacer al ritual del casamiento. No le hemos dicho a nadie que nos casábamos. Para nosotros, casarnos carece de importancia; es solo un acto legal, lo importante fue irnos a vivir juntos, solemos decir. Sin embargo, fue una de las primeras cosas que le dije a mi madre la noche antes de que muriese: «Me voy a casar con Jose dentro de un mes. Te lo digo porque sé que te alegrará saberlo». Aunque ella ya no podía oírme —los últimos hilos que la mantenían cosida a la vida se soltarían horas después—, no quería que se marchara sin darle esa satisfacción: su hija pródiga, la que se fue a vivir ‘en pecado’ con un hombre separado, al final, tendría un libro de familia, algo que ella no tuvo hasta el año 82, meses después de que el ministro Ordoñez, al que mi madre veneraba, impulsara la Ley de Divorcio, que le permitió a mi padre romper el vínculo con su primera mujer y a ella, sacudirse el estigma de amancebada que siempre llevó con dignidad, aunque con un puntito de amargura.
La ceremonia ha durado lo justo para que nuestro cerebro registrase que, efectivamente, nos habíamos casado y ha sido digna de una escena de Almodóvar: Jose, vestido con vaqueros y una camiseta blanca, se ha situado al lado de Andrés, uno de los testigos y el único enchaquetado, al que el conserje, confundiéndolo con el novio, le indicó que se colocase en el centro. La otra testigo se situó a su lado y Jose y yo, a ambos extremos. Al percatarse del error, Andrés, que está más ducho en eso de casarse porque ya lo ha hecho tres veces, aclara que él no es el novio y se apresura a dejarme en el centro y a coger por el brazo a Jose para colocarlo a mi lado. Detrás, están los hijos de mi futuro marido: Luis, el pequeño, con sus pantalones negros raídos, cadena al cinto, camiseta de Metálica descolorida y melena al estilo black power, parece que va a interpretar un solo de guitarra eléctrica en esa sala tan enorme como vacía. A su lado está Raquel, la mayor, que ha venido con una camiseta amarilla y un pantalón rojo de campana deshilachado por los bajos, muy patriótica si no fuera porque lleva toda la barriga al aire. El juez, que contempla la escena un tanto desconcertado, da comienzo a la ceremonia:
—Señoras y señores: Nos hemos reunido hoy aquí para la celebración de un acto jurídico, y por lo tanto muy serio, como es el contrato matrimonial del señor José Corrales Durán y la señora Julia Barraza Pérez. Sed todos bienvenidos.
Por todos se refiere a los seis que estamos en la sala. Acostumbrado a las bodas multitudinarias que suele oficiar, debemos parecerle unos desarraigados.
Tras leernos los artículos del Código Civil referentes a los derechos y obligaciones de los contrayentes, nos pregunta si consentimos en casarnos. «Me ha preguntado si consiento, ¿verdad? —me dice Jose por lo bajini y yo afirmo con la cabeza— Qué fórmula más rara para contraer matrimonio, ¿no?» «En la otra te preguntaron si querías a la novia hasta que la muerte os separara y mira cómo resultó. ¡Responde, coño!». Él menea la cabeza en señal de asentimiento y le dirige al juez una sonrisa de disculpa en respuesta a la que él nos ha lanzado en señal de admonición.
—Así pues, y visto vuestro consentimiento, y en virtud de las facultades que legalmente me han sido otorgadas, os declaro desde este momento marido y mujer.
Jose y yo nos quedamos esperando a que nos diga: puedes besar a la novia, pero no lo dice, así que no sabemos qué hacer. Nos miramos y, tras un segundo de confusión, nos damos un besito casto y corto, como de despedida después de una primera cita. ¿Y ya está? ¿Y para esto se armó la que se armó anoche en casa?, me pregunto sin poder evitar revivirla:
—Hijos, tenemos que deciros algo.
—Yo también tengo que deciros una cosa –Luis interrumpe a su padre y yo le dirijo una mirada asesina que le disuade de seguir hablando.
—Nos casamos mañana.
—Mañana no puedo, tengo un partido de fútbol en el instituto —responde Luis y continúa a lo suyo—. Yo lo que quería deciros es que me voy a hacer un piercing.
—Tú te vas a hacer una mierda, —le grita su padre.
—Pues yo no me he traído ropa, —se queja Raquel—. Traigo un vestido de playa y lo que llevo puesto. Yo no voy a ir así.
—Niña, calla, que vas a cabrear a papá —le advierte su hermano. En la cara se le nota que está deseando volver a sacar el tema del piercing. ¡Si lo conoceré!, son ya diez años juntos.
—Cállate tú, que eres quien cabrea a papá siempre. Y vosotros podíais haber dicho antes lo de la boda —nos riñe Raquel.
—No lo hemos dicho porque considerábamos que casarse era un mero trámite, pero, de todos modos, queremos que lo compartáis con nosotros —respondo, tratando de quitar hierro al asunto.
—¡Ojú, qué rollo! Yo no puedo perderme el partido, son los octavos de final —insiste Luis.
—Y yo no tengo nada que ponerme.
—¡Pues, aunque tú te quedes sin partido y tú tengas que ir en pelotas, vais a venir mañana como Jose que me llamo! —grita de nuevo, algo inusual en él, que suele mantener la calma en situaciones tensas.
Y los tres continúan hablando sobre ropa, futbol, piercings y don de la oportunidad… Y yo les dirijo una mirada que, si no estuvieran tan ocupados discutiendo, se percatarían de que esconde unos deseos irreprimibles de mandarlos a la mierda. Me levanto y abandono el escenario de conflicto sin decir nada.
—Samba —le digo a mi gata, que descansa plácida en la terraza—. ¿Tú vas a venir a la boda? Y como si me entendiera, se levanta de su cojín, se estira con una elegancia que ni las gimnastas artísticas y, clavando sus ojos en mí, me responde con un miau largo y sonoro—. Tú me entiendes por qué digo que va a tener hijos un guardia, ¿verdad?
Y vuelve a maullar.
—Gata lista…