Las prensas están que chirrían dando a luz nuevas y novísimas biografías cervantinas. Cuando uno lee la última que llega a sus manos, tiende a borrar inmediatamente de su memoria todas las anteriores. La investigación biográfica suele ser así de cruel con su propio linaje. Les invito a repensar el camino: la historia de cómo se fue descubriendo esta vida, la reconstrucción de una trayectoria vital desde una multiplicidad de fuentes, prejuicios e intereses.
Intuición, invención, descuido, silencio
La primera biografía del escritor no se escribe hasta más de cien años después de su muerte. Obvio es decir que esta centuria provocó el aislamiento de los documentos cervantinos —sepultados en el olvido y el polvo de los archivos— y la pérdida de una hoja de ruta para los biógrafos. En los primeros intentos de escribir su vida quedaron entonces una gran cantidad de vacíos que hubieron de llenarse con la propia intuición.
Aún más interesante resulta que, junto a esta reconstrucción, se va configurando un perfil de difícil demostración que no es sino un trazado intuitivo de su retrato moral. De la mano de esta mirada vendrá una concepción almibarada de su personalidad hasta el punto de hacer expreso el deseo de ocultar los «puntos oscuros» de su biografía. Y así es como Miguel de Cervantes se convierte no en quien fue, sino el que queremos e imaginamos que sea, de un modo similar al que don Quijote convertía a una saladora de puercos en Dulcinea.
A modo de ejemplo: una hija díscola
En 1797 Juan Antonio Pellicer da noticia de unos documentos fundamentales en este camino, aquellos que conciernen a la muerte de Gaspar de Ezpeleta, caballero que tuvo a bien morir a las puertas de la casa del escritor en Valladolid para gloria de sus biógrafos. En ellos, un dato turba el buen nombre de Cervantes: vive con él una hija, Isabel, que no lo es de su esposa. Dice tener la edad de veinte años (nacida, por tanto, hacia 1585, año del matrimonio del escritor) y, a juzgar por lo que dicen las vecindonas, de costumbres poco menos que relajadas con algunos hombres que frecuentan su casa. Demasiado para el bueno de Pellicer. Una opción sería obviar los documentos, pero es mucho más efectivo darlos a luz por vez primera y así controlar la forma y contexto de su publicación. Manos a la obra.
Le incomodan, en primer lugar, las fechas, que no terminan de cuadrar. ¿Infiel Miguel de Cervantes? Uno podía esperar eso del casquivano Lope, pero del bueno de Miguel… El parche aquí, en cualquier caso, era fácil. Podía aludirse a esas verdades de validez universal que vienen como argumento caído del cielo a los investigadores cuando convienen: las mujeres son vanidosas per se y reacias a admitir su edad. Donde Isabel dice veinte, podían ser veintiséis, vaya usted a saber. Las relaciones extramaritales con Ana de Villafranca, a la postre amante de Miguel de Cervantes y madre de Isabel, son resultado de investigaciones posteriores. De investigaciones, y de perspectivas morales también más contemporáneas.
Asunto más grave era el de su ocupación. Si uno coteja los extractos que sacó a luz Pellicer con los documentos originales —no se asusten, no les someteré a ese trago— se advierte rápidamente qué desapareció de unos a otros. En el original, diferentes testimonios daban cuenta de los hombres que pasaban a visitar a las Cervantas. Pellicer transcribe solo las declaraciones oportunas (la criada, devota a sus amas) y pasa por otras de puntillas, cortando aquí y acullá, salpicando su discurso de puntos suspensivos y dejando caer elegantemente un manto de moralina y honradez que pretende salvar el buen nombre de Cervantes y su familia. Dice un poco, calma a los curiosos, calla lo demás. El silencio es una forma también de manipulación.
Una última curiosidad sobre el «caso«. En 1864, en pleno auge de celebraciones cervantinas, la Real Academia decide leer estos documentos, por extenso y ante el pleno, para darlos a conocer. La prensa nacional, ávida de Cervantes, se deshace en elogios ante el evento. Días antes, la Real decide «pensárselo mejor«. Ya pueden imaginar lo que encontraron allí que prefirieron dejar en el cajón.
Créansela, porque nos la hemos inventado
Baste este episodio para subrayar esa delgada línea, tan del gusto cervantino, entre historia y ficción, y los vasos comunicantes que permean esta contaminación. No es mi pretensión, en cualquier caso, instarles a la desconfianza sobre los documentos cervantinos y aún menos sobre la tradición en la investigación. Solo les invito a la comprensión global del proceso de reconstrucción de una vida con la reflexión que nos da el tiempo, donde media algo más que el acúmulo de felices descubrimientos documentales.
Vienen a mi memoria las últimas palabras del delicado discurso que pronunció Ana María Matute al recoger el Premio —precisamente— Cervantes. Había referido que las hermanas Blancafort, hijas del compositor Jordi Blancafort, se habían confesado siendo niñas que «La música de papá no te la creas, se la inventa», y así cerró su discurso pidiendo al auditorio que creyeran en los personajes de sus obras, porque se los había inventado. Robo estas palabras y les recuerdo: «Este que veis aquí« es Cervantes y ésta que les cuentan estos días, su vida. Y créansela. Créansela porque nos la hemos inventado.
22 abril, 2016
Maravilloso artículo