El ‘Quijote’ según Pabst

Miguel, Alonso, SanchoEl Quijote que Georg Wilhelm Pabst llevó a la pantalla en 1933 no ha de contarse, desde luego, en la larga lista de “Quijotes de Avellaneda” –es decir, de erradas tentativas de apropiación del personaje de Cervantes– a la que se reduce la más bien poco afortunada relación entre la inmortal novela y el séptimo arte. Como Cervantes, el austriaco Pabst era uno de esos artistas que, más allá de esa reducción de la realidad a clichés en que suele consistir la práctica artística dirigida a públicos adocenados, miraba la realidad cara a cara y sabía servirla en imágenes y argumentos que desafiaban las convenciones artísticas de su tiempo.

Lo había demostrado previamente en una asombrosa sucesión de obras maestras que incluía las todavía mudas Bajo la máscara del placer (Die freudlose Gasse, 1925) y La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1929) y la ya sonora Cuatro de infantería (Vier von der Infanterie, 1930), entre otros títulos que no desmerecerían de los citados. La primera, recuérdese, supuso el primer papel de Greta Garbo en una película no sueca, y suele citarse como un temprano ejemplo de la lucidez que alcanzaron las cinematografías centroeuropeas a la hora de analizar las complejas realidades sociales y económicas de la época. Era una película descarnada y dramática, pero lo que sustentaba el drama era una realidad que todavía hoy viene determinando las condiciones de vida de buena parte de la humanidad: los efectos de la especulación financiera sobre la economía de una clase media abocada, por indefensión, al empobrecimiento. Que ello supusiera arrojar a la calle a una hija de familia no era, en absoluto, una mera concesión al melodrama; suponía, más bien, un bien armado argumento a favor de una de las tesis favoritas de Pabst: la relación existente entre sexo, dinero y poder y el papel que estos tres factores juegan en el entramado social. La caja de Pandora supuso una nueva vuelta de tuerca a favor de esa tesis; añadiendo, si acaso, un matiz lírico que todavía emociona y hace pensar: la idea de que incluso quienes viven su sexualidad sin tapujos –como es el caso de la protagonista, Lulú, a quien dio vida la hoy icónica actriz norteamericana Louise Brooks– son también, en el fondo, víctimas de unas relaciones de poder que no se sustentarían sin ese fundamento sacrificial. En Cuatro de infantería, por último, Pabst radicalizaría aún más su mensaje: la guerra es la expresión máxima de esas relaciones de poder, y el discurso patriótico apenas puede encubrir su patente sinsentido e injusto fundamento.

Una escena de 'El Quijote' de Pabst.

Una escena de ‘El Quijote’ de Pabst.

La película no gustó, como era de esperar, en una Alemania que empezaba a encontrar en el nacionalismo un lenitivo para la dura crisis económica y política que le acarreó su derrota militar en la Gran Guerra. Ya antes incluso de la irrupción de los nazis, sufrió censura y cortes en su metraje. Los nazis, por supuesto, la prohibieron nada más llegar al poder, precisamente en 1933, año en que Pabst estaba ya en Francia rodando su magno proyecto cervantino: una adaptación del Quijote filmada simultáneamente en tres idiomas –francés, alemán e inglés– e interpretada por tres elencos distintos, que solo tenían en común los protagonistas: el actor dramático Feodor Chaliapin en el papel de don Quijote y el cómico Dorville en el de Sancho. Parece ser que la intención inicial de Pabst era no volver a Alemania mientras Hitler permaneciera en el poder; pero el inicio de la guerra lo sorprendió en una visita familiar a Austria, lo que lo obligó a permanecer en territorio nazi y, eventualmente, a filmar algunas películas intrascendentes para la industria cinematográfica alemana de entonces. Este hecho marcó su apreciación posterior: sus intentos, ya en la posguerra, de retomar la severidad moral de su cine de entreguerras fue juzgado oportunista e insincero. Y, a pesar de algún que otro reconocimiento recibido en su tierra natal, su cine fue prácticamente olvidado hasta el día de su muerte, acaecida en 1967, y solo conoció la apreciación parcial que supuso el redescubrimiento, primero en Francia y luego en los Estados Unidos, de Louise Brooks, reivindicada como figura icónica de un periodo de la historia del cine que era ya objeto de mitificación.

Éstos son los hechos escuetos que rodean el sorprendente logro que fue el Don Quijote (Don Quichotte) de Pabst. De sus tres versiones, la alemana se ha perdido –lo que no nos sorprende: la película no debió de merecer el aprecio del régimen que entonces decidía los destinos de los territorios germanohablantes de Europa–, la inglesa solo se ha conservado parcialmente, y la que en mejor estado nos ha llegado es la francesa. Teniendo en cuenta que el rodaje se hizo en Francia y que los dos papeles principales habían recaído sobre reputados actores franceses, no es aventurado pensar que aquí el azar no ha sido del todo injusto, y que la película de apenas 73 minutos que hoy nos es dado ver responde plenamente a las intenciones de Pabst.

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Tan reducido metraje puede hacer pensar que el director apenas logró esbozar el contenido esencial de la novela. Pero el primer rasgo que sorprende del Quijote de Pabst es su sentido de la economía. En la mente del excelente escenógrafo que había en él estaba representada la enorme variedad de ambientes y situaciones que concurren en la obra de Cervantes, y lo que su sentido del lenguaje cinematográfico le dictó fue el modo de combinarlas y sintetizarlas en potentes unidades visuales que condensaran esa variedad. Es propio de un escenógrafo imaginar, por ejemplo, que en el mismo desván en el que Alonso Quijano encuentra su desportillada armadura podrían guardarse los pellejos de vino de los que se abastecía la casa. Desde el punto de vista de la economía cinematográfica, por tanto, no es descabellado suponer que la primera manifestación de la locura del hidalgo bien pudo ser acuchillar esos cueros en su propia casa, y no unos días después en una venta, como ocurre en la novela. Ese principio de reordenación y libre combinación escénica de las situaciones más características del libro opera en toda la película. Dramáticamente, no parece inapropiado que el último lance del caballero, después de otros que la novela sitúa mucho después, sea el episodio de los molinos. Y que la quema de libros, cuyo simbolismo no podía pasar desapercibida a un director que acababa de dejar atrás la Alemania nazi, sea la escena que cierra la película.

A ese sentido de la economía hay que añadir, como ya hemos adelantado, el de la puesta en escena, convenientemente realzada por una excelente fotografía. El Quijote de Pabst es una película de una plasticidad sorprendente. Sus escenarios son histórica y geográficamente creíbles y, a un mismo tiempo, están tocados de una cierta cualidad de ensoñación intemporal, que emparenta esta película con el “realismo poético” del que entonces hacía gala el cine francés, y muy destacadamente las producciones de Jacques Feyder o del entonces principiante Jacques Cocteau. A ese realismo esencial su superpone, sin desentonar, algún que otro alarde de audacia “moderna”: las mujeres de clase alta visten en la película unas curiosas faldas cilíndricas, no menos aparatosas que los miriñaques que se estilaban en el siglo XVII, pero también curiosamente evocadoras del cubismo y de las fantasías escenográficas de los ballets rusos. A esa mezcla de realismo y ensoñación contribuye también el hecho de que los arrebatos oratorios de don Quijote y alguna que otra tirada cómica de su escudero hayan sido convertidos en canciones: en ese sentido, la película de Pabst se anticipa a El hombre de la Mancha, la versión musical que llevó a la pantalla Arthur Hiller en 1972. Y el detalle de que, en una brevísima escena, Rocinante y el rucio de Sancho entablen conversación nos recuerda que ya Cervantes hizo hablar al rocín en los poemas burlescos que puso al frente de su novela, y que una de sus obras más modernas y sorprendentes, aparte del propio Quijote, fue la “novela ejemplar” El coloquio de los perros.

La película acaba, decíamos, con un plano fijo de la hoguera en la que ominosamente arde la biblioteca del Ingenioso Hidalgo: entre los libros que arden, el propio Quijote, prefigurando la pesadilla de un mundo sin libros que llevaría a la pantalla François Truffaut en Fahrenheit 451 (1966). Sobre la mejor obra de Pabst pesaba entonces otra doble amenaza: la del olvido, unida a la desaparición física de buena parte del legado del cine mudo. No estamos muy seguros de haberlas conjurado.

Imagen Cervantes 400: Manuel Martín Morgado.
José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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