El engaño a los ojos

Miguel, Alonso, SanchoUn lejano mediodía, con la lectura del periódico, a las sacudidas morales cotidianas añadí una extraña: la rabia literaria. Un crítico de cine trasmutado en teatral desaprobaba por mediocres y aburridos los Entremeses cervantinos, algunos de ellos representados la noche anterior, en un teatro de la población, por un cuadro de actores que el fustigador indultaba porque, supuse, tan pesada era la carga…

Reconozco que leí varias veces el párrafo que contenía aquella arbitrariedad. No daba crédito. En la primera lectura me sugerí agotamiento de enfoque, una especie de trastorno pasajero de los cristalinos, un engaño a los ojos. Tras la segunda, ya con el aumento del ritmo cardíaco, noté que no podía evitar morderme levemente los labios, rehén de la incredulidad. Después de la tercera, bajé los ojos hacia el pie de firma, comprendí y bufé.  

Como en el texto no se reflejaban argumentos, ni sólidos ni siquiera evanescentes, que cimentasen la burla, un poco más sosegado me enredé en “la mirada del otro”, que significa que pretendí buscarlos yo o, en roman paladino, ejercer la profesión de abogado del diablo.

Bien es cierto que esos Entremeses, ya lo reconoce a su modo el propio Cervantes en el prólogo de la primera tirada (1615) de las Ocho comedias y ocho…, son parientes de las parodias dispuestas por Lope de Rueda y compañía para la plaza o la fiesta; pero familiares, en fin, que coinciden únicamente en el apellido octavo… Apenas unas trazas compartidas en el ADN de los personajes prototipo que fueron adquiriendo facciones definitivas por esas décadas.

Y, ah, sí, también nos dicta el oído que el verso cervantino toma licencias que traban el cauce de los diálogos y que en otro Lope (de Vega) esas mismas mañas arrancan de cuajo las lastras del camino. Quizá quiso referirse el crítico, sin saber escribirlo, a la presunta dificultad de Cervantes para encajar habla, situación y personaje, y quién sabe si introducía el dedo en la llaga donde más le duele a un escritor, el estilo, incluso por encima de la originalidad y la conexión con el público.

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Estatua de Cervantes en la Biblioteca Nacional.

¿Pero no fue Cervantes el creador de la comedia o novela picaresca –Pedro de Urdemalas– en verso? En ella, con destreza y paciencia logra el remanso y la civilización de un rufián que andaba dando tumbos escénicos desde la Edad Media y que no supieron educar, igual que ocurre con todo buen salvaje, con afectadas artes clérigos y dramaturgos. Quizá me lleve el temperamento, pero Urdemalas, junto a su complementario modernista Max Estrella y el portugués constante, es uno de los personajes mejor rematados del teatro español, más allá del mártir Segismundo o Tenorio, que lo mismo cuadra en el elenco del Antiguo Testamento (Tirso) como del Nuevo (Zorrilla). Pero no deseo contagiarme y escribir impresiones con la veleidad del opinante que rechazo.

Andaba con los Entremeses. Cervantes joven fue espectador callejero de aquellos esbozos de Lope de Rueda y asistió a estrenos de dramones solemnísimos de otros, cuando los actores cambiaron el mesón por el salón. Alojó en algún altillo del almario aquellas secuencias y las dejó macerar. Fue de aquí para allá. Batalló y fue cautivo y rescatado. De estos trances compuso tragedias épicas y militares de éxito, y vino, qué envidia, a vivir de escritor, pero por poco tiempo porque en casa del pobre… Las vicisitudes le devolvieron al barrizal y a las alforjas y a cambio le cedieron en bandeja el dominio del lenguaje y el ánimo de cuerdos y descerebrados… novelescos.

Y pasaron los años. El veneno del teatro (y el verso, otro amor esquivo) reaparecería, como muchos desengaños, cuando hay capital detrás para hacer balance. Reencontró la llave perdida. Escribió buen teatro literario, impecables entremeses. Demasiado tarde para las tablas. Las vendió al único editor que mostró interés en la puja. Cervantes confiaba en los escasos lectores.

Mejorar la receta de los pioneros; ese era su fuerte. Quién sabe qué le hubiera sucedido al teatro español si Cervantes hubiese nacido veinte años después de Lope de Vega. La opinión del crítico teatral diletante, al menos, no hubiera alimentado el elenco de mis fobias ni facilitar, ya lo apunté antes, el engaño a mis ojos.

Imagen Cervantes 400: Manuel Martín Morgado.
José Antonio Bablé Fernández

Autor/a: José Antonio Bablé Fernández

Durante unos cuantos años hube de desempeñar el rol de crítico teatral joven en algunos diarios y dediqué algún tiempo a la lectura de textos teóricos y prácticos para esa competencia. Asistí a espectáculos, acudí a festivales e incluso fui invitado a leer conferencias sobre el asunto. Abandoné aquel hogar confundido por la poesía y el relato.

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