En su momento dediqué algo así como año y medio de mi vida a la lectura continuada de una nueva edición de En busca del tiempo perdido… No quiero que se me malentienda: en ese tiempo también atendí mis obligaciones laborales, hice vida familiar, salí a pasear de vez en cuando y hasta puede que escribiera alguna que otra página propia. Pero hubo algo en esa lectura —siete tomos, varios miles de páginas— que parecía imponer su tonalidad a las otras actividades; como si leer a Marcel Proust (1871-1922), su prosa asmática —por el efecto que causa en el lector, al dejarlo literalmente sin aliento en el intento de abarcar frases que se extienden a lo largo de decenas de renglones y se ramifican en incontables incisos y subordinadas— supusiera nada menos que someter la percepción del propio pulso vital al ritmo de un modo de narrar que no solo afecta a la respiración del lector, sino a su modo de concebir la realidad, que puede ser también enrevesado y paradójico y conducir a la postre a la asfixia.
Releo el párrafo precedente. La última frase se extiende a lo largo de siete líneas: poca cosa, si la comparamos con las de Proust; pero, en todo caso, síntoma de que quien lo ha leído difícilmente escapará ya a su influjo. Pero más asombroso aún es que este arduo experimento narrativo, que intenta demostrar que el tiempo real y el tiempo de la memoria son entes radicalmente distintos, cada uno de los cuales difícilmente puede ser usado como patrón o referencia o medida del otro, hable de cosas que al apresurado lector de nuestros días quizá no deberían interesarle, y sin embargo le interesan: los pequeños entresijos de una sociedad mediocre y pagada de sí misma, las extrañas conexiones entre el deseo sexual y nuestros condicionantes psicológicos, el fascinante espectáculo que ese universo de pompas de jabón ofrece a quien se pare a contemplarlo con la curiosidad y paciencia que solo le son concedidas al outsider, a quien mira desde los márgenes.
Proust lo fue: enfermizo, un tanto misántropo —y más que misógino—, homosexual y administrador único de un designio literario tan ambicioso como inabarcable, podría decirse que se consumió en la escritura de su única y monumental novela. Hizo en ella la elegía de una sociedad a la que pusieron fin los bombardeos de la Gran Guerra de 1914-18, que oportunamente resuenan en El tiempo recobrado, la última entrega de la serie. Sabía que sus personajes —el complejo y pervertido barón de Charlus, el diletante Swann, la arribista Odette, el risible matrimonio Verdurin, etcétera— estaban destinados, como él mismo, a no sobrevivir a esa conmoción, o a resultar extrañamente incongruentes en el mundo que siguió a ella. Como le ocurrió a Cervantes, sus lectores han creído percibir nostalgia y elegía donde quizá él quiso poner ironía y burla. Y algo de eso persiste en los retratos que de él circulan: el gesto de un hombre que ha querido hacer un chiste, e incluso ha conseguido que lo aprecien y aplaudan, pero no está en absoluto seguro de que lo hayan entendido.