La pintura de José Antonio Martel (Ubrique, 1965) está hilvanada con trozos de silencio. En ese silencio el pintor se escucha, reflexiona y recrea un espacio personal e imaginativo protagonizado por la naturaleza, por el paisaje cercano de la sierra gaditana. Acogido en ese espacio, reconfortado por lo que lo rodea, investiga constantemente, sigue la llamada de su certera intuición y no se aparta de ese reto, que asume con serenidad y valentía.
En la aparente calma de sus cuadros se escucha el canto de los pájaros, el bullir del agua entre las rocas, el viento entre las copas de los árboles. En ellos se reflejan los colores intensos del mediodía, de los objetos cotidianos, de la fruta madura. En su paleta están escondidos los matices dorados de la tarde, la oscuridad iluminada apenas por el resplandor de un ordenador, la luz pura de la nieve, el brillo del agua estancada tras la lluvia.
José Antonio Martel es un pintor generoso, maestro de pintores, anfitrión desmedido del arte. En la soledad, a menudo compartida con amigos, de su estudio da respuesta a la urgencia de su mente inquieta, recompone con su pincel el paso de los días. Sentado ante el lienzo en blanco, imagina mundos posibles, recupera instantes olvidados. Y es capaz de anudar para siempre el tiempo que se escurre entre las manos.