Viejo y cansado, el burlador regresa a Sevilla. Un encuentro fortuito en Córdoba nos sirve de homenaje a Cervantes. Fragmento de novela-río inédita.
Olisqueada la muerte, escapé como siempre a la vida. Deseé estar muy lejos de aquel lugar donde se marchitaba aquel a quien yo recordaba siempre como el muchacho imberbe al que rescaté a punta de espada. He aprendido a convivir con la guadaña, pero no con la decadencia. Piqué espuelas, forzando al caballo a un galope que no entendía. Se apagaba la luz de Don Carlos y supe, en ese momento, que no quería que se apagase la mía tan pronto. Para encenderla solo conocía un medio. Bucear en la noche de otros cuerpos es el sistema que un hombre como yo sigue para mantener a raya a la entrometida.
Me poseyó una fiebre de hembra como no experimentaba desde los días del asedio en Viena o los largos años del cautiverio en Argel. Quise morir la buena muerte, abrazado a unos muslos, emborrachado de savias. En el camino a Sevilla, renegando del ángel que quería el Emperador de mí, fui más demonio que nunca, porque en el corazón del diablo no se apagan jamás las ascuas de la rebeldía. Compré mozas de establos, seduje a viajeras de paso en las posadas, aproveché las posturas a las que más acostumbradas están las lavanderas y hasta me di el capricho de encamarme con dos hermanas de una villa en la sierra que tenían fama de cuerdas cuando en realidad eran dos locas que habían aprendido como nadie a disimular su mayor pecado. Unas supieron quién era yo, otras quedaron en la duda. No tuve descanso. No quedé saciado. Si el Emperador encontraba consuelo en los rezos y los rosarios, yo canté a la vida en el idioma que mejor dominaba. El viaje, que desde que arranqué en San Quintín se me había antojado una despedida, se convirtió en un contagio de la primavera.
La mente puede engañar al cuerpo. El cuerpo puede engañarse de memorias. Pero el tiempo es, sobre todo, verdad ineludible. El tiempo es burla. Llegué por fin a Córdoba, la ciudad donde las mujeres son tan hermosas que no las he visto mejores en el mundo, dispuesto a darme un festín de carne y dejar mi huella en sus camas. Cuando estuve en la ciudad por última vez era un fugitivo alocado, cerrada la llave a los amoríos. Ahora era distinto. Traía los bolsillos llenos de oro y la pasión me ardía en los riñones como si tuviera quince años.
Pero no los tenía. Me detuve en un mesón y al bajar del caballo pisé en falso y la rodilla nunca recuperada del todo me jugó una mala pasada. Caí de espaldas al suelo, entre las bostas del animal, que agitó la cola como queriendo con ese gesto transmitirme mejor los hedores que brotaban de él. Intenté levantarme, pero no pude. A duras penas, dos zagalillos me ayudaron a incorporarme. Un tercero se hizo con las riendas del caballo, que podría haber continuado su camino sin mí, como si fuera capaz él solo de regresar a Madrid, de donde nunca tendría que haber salido.
La pierna no soportaba mi peso. Era peor la indignidad que el dolor, pues quema más la mordedura de un arcabuz o el corte de una espada. Me sentaron los chiquillos ante una mesa, mientras el mesonero no sabía si echarlos a patadas (pues en seguida haría recuento de las hogazas de pan que tenía a la vista) o si esperar a mi reacción. Pagué unas monedas de agradecimiento a los niños, pedí vino al mesonero y pregunté si tenía una habitación donde pudiera pasar la noche sin tener que batirme con un ejército de pulgas. La tenía. Apoyado en una escoba, subí las escaleras y allí me encerré, a la espera de que más tarde me subieran de comer.
En la soledad del cuartucho, con mucho esfuerzo, logré quitarme la bota y rasgarme la calza. Me encontré con una rodilla hinchada, como si el hueso se hubiera desplazado de su sitio o el músculo que me permitía caminar se hubiera contraído por el movimiento. No había nada que yo pudiera hacer. Bebí el vino, sabiendo que no hay mejor adormidera para el dolor.
Una moza de grandes pechos vino a traerme la comida. Se entretuvo un rato conmigo, pues sabía a lo que venía y yo agradecí sus atenciones. No hay nada mejor en los caminos que una posadera puta, pero como no andaba para hacer proezas, tuvo que contentarse con que manoseara sus tetas y le hurgara en la entrepierna a cambio de dejar trabajar a su lengua golosa. Le pagué igualmente, maldiciendo mi herida, porque era joven y coqueta y habría agradecido unas lecciones. Otras vendrían.
Como el dolor de la pierna no se aliviaba a pesar de las cataplasmas y el mucho vino, tuve que pedir que mandaran llamar a un físico. Vino el hombre cuando era ya noche cerrada, acompañado por un chiquillo escuálido que parecía más muerto que vivo. Me examinó el hombre la pierna, no pareció darle importancia y le hizo al zagal una indicación que no entendí. Medio borracho y entumecido, tardé en comprender que el cirujano era sordo y el niño, que debía tener unos diez u once años, le servía de voz. Hablaban tan poco uno y otro que llegué a pensar al principio que el sordo era el chiquillo y no el padre. Luego comprendí que el mozo era el intérprete y no tenía nada que decir hasta que el experto hiciera su diagnóstico.
Me dio el cirujano a beber una pócima que sabía amarga. Luego me pidió que mordiera un trozo de madera. Lo desprecié. Mal hecho. Sin encomendarse a santos ni diablos tiró de mi pierna con fuerza y el hueso desplazado o el músculo agarrotado encajó en su sitio como una bala en el cañón de un arcabuz, con un chasquido que me estremeció hasta los dientes. Grité y maldije. En turco, como era mi costumbre. El chiquillo me miró con asombro, pero el padre no se inmutó, pues no me oía.
Sacó el cirujano unos frascos y los colocó con parsimonia sobre una mesa, como si fuera un cocinero que examina su colección de especias y sales antes de decidirse por alguna. Miró al niño, que dio un paso adelante y entonces recitó su cantinela.
—Habéis de daros friegas con estos óleos durante seis días, señor. Y tomar el brebaje azul cada mañana, después de hacer de vientre.
Con una media lengua que no entendí, ocupado como estaba en ver si no me había arrancado el pie del tirón, el cirujano le dijo algo al niño.
—Dice mi padre si bebéis a menudo.
—¿A menudo? —me burlé—. Bebo siempre.
El cirujano me abrió la camisa y exploró entonces mi torso. Vi que los ojos del chiquillo se quedaban absortos en el tejido de cicatrices.
—¿Sois soldado? —murmuró.
—¿Eso lo quieres saber tú o tu padre?
Se ruborizó el crío. No me gustan los niños: se mueren como se mueren los adultos y causan mayor dolor. Pero me sentí mal por mi brusca respuesta. Era el abotargamiento de la medicina lo que hablaba.
—No hay otra forma de conseguir estas cicatrices, muchacho. Soldado he sido. La mitad de estas cicatrices las hicieron los turcos, y las demás van a medias entre protestantes y cornudos.
Sentí los dedos del cirujano clavarse en mi costado. Iba a decirle que no tenía espíritu de nazareno cuando la voz serena del niño me devolvió al momento de mi vida en el que estaba.
—Mi padre pregunta si orináis sangre.
—De vez en cuando —repliqué, molesto ahora—. También la he vomitado alguna vez.
—¿Y males de Venus?
—El diablo me bendijo hace más años de los que tienes. Siempre he estado a salvo. Y no porque no haya habido ocasión de caer al pozo, sino al contrario.
—Mi padre dice que vuestra piel tiene colores extraños en zonas que tendrían que ser más blanquecinas.
—Estoy hecho al veneno —reconocí—. En mis profesiones nunca vino mal una ayuda extra. Un par de gotas cada luna llena, para ir acostumbrando al cuerpo. No parece que haya dado mal resultado.
Asintió el cirujano, como si comprendiera el motivo de lo que quiera que estuviera viendo en mi abdomen pero no compartiera la filosofía que había detrás.
—Un exceso de protección a veces abotarga, mi señor. Eso dice mi padre. Es posible que hayáis consumido tanto antídoto que ahora vuestro cuerpo lo rechace.
—He llegado más lejos de lo que esperaba cuando inicié el camino que es mi vida. Todo tiene un precio. Decidme qué os debo, maese Rodrigo.
Dijo el sordo su cifra. El chiquillo la tradujo. No me pareció barato, pero un cirujano conoce siempre lo que valen tus vergüenzas. El dolor de la pierna, entre el brebaje y la sacudida, parecía haber remitido. De todas maneras, no podía levantarme, así que le dije al muchacho que buscara en mi zurrón. Era una forma de congraciarme con él, arrepentido de mi trato previo.
Se arrodilló el chiquillo con mucho cuidado, manteniendo las manos visibles en todo momento, como queriendo indicar que no iba a tocar en la bolsa más allá de lo necesario. Confianza por confianza. Sacó una cazuela de pólvora, los útiles de afeitar, la piedra de afilar: todo lo que yo no había tenido tiempo de vaciar del zurrón desde que llegué a este cuarto renqueando. Encontró entonces algo que sacó a la luz con un gesto de sorpresa, como si de pronto se hubiera convertido en Moisés y estuviera contemplando las tablas de piedra. Era el libro que había comprado en Madrid por entretener las tardes, un ejemplar del Amadís de Gaula como el que me regaló Rodrigo de la Flor antes de partir a la santidad y que yo había dejado olvidado en algún dormitorio de Venecia.
—¿Sabes leer, muchacho?
—Sé leer y escribir y entiendo de cuentas —dijo él, ufano—. No quisiera ser cirujano como mi padre: no todos los días llega comida a casa. Si estamos en Córdoba ahora es porque vinimos a cobrar una herencia de mi abuelo que no nos permite ni regresar a Alcalá de Henares, de donde somos.
—¿Cómo te llamas, rapaz?
—Miguelito, mi señor.
—He visto cómo mirabas mis cicatrices. ¿Es que acaso quisieras ser soldado?
El niño se encogió de hombros.
—Soldado es buena profesión. Ves mundo, al menos. En casa, de todas formas, se burlan de mí diciendo que voy para poeta.
Solté una risa franca que el chiquillo no entendió. Ni siquiera en el camino de vuelta podía dejar de encontrarme con poetas, tan molestos como un guijarro en la bota. Mientras hablaba, el niño sacó un bolsa de monedas del zurrón y me la acercó. La abrí, conté el pago y entregué al padre el precio por su servicio.
—Puedes quedarte el libro, Miguelito —le dije al rapaz—. Ni la guerra ni los caballeros son como ahí se cuentan, pero hay belleza en esas páginas, y buenos hechos de armas. Con no creer que es cierto todo lo que ahí dicen, es fijo y seguro que aprenderás de caballerías y no te volverás loco.
Agradeció el niño el regalo y se marchó tras su padre. Bebí un poco de vino. El dolor de la pierna, en efecto, se había mitigado. Dormí poco después. Al amanecer ya pude andar, aunque renqueando. Alargué la estancia en Córdoba una semana más, el tiempo necesario para que la mesonera de los pechos grandes no tuviera quejas de mi hombría y para compartir mi ciencia con otras cuantas mujeres, dos cada noche. En desquite por el trato, vendí el caballo por la mitad de su precio a un tunante que creía poder hacer cabriolas en él y compré a mi vez una jaca recia y dócil que se puso en camino con una alegría que no le era propia y que yo no sabía si compartir o no. Sevilla, ya tan cerca, y sin embargo el corazón me latía con inquietud, como si sintiera un presagio.